Farsa versus Barça
El fútbol resuelve la necesidad humana de despreciar, temer u odiar al vecino de la manera más sana, o menos arriesgada, que se ha inventado hasta la fecha
“Cuando digo ‘nacionalismo’ me refiero antes que nada al hábito de pensar que los seres humanos pueden clasificarse como si fueran insectos y que masas enteras integradas por millones o decenas de millones de personas pueden confiadamente etiquetarse como ‘buenas’ o ‘malas”.
George Orwell.
Tras escuchar al exdirector del servicio nacional de inteligencia de Estados Unidos en la CNN sobre los peligros del mundo de hoy y, momentos después, oír a José Mourinho en otro canal sobre los peligros que corría su equipo en el partido de este fin de semana, reflexioné por enésima vez: qué suerte tener el fútbol como contrapeso a la imbecilidad generalizada de la especie.
El estadounidense, James Clapper, hablaba de un conflicto en el que las amenazas y la agresividad retórica estaban resultando absurdamente contraproducentes. Solo servían, según Clapper, para reforzar al enemigo. No, no. No se refería al lío catalán, a Mariano Rajoy y a Carles Puigdemont. Hablaba del presidente Donald Trump y cómo sus misiles verbales estaban ayudando al hombre Dios norcoreano Kim Jong-un a consolidar el poder dentro de su país.
Hay más futboleros que negros o blancos, españoles o iraquíes, catalanes o kurdos, comunistas o fascistas, musulmanes o católicos.
Cambié de CNN a Sky y, como un soplo de sensatez, vi a Mourinho hablando del inminente conflicto campal entre su superpotencia de equipo, el Manchester United, y el chiquito pero peleón Crystal Palace. Mourinho había elegido adoptar su pose fúnebre. No había muerto nadie, no anunciaba el comienzo de una guerra nuclear. Se estaba lamentando de una terrible injusticia: el calendario era tal que sus jugadores se verían obligados a jugar un partido de la Premier League solo tres días después de haber disputado un encuentro de Champions en Rusia. Sus jóvenes atletas iban a tener que demostrar una “mentalidad perfecta” para poder superar un desafío de tan colosal envergadura.
Esto no es reírse de Mourinho. Al contrario. Dentro de la lógica del mundo del fútbol profesional verse obligado a jugar un partido importante tan poco tiempo de después de haber volado cuatro horas desde Moscú es algo grave. Todo es relativo. Una de las bondades del deporte que calienta los corazones y ocupa la mayor parte del espacio mental de medio mundo es que se llora mucho pero se sufre poco.
El concepto básico organizador de la humanidad desde nuestros comienzos ha sido la tribu. Quién pertenece a cuál se ha determinado a lo largo de los siglos según factores raciales, geográficos, ideológicos o religiosos. La versión menos maligna de este fenómeno es el fútbol. Afortunadamente es también la más extendida. Hay más futboleros que negros o blancos, españoles o iraquíes, catalanes o kurdos, comunistas o fascistas, musulmanes o católicos. El fútbol resuelve la necesidad humana de despreciar, temer u odiar al vecino de la manera más sana, o menos arriesgada, que se ha inventado hasta la fecha. Hay consignas, hay gritos, hay insultos y hay banderas, pero no hay víctimas. Un partido termina y lo peor que ocurre es que algunos se sienten heridos en su amor propio. Nadie es más pobre o más rico. El mundo sigue igual.
Con lo cual el fútbol ofrece hoy, como desde que nació hace 150 años, un oasis de cordura en un mundo loco. El caso más memorable fue el partido que disputaron los soldados británicos y alemanes el día de Navidad de 1914 en plena Primera Guerra Mundial. Los partidos que jugarán este domingo el Barcelona y el Real Madrid ofrecerán también una tregua de 90 minutos cada uno en medio de la crisis política más seria que ha vivido España en 36 años. No para todos, por supuesto, pero sí para un alto porcentaje de aquellos que consideran de enorme importancia la cuestión de si en Catalunya debe seguir ondeando —o no— la bandera española.
Pena que no se puede resolver con un partido de fútbol. Ante la ausencia de alternativas, que se decidiese la identidad soberana catalana según el resultado de un juego entre el Barcelona y el Real Madrid representaría al menos una idea para salir del impasse. Habría algo absurdo, claro, en que el destino de millones de españoles o catalanes se determinara según la puntería de un portugués o un argentino. Aunque más absurdo que el lío tan infantil e innecesario en el que uno de los países más prósperos y con mejor calidad de vida del mundo se ha metido en este histórico y fársico uno de octubre, difícil.
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