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La belleza de ser Roger Federer

Ver al suizo es como ver a un león en su ambiente natural. Despedaza tenistas, no gacelas, pero lo hace con la misma infinita naturalidad. Todo tiene que pasar y pasa

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federerEL PAÍS

Hay muchas maneras de descubrir la soledad, pero solo en dos está estipulado que se haga en compañía de otra persona y encerrado en unos pocos metros cuadrados: el matrimonio y el tenis. Ambas gozan con justicia de una vasta platea de apasionados. Puesto que esto no es un artículo sobre el matrimonio, con el fin de escribirlo me trasladé hace unos días a la zona sudoeste de Londres, donde, desde hace 140 años, se celebra el torneo de tenis más famoso del mundo: Wimbledon. Dondequiera que un chaval golpee una pelota contra una pared; allá donde haya mamás que gimen desde el fondo del campo y prejubilados que intentan liquidar a sus semejantes atrayéndolos a la red con dejadas de inusitada perfidia; en cualquier lugar del mundo en el que alguien esté dando toques a una pelota con una raqueta en la mano; Wimbledon es donde sus fatigas adquieren sentido, sus errores hallan redención, y sus miserias palidecen en la gloria. No estoy exagerando. Las cosas son así. Juro que si Dios jugase, sería socio del club, y ni siquiera le darían la mejor taquilla.

Naturalmente, no es un sitio que esté a la vuelta de la esquina y por el que uno pueda pasarse como si tal cosa, improvisando. Ir a Wimbledon es una peregrinación. Por eso siempre lo he aplazado. No me llevo bien con las peregrinaciones. Sin embargo, allí estaba yo el lunes pasado, y si lo estaba era porque, entretanto, con el devenir de los acontecimientos, había madurado la penosa pero incurable convicción de que, habiendo dedicado buena parte de mi vida a estudiar el misterio de la belleza, era imperdonable que todavía no hubiese visto jugar a Roger Federer. En persona, quiero decir. Lo que se dice verlo, en carne y hueso. No tenía sentido.

Roger Federer ‒lo digo para aquellos que tal vez estén informados solo de pasada‒ es el jugador más grande de todos los tiempos, e, increíblemente, lo es justo ahora, mientras estamos vivos y lo podemos ver. Me he perdido a la Callas; Mohamed Ali estaba demasiado lejos; a Bobby Fischer se le fue la cabeza cuando yo todavía iba al instituto. Así que pensé: "Con Federer no me la dan". Personalmente, estaba dispuesto a verlo en París. Lo que pasa es que yo estaba, pero él no. Total, que ha sido Wimbledon. Se ve que era el destino.

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Hice la maleta y me marché. Recuerdo con nitidez que, por un instante, me planteé el problema de si por casualidad no sería obligatoria la corbata para entrar. A excepción ‒tal vez‒ del comedor de mi madre, no hay nada en el mundo tan ordenado como Wimbledon. Es más, para ser exactos, no es una cuestión de orden. Es más bien la inaudita pretensión de reducir a una disciplina precisa hasta el último fragmento de realidad, ya sean las flores de un parterre o el flujo de miles de personas cuando estalla el aguacero. Pusieron manos a la obra, y para cada encrespamiento de las cosas encontraron la solución mejor, aseguraron un cuidado milimétrico, decretaron un procedimiento sin escape, dictando así las normas a todos los demás grandes torneos del mundo. Sin perder tiempo en dudas, aplican lo que han aprendido de años de observación, y la mayoría de las veces lo hacen vestidos con uniformes impecables que, en la perfección de los detalles, proclaman que todo desaliño ha quedado suspendido.

Al disponer evidentemente de mucho tiempo y de una superior indiferencia ante las tragedias humanas, se aplicaron a los problemas que únicamente en un universo muy particular podrían aspirar a recibir tal nombre, como el sistema más rápido de montar y desmontar una red, la distancia a la cual situarse mientras se sostiene un paraguas sobre la cabeza de un jugador sentado durante el cambio de campo, o el grado de inmovilidad e invisibilidad que debe alcanzar un juez de silla (y las maneras de conseguirlo). Por ejemplo, había que decidir cómo colocar ‒mientras el juego está en curso‒ la toalla que el diligente recogepelotas alcanza a los jugadores entre un punto y otro. ¿Colgada de un toallero dispuesto a tal efecto? ¿Doblada en dos? ¿Dejada de cualquier manera (horror)? ¿Puesta sobre el hombro? Puedo imaginarme la reunión de la comisión especial. Al final, una vez establecido el modo exacto de proceder (se deja abierta sobre una silla, con cuidado de que no toque el suelo y equilibrándola bien para que no haya peligro de que resbale y se caiga), lo convirtieron en un dogma en el que todo recogepelotas cree ciegamente y que se repite de la misma manera exacta en todos los campos, fijo como las notas del himno nacional. Y eso que estamos hablando de una toalla, santo cielo. Gente así, si no se hubiese distraído con el tenis, a lo mejor habría invadido medio mundo y se habría construido un imperio.

En el corazón de esta liturgia, motivándola y dándole un latido cardíaco, repiquetean las pistas, muchas y simétricamente dispuestas en el espacio, todas admirables con el verde de un césped que no parece producto de la jardinería sino de la labor de un tejedor. Repiquetean con las bolas que van y vienen como manecillas; como los mecanismos de un reloj. Todo el orden convocado entre aquellos muros y destilado por los mil gestos exactos de cada trabajador, llega puro en los gestos finales de estos sacerdotes que, vestidos de blanco, recogen su esencia y recosen el último borde del caos con sus golpes a la bola. Esta parte veloz entre las líneas decretadas, según unos rebotes preestablecidos, con sonidos rotundos y cerrados. El mundo está a salvo, el caos ha sido domado, toda duda se ha disipado. Y aun así...

