No diga VAR, diga adiós a todo esto
El videoarbitraje forma parte esencial de un proceso de desnaturalización del fútbol que avanza a toda máquina
En nombre de la justicia, el VAR preside un sistema que es objetivo, subjetivo e indiferente a la vez. Es inflexible con el centímetro en los fueras de juegos y muy flexible con los conflictos en el área, donde varios árbitros, uno en el campo y otros encerrados en una habitación, se interpelan para juzgar acciones sobre las que unas veces se ponen de acuerdo y otras no.
A través del VAR, defendido ardorosamente por la gente a la que le gusta más la tecnología que el fútbol, se pasa sin sonrojo de la intolerancia centimetral al cajón de sastre interpretativo, donde todo vale y no vale a la vez. Hay acciones que merecen la sesuda deliberación de los árbitros, de uno o dos minutos si el asunto les produce la suficiente atención, pero otras similares pasan inadvertidas y nadie consulta. Entonces se escucha el viejo “siga, siga”.
Un pisotón, una patada, una zancadilla o un empujón en el área es penalti, no es penalti o vaya usted a saber. Los penaltis, o no penaltis, por mano son una categoría aparte, el Everest de los líos, un sindiós que empieza por cuestionar las leyes físicas de la naturaleza y amenaza con convertir a los futbolistas en piezas de futbolín: temen más a sus brazos que a los regates de Messi.
Producen irritación y ternura los esfuerzos de los jugadores por esconder sus brazos para bloquear un remate, impulsarse en los saltos o girar el cuerpo, siempre y cuando esos movimientos tan necesariamente humanos ocurran en el área. Fuera del área, están invitados a respirar. Pueden regresar a su anterior condición, la de futbolistas. Ahí no se les somete al fiscalizador ojo del VAR, cuyo peculiar sentido de la justicia anima a un rigor microscópico en unos lugares del campo y a un escasísimo interés en otros. Justicia asimétrica se llama a esa figura, que es la más sangrante de las injusticias.
Consecuencias lamentables
La expresión más ridícula del VAR se materializó en el Real Madrid-Sevilla, donde fue mal todo lo que podía ir mal. A Benzema le anularon un gol después de revisar una jugada en la que Odriozola estaba con medio pie por delante del último defensa rival, situado a una legua del lateral del Madrid. En términos estrictamente futbolísticos, Odriozola no obtuvo ninguna ventaja de su posición. El árbitro decretó el gol, pero el VAR tiró líneas, sacó el centímetro y se revocó la decisión. Para los partidarios de la entomología fue la apoteosis de la justicia. Para cualquier aficionado sin obsesiones microscópicas, fue una calamidad.
Hay acciones que merecen la sesuda deliberación de los árbitros, pero otras similares pasan inadvertidas
Benzema, imparable durante todo el encuentro, se erigió en el monumento a la frustración en el fútbol. Le invalidaron un gol de grandes consecuencias en el campeonato y le cancelaron un lanzamiento de penalti cuando se disponía a ejecutarlo. Le dijeron que no, que después de un buen rato se había detectado un penalti en el área del Madrid, apenas 10 segundos antes, en una mano de Militão que unas veces se castiga y otras no, según sople el viento del criterio a los revisores de imágenes.
A este sistema lleno de ridiculeces se añaden unas consecuencias lamentables: celebraciones abortadas, perjuicio emocional, fragmentación de los partidos y desconcierto en los espectadores. El VAR es más que un triste y contradictorio sistema de fiscalización del juego. Forma parte esencial de un proceso de desnaturalización que avanza a toda máquina, sin disimulo, en el que encaja al dedillo una competición elitista, despectiva de los principios que hicieron del fútbol el juego más popular del planeta, excepto en el país de la obsesión tecnológica en el deporte, las ligas cerradas y la mayoría de los capitostes que participaron en el plan.
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