En las raíces del Chava
La Vuelta llega a El Barraco, la localidad en la que nació hace 50 años el escalador más indómito y admirado, la figura trágica del ciclismo español
La tumba de Chava es la segunda que se cavó en el cementerio nuevo de El Barraco, en Ávila. La primera, unas semanas antes, es la del hermano del exciclista David Navas, muerto también muy joven víctima de la vida en un pueblo duro, de gente muy dura. Azucena, la viuda de Chava, lleva años sin volver a El Barraco. La casa la ha heredado la hermana del ciclista, Piedad, casada con Carlos Sastre, quien ha construido la suya enfrente justo, y al lado de la de su padre. La calle se llama José María Jiménez, Chava, y termina en una rotonda en la que su hermano Juan Carlos, artista, elevó un monumento a su memoria. En el jardín de su casa, erigió un busto del ciclista esculpido también por él. El olvido, como los hierbajos, se ha apoderado de todo, tan pronto. Solo el regreso de la Vuelta, 25 años después de que Chava, feliz, invitara a pastas a Miguel Indurain y a sus compañeros del Banesto en El Pescador, el bar-restaurante de sus padres, lo devuelve a la memoria, su historia. Aquel día, lunes 16 de septiembre, la Vuelta descansaba en la comarca este verano abrasada por el fuego. Al día siguiente, durante la contrarreloj El Tiemblo-Ávila, todo el pueblo sale a la calle.
Habían pasado cuatro años del día en el que Chava conoció a Azucena. Tiene 21 años y acaba de ganar el Circuito Montañés, la gran carrera por etapas del calendario amateur español entonces, y ya sabe seguro que el año siguiente pasará a profesional con el Banesto, el equipo de Indurain y Perico Delgado, el sueño de cualquier ciclista del mundo. Jiménez, que empieza a ser Jimmy, el primer sobrenombre por el que se le conoció en el ciclismo, que se siente un campeón, claro, piensa que Azucena, una niña de 15 años de grandes ojos claros, caerá desmayada de la impresión al ver que él, el gran campeón ciclista, se acerca a tontear con ella.
Años después José María Jiménez, Chava, le confesaría a Azucena que había salido ciclista como podría haber sido albañil, carpintero, camarero o torero, y que, de hecho, no fue torero porque de pequeño le mordió en el culo un perro al que intentaba torear y ya supo que había mucho peligro en la vida. Pero todo lo que hacía lo hacía bien. Ganó la primera carrera ciclista que corrió y en la escuela nadie le ganaba en las competiciones de kárate.
Él era un niño gordito que echaba las tardes sirviendo vino y chorizo en el bar de sus padres en la carretera general que va de Ávila a Madrid y atraviesa El Barraco, y le gusta el ambiente del bar, las conversaciones a gritos, la vida tan pequeña del pueblo. Su pueblo, de paisaje duro, montes con pinos y grandes bloques de granito desnudo, de clima duro, de heladas inclementes en invierno y tardes de fuego en verano, menos de 2.000 habitantes, es el pueblo de Ángel Arroyo, El Salvaje, un escalador que fue segundo en el Tour del 83, detrás de Fignon, y ganó la cronoescalada al Puy de Dôme ascendiendo con la boca abierta y tragando nubes de mosquitos. También vive allí Víctor Sastre, que fue ciclista modesto y sueña con que su hijo Carlos, una espiguilla de grandes mofletes y piernas finas, sea también ciclista, y de los mejores. Entre los dos han organizado una escuela de ciclismo para que los chavales del pueblo tengan alguna distracción que les aleje de los bares y las discotecas, y allí cae Jiménez, que aún no es El Chava, y que sí, pesa más de 100 kilos, pero tiene más fuerza que nadie. Es un verdadero bruto que rompe los cuadros de las bicis, pero tiene clase, es mejor ciclista que nadie.
Es un febrero muy frío. 2002. Anochece. Jiménez, que ya es El Chava, está solo en su casa de El Barraco. Se ha levantado temprano y se ha vestido de ciclista. Se ha puesto la ropa de invierno para salir a entrenarse, ha bajado al garaje para comprobar que la Pinarello estuviera a punto, los neumáticos bien hinchados, todo engrasado, y ha vuelto al salón de su casa. Se ha sentado y no se ha movido. En la cabeza algo le había hecho clic, como si alguien hubiera accionado un interruptor y la luz de ilusión se hubiera apagado. Han pasado las horas y cuando ya se ha hecho de noche llama por teléfono a Azucena. No puede más. No puede ni llamar a Unzue, su director en el Banesto, y decirle que se ha rendido, que no cuente más con él para el equipo. Acaba de cumplir 31 años. Su carrera es pasado. El presente es un pozo negro.
El psiquiatra les habla de una cosa que no habían oído nunca, de la personalidad disocial. Describe al Chava sin piedad: una persona que necesita sentirse más fuerte que su entorno, sin sentido de la responsabilidad, con autoadmiración y narcisismo permanente sin calado reflexivo, dado a consumismo compulsivo y rápido de lo que haga falta, incluso del dinero; una personalidad con un gancho muy grande frente a la gente de su entorno, una persona adorable y, a la vez, repudiable, capaz de una gesta y una putada al mismo tiempo; un hombre que ha establecido una magnífica relación con la satisfacción inmediata del deseo; alguien que nunca ha tenido una tutela efectiva, una persona a su lado con jerarquía psicológica sobre él. También le recuerda a Chava que hay personalidades adictivas. Se lo dice mirándole a los ojos. Le habla de las consecuencias del dopaje, de los efectos para el ánimo de los anabolizantes. Pero eso Chava ya lo sabe.
“Chava lo llevaba todo en la sangre”, dice Víctor Sastre, un hombre de gran fe religiosa que valora más que nada el trabajo y desprecia el talento puro si no lo acompaña el esfuerzo. Y lo mira todo por encima porque se cumplió su sueño, que su hijo Carlos fuera ciclista, y que ganara el Tour, encima, él, que tenía menos clase, menos fuerza, menos estilo que Chava, pero más voluntad, más deseo y más capacidad de sacrificarse por su objetivo. “El problema es que siempre ha sido guapo y resultón. Siempre se le han dado muy bien las chicas. Siempre se le ha dado bien todo. Lo ha tenido fácil”.
El sol de José María Jiménez Chava se apagó definitivamente el 7 de diciembre de 2003 en la Clínica de San Miguel, un centro de rehabilitación de drogas en Madrid, donde había ingresado una semana antes. “Él murió de un viernes para sábado, y el lunes teníamos ya billetes para irnos a esquiar en Suiza. Y no llegó nunca. Fue un bajón que le dio”, dice Azucena, su esposa. “Nos casamos y tuvo una temporada muy buena, en casa... Pero tenía también mucha pena, porque no podía volver a la bici. Nadie podía pensar que iba a fallecer... No estaba escrito en ninguna parte que su vida fuera a acabar rápido...”. El ciclista que más asombraba a la afición tenía 32 años. En febrero pasado habría cumplido 50.
Mejores victorias
Ocho etapas de la Vuelta (tercero en la general de 1998 y cuatro veces rey de la montaña)
Una Volta a Catalunya (más tres etapas)
Una etapa en la Dauphiné Libéré
Un Campeonato de España
Puedes seguir a EL PAÍS DEPORTES en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.