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el juego infinito
Columna
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¿Aún manda la gente?

La Superliga está lejos de ser la mejor solución, pero ha tenido la virtud de hacernos pensar sobre la necesidad de cambios profundos

Jorge Valdano
Jorge Valdano

La Superliga y los buenos

El fútbol se ha movido siempre con lentitud. Pero esta vez se aceleró hasta el punto de que este artículo, que la semana pasada se tituló El Real Madrid contra el petróleo, esta semana estuvo a punto de titularse El Real Madrid con el petróleo. Porque el fútbol decidió chocar contra sí mismo. Dos poderes, el de los grandes clubes (con el Madrid al frente) y el de las grandes asociaciones (UEFA y FIFA), frente a frente. No era fácil elegir bando. El aborto del nuevo proyecto volvió a cambiarme la mirada. La Superliga, que se presentó en sociedad subestimando a los aficionados, al espesor cultural del fútbol y a la fuerza de la tradición, al grito de “venimos a salvarlos”, duró 48 horas. Afortunadamente, por fin llegaron los buenos de verdad. ¿Quiénes son? La gente, por supuesto, única dueña del fútbol, que decidió salvarse sola.

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Salvavidas inglés

Seamos justos, el freno lo apretó la gente, sí, pero la gente inglesa. Los aficionados y los grandes protagonistas del fútbol español miraron el problema con la distancia del espectador. Una reacción tibia más relacionada con el amor a su equipo que con el amor al fútbol. Los aficionados del Madrid, el Barça o el Atlético pueden no estar de acuerdo con las decisiones de sus clubes, pero entienden que hay algo de traición a la patria en criticarlas y su manera de entender la lealtad es callando. En cambio, en Inglaterra el fútbol es sagrado y defienden su esencia con orgullo de propietario, que por algo son los inventores. Alegatos de líderes de opinión, jugadores y técnicos desafiando a sus propios clubes, aficionados ganando la calle y políticos afilando su instinto para subirse a la ola, se alinearon en son de guerra para defender el fútbol como una cuestión de todos y no solo de algunos.

El fracaso

La Superliga tenía una ambición recaudatoria que no sabemos si era real, porque las grandes plataformas desmienten el optimismo de sus números, y una intención solidaria con los equipos medianos que tampoco sabemos si era auténtica, porque de la mano invisible del mercado solo sabemos que es tan invisible que no existe. Tenía también la intención de realizar un campeonato donde no era necesario el mérito para participar, seguramente porque ignoran que el fútbol es aventura y que no hay aventura sin riesgos. Más aún, la Superliga, tal y como se presentó, traicionaba una idea de Europa que la actual Champions contribuye a vertebrar. Al proyecto, grandioso (como todo lo revolucionario), frágil (como se demostró), improvisado (con un cartel incompleto e invitados de última hora), y antipopular (porque los ricos no lo son), solo le faltaba presentarse en El chiringuito para que fuera tomado como una chirigota. Cuesta creer que algo tan grande tuviera una base tan débil.

Pero seguimos teniendo un problema…

Ahora bien, el fútbol, tal y como lo conocemos, necesita ser repensado con medidas valientes porque los tiempos van en dirección contraria a su conservadurismo. La Superliga no logró un consenso mínimo, de modo que está lejos de ser la mejor solución. Ahora bien, ha tenido la virtud de hacernos pensar sobre la necesidad de cambios profundos y no solo cosméticos. Hay que humanizar los calendarios con menos partidos de las ligas nacionales, hay que fortalecer el espectáculo con medidas que hagan al juego más atractivo y, por qué no, provocar más enfrentamientos entre los grandes clubes de Europa. La fugaz Superliga nos dejó como antes, solo que más divididos. Pero no es momento de pasar facturas, porque es tan necesario un organismo regulatorio como la presencia de los grandes clubes. Hay que bajarse del orgullo y sentarse a negociar pensando en el fútbol. Esto es, hacer lo que hizo la gente en Inglaterra.

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