Marcianos madridistas
El Madrid, cuya mejor etapa moderna empezó con un centro, se está enterrando con ellos
En el trabajo sobre los intentos humanos de contactar con vida inteligente fuera del planeta, sin mermar recursos para seguir buscándola dentro, que ha publicado el suplemento Ideas de EL PAÍS, se cuenta que en 1990 Voyager 1, la sonda que más lejos ha viajado en el espacio, hizo una foto a la Tierra desde 6.000 millones de kilómetros de distancia. Nuestro planeta era una imagen diminuta, casi imperceptible: un puntito de luz que ocupaba menos de un píxel y en el que se podía distinguir, de forma milagrosa, un centro de Marcelo. Algo inaudito ya no porque Marcelo tuviese entonces dos años, sino porque en ese punto insignificante, prácticamente invisible, “una mota de polvo suspendida en un rayo de sol” según Carl Sagan, podía verse con toda claridad que no había nadie para el remate.
Esto quiere decir que cualquier civilización que se encuentre a una distancia de 6.000 millones de kilómetros ve la Tierra como una manchita diminuta cuya principal característica, como el anillo de Saturno, es un balón bombeado al área; un planeta al que ir no para conquistarlo y robarle sus recursos, sino para rematar de una vez por todas.
El Madrid, cuya mejor etapa moderna empezó con un centro, se está enterrando con ellos. No como producto de la estrategia sino de la desazón: centros en su mayoría hechos con la misión de acercar el balón al área por no poder hacerlo de otra forma. Se han hecho toda clase de diagnósticos para saber qué pasa, un error de principiante madridista: estamos ante un equipo indiagnosticable que alterna las peores crisis de la institución en febrero y el mejor momento de la historia en mayo, como ocurrió en 2016. El Madrid no se analiza, se contempla. Todo es excesivo, desproporcionado, monstruoso. Lo llenamos de adjetivos porque a esa cosita fría y rápida que hace habitualmente, que es ganar en punto muerto, hay que ponerla presentable. Por eso también se demandan cadáveres y estatuas el mismo año, y si nadie pone solución es porque ha sido la manera histórica de ganar, sin saber cómo ni preocuparse de saberlo. Por eso como aquí nadie se pregunta nunca nada en la victoria, ni se estudia ni se profundiza en ello, de repente ver a todo el mundo intentar hacerlo en la derrota es casi antinatural. De ahí el desconcierto general que se está produciendo esta temporada. No porque el Madrid no gane, que eso pasa en las mejores familias, sino porque merezca hacerlo y no lo haga. El mismo club que se ha hecho acreedor de odios porque vencía hasta cuando jugaba tan mal que había que apartar la vista, ahora le pone voluntad, una virtud modesta, y tampoco le gana a nadie. Que no se gane jugando bien es raro, pero que tampoco se haga jugando mal es el colmo.
La hoguera purificadora de cada empate exige, según las tablas de la ley, la cabeza del entrenador antes de segar unas cuantas. Esto provoca un debate interesante, trillado pero interesante: cuánto dura la confianza que tiene en ti la afición y el club en términos sentimentales, qué margen se le concede a alguien que ha ganado lo que ha ganado Zidane viniendo de dónde venía Zidane y a lo que venía, como parche insólito. La plantilla no ha dimitido, el entrenador ha dicho que no quiere fichajes porque confía en ella, y salvo dos suplentes lujosos que el tiempo ha demostrado esenciales, James y Morata, los jugadores son los mismos. Hay algo más, trillado también pero interesante: si mañana Modric saca el córner de Lisboa en el minuto 93, Ramos cabecea al palo. Eso no se controla: está ahí o se supone que lo está, como los alienígenas. Pero si hay algo morboso en esta brillante crisis madridista es que renegar de Zidane, que ha ganado dos Champions en una temporada y media, es la mejor manera de reconocer lo que busca realmente el madridismo más histérico: un entrenador que le gane dos en una.
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