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El incierto futuro del equipo ganador del Giro

Landa y Nairo Quintana no seguirán en el Movistar, y Carapaz también acaba contrato

Carlos Arribas
Richard Carapaz, con el trofeo de ganador del Giro.
Richard Carapaz, con el trofeo de ganador del Giro.Javier Lizón (EFE)

Hay reacciones químicas que surgen como de la nada, pero son una bomba, una creación feliz. 25 de mayo. Hotel Il Castello, un hostal de carretera en Aosta. Un aficionado pide a los ocho del Movistar que están allí cenando que le firmen un póster tipo retro de la etapa de Courmayeur. Representa a un ciclista de rosa sobre una bici con manillar rosa que pedalea con el Monte Bianco de fondo. Representa a Richard Carapaz, por supuesto; y también representa a todo el equipo y así lo entienden todos. Firman los ocho el póster al aficionado, que les dice que si quieren también tiene carteles para ellos. Todos reclaman el suyo y todos reclaman a los compañeros que se lo firmen. Todos lo hacen felices. “Todos lo merecemos”, les dice Carapaz a sus compañeros. “Esta maglia rosa la hemos ganado los ocho. Guardaré este cartel siempre porque simboliza un momento único, el del descubrimiento”.

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En ese instante, todos –por orden de aparición en las etapas: Lluís Mas, Jasha Sütterlin, José Joaquín Rojas, Héctor Carretero, Andrey Amador, Antonio Pedrero, Mikel Landa y Richard Carapaz—saben que la maglia rosa seguirá con ellos hasta que el Giro termine, ocho días más tarde, en la Arena de Verona.

En la mesa de al lado sonríen los dos directores del equipo, Txente García Acosta y Max Sciandri. Son una pareja curiosa cuya mezcla provoca su propia reacción química creativa. Txente es hijo deportivo de Echávarri y Unzue, creadores del Reynolds y el Banesto de Perico e Indurain, la escuela de la calma, de la paciencia, del largo plazo. Sciandri, toscano de buena familia que corrió con pasaporte británico, mamó de Giancarlo Ferretti la filosofía de su ciclismo, la cultura del carpe diem, de la búsqueda diaria de la victoria. Juntos han trazado la vía atacante por la que Landa y Carapaz han remontado después de un mal inicio de Giro en las contrarrelojes; juntos quieren seguir marcando el día a día del Giro, que gira al tempo que ellos dictan.

Con ellos crecen espléndidamente corredores que pasaban por tímidos, poseedores de un potencial magnífico pero incapaces hasta entonces de expresarlo en la carretera. Les ayuda la lluvia que empapa el Giro y limpia la atmósfera de pólenes, procesionarias y otros elementos alergénicos. Y ellos se multiplican: el veterano Mas, que llega de equipos en los que nunca vivió el trabajo cotidiano de luchar por una general, y tarda en asimilar las rutinas; el alemán Sütterlin, una fuerza de la naturaleza, un hombre que no sabía que podía trepar y que termina tirando del carro hasta en los primeros puertos camino del Mortirolo terrible; Rojas, que con la veteranía es capaz de dirigir desde dentro los movimientos, intuir las emboscadas, decidir el mejor momento para que Landa ataque camino del Lago Serrù; Carretero, un joven debutante del llano de Albacete, que sube más que nunca camino del Gran Paradiso y se prodiga, y eso que solo tiene graduadas las gafas con la montura más sosa, y a él le gustan las de colores chillones; Amador, que se empeña en meterse todos los días en las fugas para esperar la llegada de sus jefes, que han atacado, y ama poner su pecho a todas las balas que se disparen; Pedrero, “nuestro Mikel Nieve”, como le llama Unzue, que por fin ha roto el cascarón de su timidez y falta de confianza y muestra sus dotes de escalador y compañero de Carapaz, de quien es el gregario más precioso; Landa, que comprende rápidamente que si el Movistar quiere ganar el Giro solo lo puede hacer con Carapaz, y trabaja generoso, y frena y hace que Nibali y Roglic se equivoquen de enemigo; y Carapaz, el líder tranquilo, la calma que se multiplica en la escuela de la tranquilidad del equipo.

Unzue, el jefe de todo, los mira a todos juntos cenar en el último hotel, un albergue de autopista entre Verona y Vicenza, y casi se siente melancólico, consciente, como el poeta con el capullo de las rosas, de que el esplendor que observa es un momento irrepetible.

En el vestíbulo esperan los mánagers, que le recuerdan que todo pasa muy rápido. Todo su equipo, salvo Marc Soler y Carlos Verona, termina contrato en diciembre. Ninguno ha renovado aún. Sus figuras, salvo Valverde, se van. Nairo acabará en el Arkea francés por 2,5 millones de euros más un bonus si gana el Tour; Landa ya le ha dicho que no sigue; con Carapaz se sentará a hablar esta semana. “Queremos que siga con nosotros, claro, pero tiene muchas novias”, dice Unzue, ratificada su técnica de gestión del único equipo español en el WorldTour después del Giro y con el contrato de Enric Mas en el bolsillo, el español del que se espera todo. “De todas formas, nadie es imprescindible. En cinco años, mira cómo ha cambiado el equipo…”

Hace cinco años ganó el Movistar el Giro de Nairo Quintana. Solo Amador ha repetido con Carapaz. El equipo que entonces alcanzó el esplendor fugaz –Igor Antón, Eros Capecchi, Castroviejo, José Herrada, Gorka Izagirre, Ventoso y el accidentado Malori—se dispersó como el polen que tantas alergias despierta.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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