Germán Madrazo, el esquiador sin nieve que enamoró al mundo
El mexicano que quedó último en su prueba en PyeongChang detalla su travesía en la que tuvo que vender sus bicicletas, endeudarse con 15.000 dólares y aprender a esquiar en los descansos de su entrenador
Germán Madrazo (Querétaro, 1974) tiene resfriado. Su cuerpo le ha cobrado el aprender a esquiar desde enero del año pasado. Su nariz está enrojecida. Se toma un minuto para tomar un pañuelo y sonarse. Nunca en su vida había estado tanto tiempo en la nieve, tampoco había practicado deporte en medio de un clima gélido. En los Juegos Olímpicos de Invierno su nombre dejó una muesca indeleble: celebró su último lugar en la competencia de esquí de fondo. Su relato se puede contar como la gloria de una derrota.
“La primera sensación de ponerme los esquíes fue que estaban poseídos porque no había forma de hacerlos ir hacia la dirección que yo quería”, menciona Madrazo en entrevista con EL PAÍS. El atleta de 43 años es un adicto al deporte. De pequeño, su madre le inscribió a clases de natación. Su rutina empezaba a las cinco de la mañana en la alberca. De ahí empezó a trotar, a practicar tenis, a subirse en la bicicleta y luego incursionó en triatlón. “Si tú me pidieras que describiera quién es Germán Madrazo y no me permitieras utilizar la palabra nadar, correr o andar en bici no creo que pudiera describirte quién soy. No podría”, reflexiona.
Madrazo se empezó a poner barreras. Primero en la natación, luego al salir a correr y después en bicicleta. Se empezó a hacer conocido en el círculo de atletas que probaban sus capacidades en el triatlón. Era un afecto a las pruebas llamadas ironman, las más exigentes para los atletas.
Alfredo Gorráez, uno de sus entrañables amigos, le lanzó un reto en 2014: “Hay un deporte más duro que el ironman”. Germán se resistía a creer en ello y le citaba la eterna discusión para definir a la prueba más difícil para el ser humano. Gorráez le compartió un texto en el que detallaba los obstáculos. “En el artículo hablaba de que el esquí de fondo es el deporte más agotador, habla de cómo terminan los participantes: tirados sin poderse mover en la nieve. Cuando leí ese artículo dije ‘uy, esto se me antoja’”, platica.
De este texto le pareció inspirador el caso de Philip Boit, un keniano que terminó en el último puesto en 1998. En 2014 la historia fue similar con el peruano Roberto Carcelén, quien llegó al final en la prueba y fue felicitado por el ganador Darío Cologna. “¿Y dónde está el mexicano?”, se preguntó. Quería empezar a prepararse, pero el nacimiento de sus trillizos le detuvo. “Sin niños hubiera empezado a entrenar ese mismo día”, cuenta.
El mexicano buscó por Facebook a Carcelén para que le recomendara a su entrenador Andy Liebner. “Cuando le hablo al entrenador y le pido que me entrene me dice ‘no puedo, no tengo tiempo ahorita’. Me quedé decepcionado”, explica. Una semana después Liebner le habló. “Lo estuve pensando. Si me acompañas a Utah a llevar mis bastones a una expo en el camino te voy enseñando”, le propuso. Germán Madrazo aceptó sin saber que él vivía en Michigan, a 26 horas de distancia en auto. Para aprender a esquiar tuvo que recorrer hasta 6.000 kilómetros en los que, cada vez que paraban el auto, entrenaba. En México no podía entrenar porque no había nieve para practicar.
Madrazo no tenía dinero suficiente. Lo primero que hizo fue vender sus dos bicicletas de triatlón. También vendió una de ruta. Eso le valió para irse de viaje a Armenia e Islandia. “Empecé a pedir a amigos, a familia para que me echaran la mano. De repente alguien me daba 100 dólares. Tuve un ángel de la guarda, un amigo tamaulipeco que de verdad es un apasionado por la vida, Eduardo Cárdenas”, dice.
Cárdenas le depositaba dinero a Germán cada vez que lo necesitaba. Cuando se le agotaba el dinero, Madrazo pasaba su tarjeta de crédito hasta juntar una gran deuda. Aún debe unos 15.000 dólares. En enero de 2018 consiguió su boleto a los Juegos Olímpicos en Isafjourdur (Islandia). Durante su preparación se entrenó con el chileno Yonathan Fernández y otro exiliado de la nieve, Pita Taufatufoa, representante de Tonga, el mismo que desfiló con el torso desnudo por los Juegos de Río y en PyeongChang.
Madrazo y Taufatufoa se hicieron confidentes. Los dos quedaban en los últimos lugares y afrontaron el hambre. Aprovechaban los hoteles que ofrecían desayuno gratis a los huéspedes para prepararse emparedados y comerlos en la tarde.
El día de la carrera, el esquiador empezaba a resentir el resfriado que rondaba por la Villa Olímpica. En las últimas vueltas, a Madrazo le martilleaba un pensamiento: tomar la bandera de México y cruzar la meta con ella. “¿Cuánto me voy a tomar en agarrarla? A lo mejor voy a perder un minuto de tiempo, ¿qué diferencia va a hacer eso?”, se preguntaba. Ese tiempo perdido fue lo que le valió para pasar del penúltimo al último puesto. Él solo esperaba ver a su fiel amigo Alfredo Gorráez con la bandera. “Lo que fue una bendición es que se le ocurrió ponerlo en un bastón de esquí porque así fue muy fácil tomarla”, relata, “¡casi me caigo porque nunca había esquiado con una bandera y un bastón”.
En cuanto cruzó, fue vitoreado por los representantes de Tonga, Marruecos, Colombia y por el campeón olímpico, el suizo Darío Cologna. Madrazo no podía ver bien quién se le acercaba porque sus lágrimas le habían empeñado las gafas. “¡Gracias a Dios por las fotografías! Cuando estoy con las dos manos en la bandera, ni siquiera la veo”, recuerda.
Madrazo desafía al tiempo. Con 43 años ha sido un estímulo para su país. Uno de sus ejemplos a seguir es un amigo Ramón, un hombre que a los 50 años aprendió a nadar. “No hay límites. Cuando quieres hacer algo, lo puedes hacer. Yo pensé ‘¿qué no podré empezar yo ahorita a hacer algo relevante? Y de repente me cayó lo del esquí de fondo”, finaliza.
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