Eterno Johan Cruyff
Jamás, cuando vea un Mundial, dejaré de tributarle íntimamente un homenaje al futbolista habilidoso y perspicaz, al entrenador con más personalidad y al personaje entrañable que fue mi admirado Johan
Mi primer recuerdo de un Mundial de fútbol es el de Alemania de 1974. Yo tenía 14 años y, como era natural en esa época, el acceso que teníamos mis amigos y yo a cualquier tipo de información futbolística era muy limitado. Durante todo el año veíamos el partido que daban por la tele el domingo y leíamos lo que escasamente podíamos del periódico que compraban nuestros padres. Con esto, con buena memoria visual y supongo que bastante imaginación, teníamos debate de fútbol para toda la semana.
En aquel Mundial, la gran favorita, al menos en nuestra pandilla, era la selección holandesa de Johan Cruyff, la apodada Naranja Mecánica, que perdió en la final del campeonato contra el equipo anfitrión.
Pese a nuestra juventud de aquellos días, o debido a ella precisamente, admirábamos el fútbol total desarrollado por Rinus Michels en el Ajax y llevado a su apogeo por Johan Cruyff en el FC Barcelona, equipo por el que el neerlandés había firmado el año anterior, en el que fue el fichaje más caro de la historia hasta ese momento.
Mis amigos y yo estábamos fascinados con la osadía del cambio revolucionario que supuso este nuevo concepto, según el cual los jugadores podían moverse de su posición. En este fluido sistema, por primera vez cualquier miembro del equipo podía ser delantero, defensa o centrocampista. La posición que abandonaba un jugador era sustituida por otro y así no se comprometía la estructura táctica del equipo. Con la perspectiva del tiempo, y con el debido respeto de inexperto, pienso que éste fue uno de los cambios tácticos más importantes de la historia del fútbol.
Han pasado muchos años de ese primer Mundial de mis recuerdos, pero jamás dejé de admirar a Johan Cruyff. Cuando falleció hace dos años, rememoré, como tantos otros admiradores, la cantidad de ocurrencias brillantes y novedosas con las que nos maravilló como jugador, entrenador y como el personaje atípico que fue.
Como futbolista engañaba a sus marcadores como nadie. Era veloz y tenía una técnica y una aceleración impresionantes. Lo que más me deslumbraba, sin embargo, era su visión de juego. Era un auténtico lince. Como entrenador siguió innovando y asombrando al mundo. Tenía una lucidez y una clarividencia revolucionarias. Y, sobre todo, era dueño de conceptos simples y categóricos. Él no se andaba por las ramas porque no tenía ninguna necesidad. Su brillantez no necesitaba tantos abalorios como vemos hoy en día en el mundo del deporte y en tantos otros campos.
Un día que jugué al golf con él, hace unos años, le pregunté cuál era, según él, el mejor futbolista de la historia. Me contestó que, como a él le gustaba ver un juego inteligente, el que le merecía mejor consideración era Alfredo di Stéfano. El argentino era capaz de interpretar el juego y ponerse en cualquier posición, según el desarrollo del partido.
Como el holandés, a pesar de que como entrenador esté a años luz de él, soy un defensor de la simplicidad, la flexibilidad y el uso del ingenio. El deporte irreflexivo tiene poca gracia, a mi modo de entender. A mí me gusta lograr que la inteligencia táctica pueda hacer frente a las habilidades físicas e, incluso, técnicas.
Jamás, cuando vea un Mundial de fútbol, el de este año incluido, dejaré de tributarle íntimamente un homenaje al futbolista habilidoso y perspicaz, al entrenador con más personalidad y clarividencia y al personaje controvertido, avispado y entrañable que fue mi muy admirado Johan Cruyff.
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