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Iniesta: “Cuando pienso en 2008, pienso en el punto de partida”

Este viernes se cumplen 10 años del triunfo de España en la Eurocopa de Austria y Suiza con gol de Torres en la final ante Alemania

Diego Torres
El gol de Torres que dio la victoria a España en la final de la Euro 2008.
El gol de Torres que dio la victoria a España en la final de la Euro 2008.Getty

Fernando Torres está golpeado, exhausto, sentado junto a su taquilla, doblado hacia adelante con el rostro tapado por la melena. “¡Fernando! ¡Puede más! ¡Puede más! ¡Está bien, pero puede más!”. La voz pectoral de Luis Aragonés resuena en la sala mal iluminada con luz fluorescente. Se escuchan las pisadas, los tacos contra el suelo, y la respiración de 30 hombres agitados añade un rumor orgánico al movimiento. Se ven fisioterapeutas ocupados en llevar vendas, tráfico de utileros, y suplentes caminando nerviosos, especialmente Andrés Palop, el tercer portero, que va de un extremo a otro de la sala tocando a sus compañeros sudorosos y vociferando una fórmula mágica: “¡Vamoschico, vamoschico, vamoschico…!”. Hay una mesa con un balón encima. Carles Puyol pasa como una sombra, coge el balón con una mano y con la otra le da un puñetazo y lo deja en el sitio. Xavi viene detrás, coge el mismo balón y lo hace girar entre sus dedos. “¡Venga, chavales!”, grita, “¡Vamos, chavales! ¡Lo tenemos ahí, tíos!”. Xavi Hernández es el ideólogo. El que siempre estuvo convencido. Seguro de que ocurriría lo que está ocurriendo esa noche en el Prater de Viena.

Es el descanso de los cuartos de final de la Eurocopa. Es el 22 de junio de 2008. Es una noche de bochorno y el aliento del Danubio impregna el aire de un aroma telúrico. España empata 0-0 con Italia en los cuartos de final y el vestuario local es una cámara cargada de vapor y de tensión. Hace 44 años que la selección no gana ningún título importante y en el terreno de juego espera el vigente campeón mundial como una amenaza de fracaso y repulsa social.

Luis Aragonés lleva un año soportando críticas. Se siente marginado y no le faltan argumentos. El bombardeo arrecia desde algunos de los sectores mediáticos más poderosos del país. La ausencia de Raúl González es percibida como una afrenta hacia un símbolo del madridismo y una traición a un futbolista al que muchos hinchas consideran el mejor jugador español de su época. Esto no es lo que piensa Luis, y mucho menos lo que piensa la mayoría de la plantilla encerrada bajo las tribunas. La nueva generación no ve el momento de volver a saltar a la cancha para demostrar que la mayoría se equivoca.

“¡Iniesta y Silva, cambiamos de banda cada 15 minutos!”, ordena el técnico. “¡Iniesta!, ¿entendido? ¡Y los dos en muchas ocasiones se pueden meter entre líneas! ¡Busquen a De Rossi! ¡Con De Rossi los dos! ¡Y los laterales a la altura del balón!”.

“¡Seguimos, seguimos tocando!”, grita cruzándose con Xavi. “¡Y arriesgamos un poquito! ¡Tocamos! ¡Tocamos! ¡Con gran velocidad! ¡Xavi y Senna! ¡Arriesgamos un poquito más, arriesgamos un poquito más...!”.

La cámara de vídeo de uno de los empleados de la federación registra la escena desde un rincón. Ya no queda mucho que decir, pero después de tantos meses de discusiones, después de tantas charlas contrastadas con hechos en la competición, la complicidad entre Luis y Xavi es manifiesta. Los dos se mueven en círculos, describiendo una coreografía de la tensión.

El entrenador que asumió el cargo en 2004 con la misión de devolver al equipo la identidad perdida, ha tenido muchas dudas. Ha buscado hombres fuertes. Primero, veteranos arraigados en el poder fáctico de los clubes y la federación. Después, algún centrocampista especializado en defender, alguien imponente que compense lo que él considera como una debilidad física congénita de la raza ibérica frente a los nórdicos. Eso que el seleccionador denomina “la condición física de base”.

