“Me cago en Pep”. Eso es influir
Al entrenador del Manchester City se le acusa de infectar de buen fútbol a jugadores mediocres; ocurre en todo el mundo y desde regional hasta la Premier
La infección feliz. Por fortuna, Guardiola gana. Porque desde que la practicidad se adueñó del fútbol, quien no gana no influye. Eso sí, con ganar no alcanza para influir. De hecho, hay muchos ganadores que pasan dejando indiferente a la posteridad. Las revoluciones necesitan personalizarse y Pep representa mejor que nadie el último gran vuelco que experimentó el fútbol. Pero las revoluciones siempre exageran y la que personaliza Pep no es una excepción. En mi pueblo, cuando un central sale jugando en corto y le roban la pelota, siempre se escucha a alguien decir “Me cago en Pep”, al que se acusa de infectar de buen fútbol a jugadores mediocres. Ocurre en todo el mundo y desde regional hasta la Premier. Eso es influir. Claro que las exageraciones son tóxicas cuando atentan contra la eficacia. Pero esta es una exageración feliz, que anima a jugar, a arriesgar, a vivir, ya que son tres días. Si no, ¿para qué sirven los juegos?
Kantés. Tuchel y el Chelsea son otra cosa, pero también una buena cosa. Defensivamente no achica los espacios, los sella. Y logra juntar mucha gente ahí donde está el juego. Ataca con muchos, presiona con muchos y defiende con muchos constantemente y en todos los sectores del campo. Ese milagro multiplicador lo explica como nadie Kanté, en singular, porque contra toda evidencia se trata de un solo jugador. En su caso, la cantidad no atenta contra la calidad. Tiene una zancada de maratoniano, una solidaridad comunista, una voracidad de pantera y, no nos confundamos, el talento de un gran futbolista. Esa continuidad robótica que le permite pegarle un zarpazo al partido en el minuto 86 la confirma cuando su equipo marca un gol. Todos enloquecen menos él, que se mantiene frío como una máquina, seguramente pensando en su próximo servicio a la causa. Ningún madridista olvidará al tal N’Golo Kanté.
La hora de las respuestas. Cuando termina una aventura europea tan accidentada como la del Real Madrid, es inevitable preguntarse: y ahora, ¿qué? Llegar a una semifinal de Champions es un gran logro, pero no oculta ni las dificultades en la fase de clasificación ni la humillante sensación de debilidad con respecto al Chelsea ni la eliminación ante el Alcoyano. Ahora es cuando descubriremos lo mal tendidos que están los puentes entre la emoción y el dinero, entre las ilusiones de los aficionados y la realidad institucional. Todos sabemos que hay imperativos futbolísticos (rejuvenecer la plantilla, agregarle gol, renovar la ilusión…) que solo se pueden arreglar acudiendo al mercado, y estrecheces económicas que no lo permitirán. Las pasiones empujan para un lado y la realidad para otro. Es un problema de fondo que compromete al club entero y no se arregla echándole la culpa al entrenador.
Emociones que nos explican. Desaparecida la Champions, se agiganta la Liga. De pronto el título opera como revancha, como consuelo, como objetivo triunfal. O para disfrutar el fracaso del enemigo, que no es un placer menor. Basta con revisar los periódicos de Barcelona sobre la eliminación del Madrid para que sepamos de lo que hablo. Es maravilloso ver cuántas debilidades humanas nos descubre ese tratado de psicología y sociología que es el fútbol. Por esas debilidades, hoy y mañana nos comeremos las uñas en el Barcelona-Atlético y en el Real Madrid-Sevilla, confrontaciones directas donde los golpes pueden ser de knockout. El Atlético es el rico que perdió todos sus ahorros. El Madrid y el Barça quieren hacerle honor a una máxima hípica: “Caballo que alcanza, ganar quiere”. Yo tenía un amigo que decía: “A mí me gustaría vivir como vivo, pero pudiendo”. Ese es el Sevilla, al que el mérito le da derecho a soñar. Que usted disfrute de las pasiones. De las altas y de las bajas.
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