La gran desilusión
Fabulosos protagonistas de la carrera, los ciclistas franceses se quedaron sin premio final
En la estación de Chambéry, donde medio Tour coge el TGV para subir a París desde los Alpes, Jean François Bernard felicita a un periodista colombiano que le promete además que este no será solo el Tour de Egan, sino el primero de los Tours de Egan, y Bernard, uno de los ciclistas franceses que nunca cumplió su destino de ganar un Tour, asiente y concluye: “Eso significa que jamás volveré a ver a un francés ganar el Tour”. El pesimismo de Bernard, aquel gran corredor que se vistió de amarillo un día de 1987 tras ganar la cronoescalada del Mont Ventoux, parece más sólido y más amarrado a la realidad que los espejismos del presidente Macron, quien llamó el viernes a Alaphilippe para decirle que Francia creía en él, y el sábado se hundió.
Una semana antes, cuando en los Pirineos hacía un calor de muerte, brillaba el sol y todo parecía posible, el mismo presidente Macron abrazó a Pinot y a Alaphilippe, la pareja mágica, y les anunció que la maldición francesa (34 años sin ganar, desde Hinault) moriría en París. Los meteorólogos ya anunciaban lo contrario. Después de alcanzar las temperaturas más elevadas de su historia, a la canícula inevitable por el calentamiento global, previeron, le seguirían las más violentas tormentas. La tormenta del Iseran, en la que Alaphilippe le cedió el amarillo a Egan, permitió a los medios locales esmerarse en ejercicios de estío (o rage, o désespoir!, oh, rabia, oh desesperación, y con el verso del Cid de Corneille jugaban con orage, tormenta en francés) para llorar la desilusión.
Alaphilippe y Pinot comparten los mismos principios e intentaron ganar el Tour guiándose por ellos salvajemente, aun a sabiendas de su imposibilidad. Por ellos, pocos están en desacuerdo con la afirmación tan repetida y gastada de que el del 19 fue el mejor Tour que se recuerda en décadas.
Pinot solo entiende el ciclismo al ataque, sin cálculos, y sigue esa vía con cabezonería autodestructiva, hasta llegar siempre al agotamiento en las grandes en las que se ha sumergido. El Giro pasado lo acabó en una ambulancia en el Valle de Aosta con 42 de fiebre; en el Tour que termina, y en el que atacó desde el primer día en el que vio una pendiente elevarse larga, en la Planche des Belles Filles tan lejana, solo llegó íntegro hasta los Pirineos. Los músculos de su muslo no aguantaron la fuerza con la que los movía su corazón a 190.
Alaphilippe nunca en su vida había intentado ganar una grande por etapas. Su temperamento ciclista lo marca su hiperactividad vital: cada esfuerzo requiere una recompensa inmediata. Es un corredor de clásicas puro, es el casi sprinter de San Remo y el casi escalador de Lieja y Flecha. En el Tour cometió el sacrilegio gozoso de querer ser eso todos los días, sin darle al cuerpo tiempo para recuperar, y también gregario generoso llegada la necesidad, y supo hacer de la contrarreloj que ganó en Pau una de sus clásicas y hasta la ascensión del Tourmalet.
Será muy complicado, como anticipa Bernard, que alguno de ellos, o alguno de los franceses, pueda ganar el Tour, pero su locura hará que las victorias de Egan sean más recordadas. Quizás sea esa la gran maldición francesa.
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