El Bernabéu tiene reglas propias
El aficionado se sentía parte del juego porque no hay otro estadio donde tanta gente sienta la gloria como suya
En estadios imponentes o en un modesto baldío, el fútbol es una representación a caballo entre el teatro griego y el circo romano. Un espectáculo dramático en el que la gloria y el fracaso caben en un centímetro, en un segundo. La cima y el abismo están siempre angustiosamente cerca. El del fútbol, además, es un ámbito en el que todos son juzgados con una vara indiscutible, pero no siempre justa: tiene razón el que gana. Así juzga el hincha, desde un sentimiento tribal que lo simplifica todo: amar lo propio y odiar lo ajeno.
Hasta que le da una pedrada. Pero el fútbol es mucho más. Hay noches en los que exhibe su poderío subvirtiendo cualquier lógica. Cuando le da esa pedrada, el fútbol se convierte en un espectáculo solo apto para creyentes. Por ejemplo, 60.000 hinchas encerrados en una catedral y que le reconocen al escudo un poder religioso. Vi los últimos minutos del Real Madrid-City al borde del campo y no sabría decir cuál de los dos espectáculos era más impactante, si el de los jugadores corriendo como salvajes para alcanzar otra gesta o el de los aficionados con los ojos como platos, como si estuvieran presenciando algo sobrenatural. Se sentían parte del juego, convencidos de que cada grito valía por un metro de carrera de sus héroes. Y era verdad. No hay otro lugar donde tanta gente sienta la gloria como suya.
Las piezas por el suelo. Las modas imponen sus reglas y estos son tiempos tácticos. La aspiración es que el método controle el juego. Los entrenadores convierten el campo en un tablero de ajedrez en el que cada pieza tiene su valor: desde el peón trabajador hasta el rey que decide. Pero el Santiago Bernabéu, desde hace tiempo, inventó un juego que tiene reglas propias. Ocurre en cualquier momento y no es necesario que dure mucho. Primero tiene que suceder algo, a ser posible un gol, que desparrame de un manotazo todas las piezas del ajedrez. Es entonces cuando empiezan a ocurrir cosas increíbles. También se llama fútbol y es imparable. Algo que se parece a una locura feliz se apodera del estadio y se proyecta hacia el campo abriéndole las puertas al instinto, a la pasión, al coraje, a la suerte… Todos, ingredientes de un juego que aspira a lo imposible. Y para alimento de la leyenda, lo consigue.
Lo imposible. No sé cómo a Florentino, empresario que todo lo puede, no se le ha ocurrido embotellar y vender lo que ocurrió ante el City a partir del minuto 89. Con lo ganado pagaría el nuevo estadio en una mañana. Porque en esos minutos está concentrado el poder emocional del fútbol, un sentimiento que cuando se concentra en un club tiene un componente de obsesión y otro, más importante, de amor. En una ocasión en la que el Bernabéu estaba en ebullición, le hice a Alfredo Di Stéfano un comentario racional sobre no sé qué cosa y, señalando a la gente, él me atajó: “Dile a uno solo de estos que piense”. En efecto, en esos momentos no se piensa, se siente. ¿A quién se le puede ocurrir buscarle razones a un milagro? Saliendo del estadio, ya muy tarde, me crucé con dos madridistas borrachos de satisfacción: “Contra el Liverpool, ¿qué?”, me preguntaron. “Imposible”, contesté. Los tres sabíamos de qué estábamos hablando.
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