Gloria a la NBA
Es la única de las grandes ligas americanas que se siente como propia en el resto del planeta
Cuando éramos pequeños, recuerdo, nos pasábamos las tardes jugando a la NBA en el taller de costura de la madre de Miguel Cid. La canasta, apenas un tablero artesanal con un aro naranja, la había colocado su hermano en una de las paredes del taller, a una altura apropiada para que pudiésemos machacar y sentirnos Dominique Wilkins mientras la buena de Gloria, imagen de la paciencia personificada, subía bastas de pantalones tejanos y zurcía monos azules de trabajo por cuatro duros mal pagados. Sobre la misma pared, con rotulador, apuntábamos los resultados de los partidos, las estadísticas, e incluso los premios que nos otorgábamos al final de cada temporada ficticia, desde el honroso MVP hasta el de Mejor Sexto Hombre, un laurel bastante humillante teniendo en cuenta que solo éramos cuatro. De ahí nació una pasión que ya nunca abandonaríamos: la de sentarnos frente al televisor para ver a los mejores jugadores del planeta riéndose de las leyes más elementales de la física, elásticos aeroplanos con pantalones demasiado cortos y zapatillas de caña alta a los que acompañaba una música de organillo al grito de “¡Defensa, defensa!”.
Esta semana comenzó una nueva temporada de la mejor competición deportiva del mundo, la única de las grandes ligas americanas que se siente como propia en el resto del planeta. No existe deporte más global que el baloncesto, si acaso el atletismo, por más que tan a menudo nos encerremos en la burbuja del fútbol y proclamemos como reina a una disciplina que los americanos entienden como un simple juego de niños. No es que su opinión me importe demasiado pero el estadounidense supone casi la mitad del mercado total al que aspira el gran negocio de los deportes y por ahí, al menos de momento, el fútbol palidece frente al empuje arrollador de la NBA, tanto que ni siquiera su nombre de pila es respetado.
Las primeras grandes noticias de la temporada, quizás para dejar constancia de la gravedad del invento, tienen que ver con huesos rotos. A Gordon Hayward, reluciente fichaje de los Boston Celtics en busca del aura perdida, se le quebró la tibia a los cinco minutos del partido inaugural mientras que a Nicola Mirotic, el ÑBA de Podgorica, le partieron varios huesos de la cara los puñetazos de un compañero. También se entiende que los favoritos vuelven a ser los mismos y que la realeza no descansa desde que se levanta hasta que se acuesta: Cleveland Cavaliers y Golden State Warriors, comandados los unos por Lebron James, esa especie de modernísimo replicante, y por Kevin Durant y Stephen Curry los otros, firmes defensores de que el cruyffismo no es solo una filosofía futbolística. La final parece servida nada más comenzar y esa es otra de las bondades principales de la NBA: que nos ofrece certezas.
El otro día, por cierto, me encontré a mi viejo amigo y me contó que estaba esperando su primer hijo. También que para preparar la habitación del pequeño había reformado el viejo taller de costura de su madre, en el que todavía se conservaba la canasta y nuestras hazañas tintadas en las paredes con letra de parvulito. Le pregunté por el nombre de la criatura y me contestó que estaba dudando entre Jordan o Magic, como si aquella duda razonable que nos inspiró durante media vida mereciese perpetuarse en las carnes de su primogénito. “Y si es niña, Gloria: gloria a la NBA”.
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