Alirón del Real Madrid con desplante de Michel
Jugador excelente y esforzado, tenía tics y declaraciones que le ponían gente en contra
Era el 11 de junio de 1989 y el Bernabéu olía a fiesta. Llegaba el Espanyol y el Madrid tenía a mano a falta de tres jornadas el cuarto título consecutivo de la Quinta del Buitre.
Pero había una sombra: la estrepitosa caída en la Copa de Europa ante el Milán, con 5-0 en San Siro. Decepción tremenda en un tiempo en el que la superioridad del equipo en España acuciaba el ansia por la reconquista por fin de la Copa de Europa. Por esas cosas del fútbol, buena parte de la afición la tomó con Michel. Jugador excelente y esforzado, tenía tics y declaraciones que le ponían gente en contra, como cuando llegó a decir que haría falta dejar de ganar un par de ligas para que la gente las valorara.
El Madrid salió con siete canteranos (otro tiempo): Chendo, Sanchis, Gallego, Solana, Michel, Butragueño y Llorente. Sobre la marcha entrarían otros dos: Aldana y Camacho.
En el minuto 27 marcó Butragueño, pero ya antes había empezado un run-rún de desaprobación en las acciones de Michel, que poco a se fue convirtiendo en pitos y abucheos. Acusado de encogerse ante Maldini en la eliminatoria fallida, la reprobación le estaba poniendo visiblemente nervioso. Ante el creciente repudio, tomó en el 43 una decisión insólita: se marchó al vestuario sin dar cuentas a nadie. Beenhakker, a toda prisa, daría entrada a Aldana.
El partido terminaría 3-0, con alirón y con Camacho, ya en su temporada final, jugando los últimos minutos. Pero quedó flotando en el aire el desplante de Michel, que quisieron arropar Beenhakker y Mendoza diciendo que llevaba semanas jugando lesionado del tobillo y la rodilla, mentiras piadosas que nadie compró. Mendoza tuvo que aguantar insultos en el palco durante la segunda parte, porque había mostrado su predilección por Michel varias veces: llegó a decir que le hubiera gustado que fuera su hijo, y arroparle y ponerle un bombón en la mesilla cada noche.
Por su parte, él no se quedó al alirón. A veinte minutos del final se marchó a casa, con su mujer. Luego le llamó Camacho y le convenció para ir a la cena.
Se montó el debate: Michel fuera o a Michel hay que entenderle y perdonarle. Era un jugador con una obsesiva atención al entorno, fuera prensa, radio o comentarios de la grada. Le llamaron Agonías y Mendoza bautizó así a uno de sus caballos del hipódromo. Era un futbolherido (tomo el término de un libro de Pardeza, aunque no se lo aplica directamente a él) que posiblemente incubaba, como le ocurriría a Hugo Sánchez, un despecho por el diferente trato que recibía Butragueño, el niño mimado de la afición.
El miércoles As sale con una foto a toda plana de Michel en portada, con la declaración: “Quiero irme”. La entrevista interior dice estas cosas: “Hay un sector del público que nunca me ha perdonado nada y haga lo que haga, nunca ganaré su consideración”. “Prefiero buscar la solución ahora que soy joven porque no deseo seguir así toda la vida”. “Espero que no me retengan: no puedo quedarme a disgusto”.
Mendoza echará balones fuera, esperando que la cosa se enfríe. Los periódicos hacen encuestas y los opinantes se dividen entre los que quieren mandarle a paseo (que son los menos), los que le acusan de haber hecho una chiquillada y piden multa para él y los que dicen entenderle y hasta le dan la razón.
El domingo siguiente acude a La Cátedra de Valdano, en la Cadena SER, y da una explicación larga y sosegada. “No es normal que cuando ganamos los méritos se los repartan dos y que cuando se pierde paguemos las consecuencias tres o cuatro”. (…) “Soy profesional, pero cuando salto al campo siento como un madridista, y me duele que me persigan así. Me he sentido muy mal viendo las broncas a Juanito, es un madridista acérrimo. Luego resulta que se va al Málaga y le aplauden. Me pregunto por qué no le aplaudieron antes, aquí. Le hicieron pasar muy malos ratos”. Estas protestas de madridismo, que sonaron sinceras, convencieron.
La tormenta amainó y él siguió hasta los 33, cuando se fue al Puebla de México. El día de su despedida, partido ante el Mérida, besó el césped en el mismo sitio por el que años antes había salido de manera tan intempestiva.
Michel recuerda aquello como un error: “No lo repetiría. Quizá repetiría otras equivocaciones, pero esa no”. Y eso que funcionó, porque a partir de aquello la mayoría silenciosa se puso de su lado. Eso sí: le costó una multa seria. “Mendoza me pegó la mayor bronca de mi vida y me puso una multa de un millón, pero me dijo: ‘Qué huevos tienes”.
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