Matar a Messi
Deberíamos agradecer que el argentino siga empeñado en jugar andando, regalando pausa y excepción mientras a los agoreros se les pudren las flores a las puertas del cementerio
Matar a Messi es un vicio moderno, gratuito y peligroso, como fotografiarse al borde de un precipicio o votar a la ultraderecha. Se puede hacer, nadie te lo impide, pero corres el riesgo de arrepentirte más pronto que tarde porque los genios no dejan de serlo hasta que entregan la cuchara definitivamente y un oportunista, casi por definición, no es más que un bocazas. De enterradores vocacionales, gente con prisas y resentidos perpetuos están llenas las páginas del olvido que, a día de hoy, son las redes sociales, las pancartas baratas y un tipo de periodismo pervertido o perverso: nunca he tenido muy clara la diferencia.
Seguramente no anden muy errados quienes se atrevan a afirmar que Messi ya ha jugado sus quinientos mejores partidos, pero también convendría no olvidar que en los cincuenta peores sigue siendo mejor futbolista que el noventa por ciento de los futbolistas en activo. Anteayer, sin brillar en exceso, fallando un penalti y falto de explosividad, puso tres balones de oro a sus compañeros, tres pases de gol que encumbrarían a cualquier veinteañero y confirmarían en la élite a unos cuantos meritorios de renombre, futbolistas que se ganan el respeto de público y crítica acumulando destellos puntuales. Le ocurre a este Messi crepuscular, sospecho, lo mismo que a Borges con algunos críticos literarios, empeñados en que escriba una gran novela incluso después de muerto, extremo definitivo en el que todavía no se encuentra el rosarino por más que las campanas repiquen a funeral.
Como antes a Federer, Nadal, Tiger Woods, Michael Phelps o el mismísimo Muhammad Ali, a Messi lo quieren defenestrar antes de tiempo los que se aburren de las mismas caras y ansían, cada día, una revolución: a esos los dábamos por descontados. También a los damnificados habituales, aficionados de clubes rivales que sienten la necesidad -sincera- de que su ciclo termine de una vez, de no volver a encontrárselo de frente, de no sufrirlo nunca más. Incluso a Tebas, que se atrevió a impugnarlo en sus inicios porque, como ahora defienden los próceres de su ideología política, no se puede andar regalando la condición de español tan a la ligera. Con todos ellos podíamos contar para anunciar la defunción prematura de Messi, incluidos los argentinos de baja autoestima y Síndrome del Estadio Azteca, pero nunca con una parte del barcelonismo que parece sentir una necesidad repentina de crucificar al hijo de Dios: no hay plata suficiente en toda Cataluña para satisfacer tanta demanda repentina de acuñar nueva moneda.
La exuberancia evidente de Mbappé se ha convertido en la coartada perfecta para refocilarse en la vanidad y la autocomplacencia. Se pueden alegar razones de peso para justificar su adiós, como las apreturas económicas y hasta la intención -sana- de inaugurar un nuevo ciclo, pero nunca dudar de su valía, que va más allá de no haber podido ser determinante en un partido contra el Madrid. Bendecir su marcha por un partido humano, incluso por un arranque irregular de la temporada, es como alegrarse al descubrir la infidelidad de tu pareja el mismo día de la boda: una mezcla de oportunismo y estrechez de miras que terminarán por hacerte infeliz en cuanto las aguas vuelvan a su cauce.
En un mundo donde la felicidad es efímera y las alegrías vuelan, deberíamos agradecer que Messi siga empeñado en jugar andando, regalando pausa y excepción mientras a los agoreros de turno se les pudren las flores a las puertas del cementerio. Su enésima resurrección es solo una cuestión de tiempo, siempre y cuando sea posible que alguna vez haya muerto lo que nunca puede morir.
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