Alguna vez pensó incluso en protegerse atrás y jugar al contragolpe, pero cada vez que lo hizo se encontró con la sugerencias, los argumentos, o las protestas de Xavi. El mediocampista del Barça se pasó más de un año insistiéndole: “¡Míster, nosotros no podemos jugar así…! ¡Míster! ¿Por qué no probamos a tener el balón aquí…? ¡Míster, con Iniesta no nos la quita nadie…!”. Las discusiones fueron permanentes. Muy pocos técnicos habrían arriesgado su crédito escuchando a un chaval de 26 años teorizar sobre la estrategia más conveniente. Pero Luis fue distinto. Sumaba cuatro décadas en los banquillos, estaba a punto de cumplir 70, llevaba media vida imponiendo un estilo de juego y un liderazgo, y, sin embargo, estaba listo para cambiar. Nada menos que hacer lo que tan pocos consiguen en la cofradía de los entrenadores: escuchar a los jugadores y crear algo nuevo.

Luis escuchó a Xavi y reconoció en su interlocutor a uno de su propia raza. Él también había sido un centrocampista de época, un hombre de carácter, un tipo inflamado por certezas. Una especie de chamán, al fin y al cabo. Antes de que el equipo saliera al campo a jugar la segunda mitad, el seleccionador empoderó a su contraparte con voces que le llegaron al alma: “¡Xavi! ¡Usted y diez japoneses! ¿Me oye? ¡Usted y diez japoneses!”.

España derrotó a Italia en los penaltis. Superar al campeón del mundo fue una liberación. Los altavoces del autobús que llevó al equipo de regreso al hotel de Stubaital atronaban el himno oficioso del equipo. Un tema de Jambao, elección de Sergio Ramos que todos cantaron a pleno pulmón: “Hoy te veo arreglada / Porque ya no queda nada / Mi nuevo amor cada día / Se parece más a ti / Se parece más a ti / Se parece más a ti…”.

Iniesta recuerda y sonríe: “Cuando pienso en 2008, pienso en el punto de partida”, dice. “Fue cuando conseguimos hacer el bloque que luego se mantuvo. Quieras o no, los triunfos te dan la seguridad de que esa manera de hacer las cosas tiene sentido. Encima se refrendó con algo muy importante como la Eurocopa, que no se ganaba desde 1964. Pasar la barrera de cuartos con Italia nos convenció de que podíamos ganarle a cualquiera”.

Armando Ufarte fue uno de los técnicos de la federación que en 1999 impulsó la selección de Iniesta para las categorías inferiores. “La clave fue la reforma del equipo con jugadores que venían muy fuertes de abajo”, dice. “Yo llevé a las selecciones inferiores a Iniesta, Silva, Cesc y Sergio Ramos cuando tenían 15 años. ¡Fue un acierto total! Los vi jugar y no tuve ninguna duda. Cuando los futbolistas son grandes, grandes, se les ve venir de pequeñitos. ¿Por qué? ¡Porque entendían el juego! Físicamente eran poca cosa. Iniesta debutó con España Sub-16 conmigo en Extremadura. Al terminar el partido le dije: ‘Si eres capaz de ponerte físicamente bien, serás un gran jugador porque ya sabes mucho más que muchos jugadores de Primera División”.

“Estos niños”, recuerda Ufarte, “fueron campeones de Europa conmigo con la Sub-19 en 2004 y 2006. Otros habían sido subcampeones del Mundo en 2003 con la Sub-20. Le dieron a la selección una manera de jugar muy práctica que nos ha ido muy bien. Cuando ellos mismos se dieron cuenta de la clase que tenían y de lo que podían hacer fueron campeones”.

Hijo de emigrantes gallegos, Ufarte se había criado como futbolista en el Flamengo. “Yo venían de Brasil”, prosigue el viejo entrenador, “allí había jugado con los mejores de la historia, con Gerson, Garrincha, Carlos Alberto y Pelé. Mi idea del fútbol era muy de Brasil y Luis era muy amigo mío y confiaba mucho en mí”.

Camino de la Eurocopa se produjo un accidente de efectos elevadores. Albelda, el mediocentro titular, se lesionó. Ante la emergencia, Ufarte recomendó a un paisano con doble nacionalidad. Se trataba de Marcos Senna, el magnífico centrocampista del Villarreal. Con Senna, la selección añadió el eslabón que faltaba: una pasador de gran sentido organizativo para conectar a los centrales con Xavi. El cómplice que permitió al volante del Barcelona aproximar su juego a la mediapunta, donde podría activar con continuidad a Villa, Silva, Iniesta y Cesc.

