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Monumental River

El equipo ‘millonario’ derrota a su histórico rival en la prórroga y logra su cuarto título continental tras un partido poco sutil, pero muy bravo y muy emotivo. Concordia en las gradas del Santiago Bernabéu

Los jugadores de River, con la Copa Libertadores.Vídeo: Reuters I Video: Reuters
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La final de la Copa Libertadores

El partido de los siglos por los siglos, que casi dura un siglo, coronó de forma monumental a River. Gloria infinita para los millonarios tras una noche apoteósica en Madrid, a 10.000 kilómetros de su hogar. Un desgarro histórico para Boca, para el que tardará en amanecer al menos hasta otra hipotética final de la Copa Libertadores que le cruce con el irreconciliable vecino. Una rivalidad semejante, tan tremendista desde el paleolítico del fútbol, no deja consuelo a la vista, por más que Boca sume seis Libertadores por cuatro de River. Como era de esperar con una trama que comenzó hace casi un mes, la Copa no tuvo destinatario hasta la prórroga. Todo un thriller a lo argentino que, al menos antes y durante el match acabó en concordia. Ojalá quede acuñado el Tratado de Madrid.

Es tal el depósito sentimental de unos y otros, hay tanto en juego en la grada, en los despachos y en las barras que para el césped apenas dejan nada. Sobre el pasto inmaculado de la Monumental Bombonera del Bernabéu, River y Boca se propusieron jugar a no jugar. Mucho pico y pala, los chicos suda que suda como una regadera y un catálogo de cargas, nudos yudocas, cates, atropellos, atascos... Un pique colosal tajantemente prohibido para monaguillos. Y una sufridora: la pelota.

Cualquiera pudo ser expulsado por maltrato, por quebrarle los ligamentos en más de una ocasión. Ante la feroz rapiña del fútbol europeo, que no repara en si son parvularios, hasta los totémicos clubes argentinos tienen que apañarse con reclutar a quienes ya han caducado fuera o a quienes destacan como teloneros en su liga. Eso sí, en Madrid, emotividad no faltó en un pulso bravo y bravo, solo sedado con buenos goles.

Vaya usted a saber si por un miedo paralizante, por pies dislocados o ambas cosas, el caso es que el encuentro comenzó tan bacheado como un paseo lunar. El balón brincaba de la misma manera que si lo hubieran soltado en ese campo astral. Tan silvestre era el choque que captaba la atención de los neutrales (algunos de los 62.282 espectadores) cuando las pifias eran más categóricas aún que ya las de por sí llamativas. Un muestrario de tachas: un despeje de Pínola en dirección torcida casi sorprende a su camarada Armani, meta de River. En la otra orilla, un destrozo de Magallán al cuero derivó en un córner cerrado por los millonarios con un tiro de Fernández a un anfiteatro. Palacios, en la órbita de Europa, intentaba con poco éxito deshacer cada ovillo en el que se metía cualquier rojiblanco. Boca, que no tiene un Palacios, se encomendaba a Pablo Pérez, futbolista con cicuta en los tacos. Más directo Boca, con más carrete River. Imprecisos los dos.

De otro de los innumerables chascos llegó el gol de Boca. El tanto partió de un ataque de River y una cantada del portero xeneize Andrada. El balón salió escupido hacia el uruguayo Nández. Y el charrúa mereció el brindis de los espectadores incoloros que mendigaban una chispita de fútbol. A su asistencia respondió en estampida Benedetto, más ágil que los rígidos centrales de River. A los muchachos del Muñeco Gallardo les tocaba remar como nunca. Los de Barros Schelotto, con confetis por refugiarse en las cuerdas.

La expulsión de Barrios y la pierna de Andrada

No hubo disimulos y cada cual expuso el relato previsto, aunque se rebajaron los borrones y el partido fue un pelo más pinturero. A Boca le costaba un océano hilar una contra. A River le suponía un reto alpino dar con Andrada. A los de Núñez, si acaso con un punto mayor de finura, les faltaba Palacios, extraviado en un encuentro tan selvático. Pero encontró una rendija, se alió con Fernández y Pratto, hasta entonces solo un combatiente con los centrales adversarios, vio la puerta abierta de par en par. Inopinadamente, en un duelo tan legionario, con tantos cocodrilos, los goles llegaron como ahijados de las mejores jugadas de la noche. Abrochado el empate ya no hubo remedio y esta final para la eternidad se eternizó un poco más con una prórroga. Los futbolistas, con el corazón en los huesos y el cuerpo apalizado. Sus militantes, con el alma a dieta y las gargantas cocidas a fuego, en Madrid y en Buenos Aires.

Al primer instante del tiempo extra fue expulsado Barrios, al que ya le colgaba una amarilla, por advertir el árbitro una pisada a Palacios. Todo a favor de River, obligado por la ventaja numérica. Para colmo, Andrada, su guardameta, con una pierna tiesa. Congojas para Boca, para entonces ya gobernado por Gago, que aún tiene algo de poso, por más que le falle la carrocería. A su compás, los penales eran el horizonte de la resistencia xeneize. La geometría de River ya era otra desde que a la hora irrumpió el menudo y habilidoso Quintero. Por fin alguien intrépido.

Afeitado Boca y con el colombiano como agitador, el éxtasis millonario llegó a los cuatro minutos del segundo tiempo añadido. Cuando cabía concebir un empate a perpetuidad, Quintero reventó la portería del cojo Andrada con un zurdazo explosivo, otro gran gol. Los de la Bombonera se engancharon a Tévez, pretoriano de Boca a punto de marchitar. Ya no hubo remedio, pese a un remate al poste del xeneize Jara a un parpadeo del cierre. Precedente del 3-1 de Pity Martínez. River se llevó la gloria monumental de una final que nunca pareció tener final. Y dejará cháchara, chanzas y jodas de generación en generación.

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Sobre la firma

José Sámano
Licenciado en Periodismo, se incorporó a EL PAÍS en 1990, diario en el que ha trabajado durante 25 años en la sección de Deportes, de la que fue Redactor Jefe entre 2006-2014 y 2018-2022. Ha cubierto seis Eurocopas, cuatro Mundiales y dos Juegos Olímpicos.

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