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Blogs / Deportes
El Montañista
Coordinado por Óscar Gogorza
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25 años sufriendo ‘Mal de altura’

Se cumple un cuarto de siglo de la Gran Tragedia, la muerte de ocho alpinistas en el Everest

Everest
Varios de los alpinistas que intentaron llegar la cima en 1996. En la fila de abajo, Krakauer es el tercero por la izquierda.

Cada una de las 291 muertes registradas en el Everest, desde su primera ascensión en 1953, constituyen una tragedia de una magnitud tan incalculable para sus allegados como anecdótica para el gran público. Sin embargo, sí pertenece a la memoria colectiva la cadena de acontecimientos que se dieron entre el 10 y el 11 de mayo de 1996, hace ahora 25 años, en el techo del planeta (8.848 metros), dos jornadas en las que perdieron la vida cinco alpinistas en el lado sur de la montaña y tres más en el lado norte. Se cumple ya un cuarto de siglo de una catástrofe bautizada en mayúsculas como la Gran Tragedia, aunque ni es la más sangrienta de la historia de la montaña ni mucho menos la última de características similares, pero sí la más conocida gracias al best seller Mal de altura, firmado por el periodista y alpinista estadounidense Jon Krakauer. El alud de bloques de hielo que en 2014 segó la vida de 16 trabajadores de la etnia sherpa en la cascada del Khumbu, puerta de acceso al Everest, no merecerá una película filmada en Hollywood ni libros superventas. También parece superada la aberración de un atasco monumental por encima de los 8.700 metros en 2019: ahí, haciendo cola para pisar la cima, murieron nueve personas.

Hace 25 años, los analistas de la referida tragedia señalaron un par de factores como los desencadenantes principales de la muerte a cámara lenta de ocho alpinistas envueltos en una tormenta feroz: se dijo que la fiebre de cima y la comercialización excesiva de la montaña precipitaron una carnicería evitable. Pero fue la toma errónea de decisiones por parte de los guías que lideraban las expediciones lo que creó un cóctel desastroso. Un cuarto de siglo después, ambos factores, no solo no se han corregido, sino que han crecido hasta límites insostenibles.

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Lejos de disuadir a los neófitos, el interés por el Everest se disparó a rueda de la obra de Krakauer. En consecuencia, la demanda por colarse en la codiciada cima se aceleró y con ella la comercialización de la montaña: si en 1996 agencias occidentales como Mountain Madness o Adventure Consultants gestionaban de forma integral su cartera de clientes, ahora son las agencias de Nepal las que se han hecho con un negocio que están dispuestos a exprimir hasta sus últimas consecuencias. Sin apuros económicos, en el lado norte o chino del Everest el Gobierno ha prohibido esta temporada la visita de expediciones que no sean locales, un contraste con el récord de aspirantes extranjeros registrados a los pies de la montaña del lado nepalés: 408, lo que supone un tránsito en sus laderas de cerca de 1.000 personas entre clientes y sus guías de la etnia sherpa.

En 1996, las expediciones que atacaron la cima en la madrugada del día 10 al 11 de mayo habían manejado partes meteorológicos que anunciaban la llegada de mal tiempo. Pese a ello, ese día 34 montañeros intentaron alcanzar la cumbre. El 23 de mayo de 2019 un total de 354 se colaron en la cúspide, como si el interés por la icónica cima se hubiese multiplicado por 10. Entonces, algunos grupos supieron ver en la predicción del tiempo una amenaza y renunciaron, pero los que no lo hicieron se vieron inmersos en un drama en el que buena parte de sus artífices fueron asimismo sus héroes. Seguir hacia arriba bajo la amenaza de un cambio brusco de tiempo fue el primer error. El segundo tuvo que ver con la ausencia de cuerdas fijas en dos puntos clave: El Balcón (8.350 metros) y el Escalón Hillary (8.750 metros). No había cuerdas porque la tarea de colocarlas fue asignada únicamente a dos sherpas. Uno de ellos perdió mucho tiempo llevando en corto a una clienta de postín y el otro no quiso cargar en solitario con todo el trabajo. Hoy en día, un equipo de hasta 25 sherpas se encarga de colocar cuerdas fijas desde el campo base hasta la misma cima. Esta circunstancia retrasó varias horas el horario estipulado, aumentó el consumo de oxígeno artificial y el agotamiento de todos los involucrados: muchos de ellos alcanzaron la cima pasadas las dos de la tarde, la hora pactada para regresar con o sin cima, y cuando iniciaron el descenso no solo tenían ya la tormenta encima sino que su estado físico se había deteriorado de forma exagerada.

Ese día, Anatoly Boukreev, guía de Mountain Madness, fue el primero en alcanzar la cima, tras colaborar en la colocación de cuerdas fijas. Permaneció allí hora y media, asistiendo a los clientes. Lo extraño es que subió desde el campo 4 (7.900 metros) y regresó a este punto sin acompañar a sus clientes y sin emplear oxígeno artificial. Boukreev era un fortísimo alpinista pero no un guía profesional y consideraba que cualquier aspirante al Everest debía ser un alpinista autónomo. Su forma de actuar ese día le convirtió en el blanco de las críticas del libro Mal de altura: hacía falta un malo en dicha película de horror y el kazajo pagó buena parte de los platos rotos. Con todo, en la madrugada del 10 al 11 de mayo, el único que arriesgó su vida en la tormenta para salvar las vidas de tres clientes varados en tierra de nadie fue él. Hoy en día no se concibe que un cliente viaje sin la sombra de su guía. De hecho, hay clientes que escalan apoyados por tres guías que maniobran en las cuerdas fijas por ellos, les llevan y cambian las botellas de oxígeno y hasta los arrastran ladera abajo cuando alcanzan su techo.

Partes meteorológicos precisos

En 1996, los responsables de Adventure Consultants (Rob Hall) y Mountain Madness (Scott Fischer) pagaron con su vida la toma errónea de decisiones. También dos de sus clientes y el guía Andy Harris, que trabajaba para Hall y no quiso abandonarlo cuando agonizaba. Los sherpas And Dorje, Makalu Gau y Lopsang Jambu estuvieron cerca de la catástrofe mientras arrimaban el hombro. Neal Beidleman, guía de Mountain Madness, también tuvo un comportamiento heroico apañándoselas para descender con cinco clientes hasta las inmediaciones del campo 4, donde acudió al borde del colapso para pedir una ayuda que solo Boukreev pudo brindarle.

En la actualidad, los partes que señalan las ventanas de buen tiempo son tan precisos que toda la estrategia de ascenso se basa en dicha predicción. Para corregir los errores de 1996 no solo están los meteorólogos sino los guías sherpa, encargados de colocar kilómetros de cuerdas fijas, de abastecer los campos de altura con cientos de cilindros de oxígeno. En 1996, tres cuartas partes de los clientes de las dos agencias citadas no tenían experiencia alguna en ochomiles. Hoy se puede decir exactamente lo mismo. La falta de experiencia deriva en una falta de autonomía en las laderas del Everest. Sin una gran fortaleza física o técnica, sin capacidad para prescindir del oxígeno artificial ni margen de maniobra cuando faltan las imprescindibles cuerdas fijas, dichos clientes son carne de cañón. La misma fiebre de cima que se observó en 1996 pudo comprobarse en 2019, con una foto de un atasco monumental donde la espera derivó en agonía y muerte para nueve personas. La comercialización excesiva de ayer es la comercialización desmedida de hoy y es un fenómeno que ni de lejos es exclusivo del Everest. Afecta a todas las montañas con renombre del planeta que presentan dificultades técnicas o derivadas de su altitud.

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