“Luis”, recuerda Senna, “estaba convencido de que yo como pivote podría hacer el juego sucio y sacar bien el balón. En ese puesto estábamos Xabi Alonso y De la Red, pero él confió ciegamente en mí y yo quise retribuir esa confianza”.

Luis y Ufarte desconfiaban de la querencia de Alonso hacia los desplazamientos largos. Alonso jugaba en el Liverpool, en un ámbito en el que los cambios de orientación y los pases de 40 metros a los extremos y al punta desempeñaban un papel esencial. Pero en España, ni Villa, ni Iniesta ni Silva se sentían cómodos recibiendo esas entregas, y, por más precisas que fuesen, con frecuencia acababan dividiendo el balón en favor de defensas más atléticos. Luis observó que Senna prefería jugar en corto. El seleccionador contempló que era en la cadencia de pases cortos y rápidos entre Senna y Xavi donde se gestarían las largas posesiones, base del sentido defensivo y ofensivo del nuevo modelo.

“Sorprendimos a todo el mundo por nuestra manera de controlar el balón”, dice Senna. “Ahí se comprobó una vez más que en el fútbol no prevalece la fuerza sino la velocidad para pensar y hacer la jugada. Iniesta, Silva y Xavi tenían una velocidad tremenda para saber cuándo venían los grandotes sin que llegaran nunca. Destrozamos a los rivales. Fue una revolución. ¡Jugar con estos tres por delante era una gozada! Cada balón que iba volvía más dulce. Y por delante y por detrás teníamos dos líneas en su apogeo. Desde el portero hasta Torres. Fue brillante”.

La aventura de 2008 alumbró un nuevo modo de jugar y de convivir. Hasta entonces, en las expediciones de España prevaleció un régimen cuartelario. Mandaban los veteranos, representados por un círculo más o menos impermeable que promulgaba las directrices en compañía del seleccionador de turno. Raúl fue el último referente de esa escuela. Desconvocado Raúl, la capitanía pasó a Iker Casillas, un tipo tranquilo que prefería las asambleas a los cónclaves. Inmediatamente le secundaron Xavi, Puyol, Torres, Ramos y Marchena.

“Desde el principio de la concentración se veía más unidad”, dice Félix Martín, responsable de las equipaciones del equipo. “Eso fue en aumento. Había algo especial, algo en el ambiente que era diferente en el día a día. En las tertulias de por la noche. Yo solía darme una vuelta por todas las habitaciones y veía grupos muy grandes de jugadores, cosa que en otras concentraciones no había visto. Se lo dije a ellos: a Iker, a Sergio, a Juanito. Se lo comenté jugando una partida de cartas: ‘Aquí en esta habitación hay más de nueve jugadores, esto es una cosa muy rara’. En otros torneos no había sido así”.

Félix lo contempló con la perspectiva de siete Mundiales malogrados desde 1982 y otras muchas Eurocopas frustrantes. “Ahí no había un grupo de veteranos y otro de novatos”, dice. “Tenían todos una edad parecida. Habían estado juntos en categorías inferiores, habían ganado títulos y esa compenetración se notaba. Tenían una amistad”.

Antes de pasar por el aro de fuego de la final, el seleccionador descomprimió a los jugadores con una de sus intervenciones desconcertantes. La charla táctica pasó a los anales. “Aparte de ser un gran entrenador Luis tenía el don de la gracia”, recuerda Senna. “Antes de la final contra Alemania estábamos muy ansiosos. Pensábamos: ‘¡Llevamos cuarenta años sin ganar nada!’. Cargábamos una mochila y cuando nos dio la charla, él empezó a hablar tranquilamente y falló en los nombres de todos los alemanes. No sé si lo hizo adrede, pero si fue así lo hizo perfecto. Le llamó Wallace a Ballack, Basistaiger a Schweinsteiger… Nos mirábamos unos a otros y no entendíamos nada. Echamos unas risas y sin darnos cuenta nos relajamos. Luis sabía que si entrábamos con esa tensión que traíamos nos podía perjudicar. Así trasladamos al campo nuestro fútbol y ganamos”.

Así, hace una década, empezó la saga más gloriosa de la historia del fútbol español. El mismo espíritu acompaña a la selección que disputa el Mundial en Rusia.

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Sobre la firma

Diego Torres
Es licenciado en Derecho, máster en Periodismo por la UAM, especializado en información de Deportes desde que comenzó a trabajar para El País en el verano de 1997. Ha cubierto cinco Juegos Olímpicos, cinco Mundiales de Fútbol y seis Eurocopas.

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