Aun así, luego uno yerra el golpe, otro tira un palmo demasiado lejos, este lanza una bola corta demasiado corta, aquel no dobla bastante las piernas, muchos sacuden la cabeza, algunos blasfeman. Todo el tenis del mundo acaba siempre en un error. Es inevitable. El objetivo mismo del juego es un error, gratuito o forzado, idiota o sublime, pero siempre un error. Así que, resumiendo, parece que el plan es el siguiente: levantan una enorme catedral dedicada al orden, construida hasta el último detalle con la piedra dura de la perfección, y lo hacen para guardar, en el corazón de todo ello, un error. Genial. Si es verdad que todos los deportes son una metáfora de la vida, no se puede excluir que la vida sea una metáfora del tenis. De manera que cada día se despiertan, edifican orden, y entrenan a la perfección, de una manera maníaca y obsesiva. En la repetición sin preguntas de cada gesto siembran mundos de los cuales, después, reciben agradecidos la gloria de la cosecha, representada inexorablemente por el privilegio de un error. Todo esto lo hacen con una paciencia antigua y vestidos con pulcritud. Evidentemente están locos, pero lo están impecablemente. En este reino es donde reina Roger Federer.

Federer, durante el partido ante Raonic.
Federer, durante el partido ante Raonic.Michael Steele (Getty)

La diferencia fundamental entre Roger Federer y los demás tenistas del planeta no es la que resulta más evidente, es decir, el hecho de que, a la larga, sea él quien gane. Eso es un corolario, tal vez una coincidencia, a menudo una consecuencia lógica. La verdadera diferencia entre él y los demás, como todo el mundo sabe, es que los otros juegan al tenis, mientras que él hace algo que tiene más que ver con la respiración, o con el vuelo de las aves migratorias, o con la fuerza renovada del viento en la mañana. Algo escrito desde hace tiempo ‒inevitable‒ en el curso de las cosas. Algo natural. Por accidente, Federer tiene una raqueta en la mano, pero, al verlo jugar, uno suele olvidarse de que eso es una raqueta y acaba por creer que es una especie de pinza que los humanos poseíamos en origen, y de la cual más tarde nos deshicimos porque salta a la vista que se consideró poco adecuada para la lucha por la supervivencia. Nos deshicimos todos excepto él, que, por razones oscuras (el carácter aislacionista de Suiza debe de tener que ver con ello), salió indemne de siglos de mutación genética.

De manera que, si viendo a los demás jugadores el placer es registrar la habilidad increíble con la que consiguen librarse de la artificiosa situación de mierda a la que han sido condenados (una pelota, una raqueta, y todas esas líneas en el suelo), verlo a él es parecido a ver a un león moverse en su ambiente natural. Dormita, corre, salta. De paso despedaza una gacela. Ninguna sensación de esfuerzo, de cansancio, de artificialidad. Todo tiene que pasar y pasa. Punto. Una pieza de la creación. Federer despedaza tenistas, no gacelas, pero lo hace con la misma infinita naturalidad. En sus mejores momentos uno tiene algo así como una impresión fugaz de que sus pies, la raqueta, la bola y el punto en el cual esta toca el suelo son un único fenómeno natural, similar a un arco iris, previsto desde hace siglos, incluso obvio en su diseño y, en todo caso, inevitable. En esos momentos, jugar contra él debe de ser alucinante.

Como es de todos conocido, el resultado es de una belleza deslumbrante. Todo el mundo la puede reconocer, incluso quienes no saben ni siquiera qué es la muerte súbita. Federer juega y algo se despega de la pista, como se despegaba del cuadrilátero la ligereza de Ali, del escenario la verdad de la Callas, y como se despegan de la línea del horizonte todos los amaneceres que han hecho que nos detuviésemos un instante. No es algo que suceda con frecuencia. Pasa muy rara vez en la vida real, sobre todo en esas representaciones paralelas de las que nosotros, los humanos, somos maestros, y de las cuales los deportes son un buen ejemplo, quizá más infantil que otros, pero igual de digno. Aunque no cambien el mundo, conservan de él un reflejo deslumbrante que deja fuera de lugar el instinto, legítimo, de mandarlo todo a paseo. No se vive de tenis, es evidente, pero muchas cosas dejan de morir un instante cada vez que Federer lanza un revés paralelo. Estoy seguro. También aparecen muchas cosas de la nada: trozos de pista que no había; saltos de tiempo que no conocías; ángulos que no figuraban en ninguna geometría. Esto es algo que adoro de los grandes, de los verdaderamente grandes. Por ejemplo, cuando Messi regatea, percibes nítidamente que en él desaparece un trocito de tiempo. Se lo traga y desparece literalmente. Yo creo que, si coincide que naces en ese instante, te quedas sin nacer. Es un latido que falta, el mismo que Bob Dylan divide eternamente del tempo preciso de una canción y Céline de la frase que otro habría escrito y que él, en cambio, alabeaba. Roban un tiempo, no sé si me explico. Otros lo dilatan, como Michael Jordan cuando se queda en el aire; como las frases fluviales de Conrad o las melodías de Bellini. Todos son personas para las que la creación está inacabada. Para nosotros es la regla infranqueable del juego. Para nosotros, si una cosa es sólida, es sólida. No escribimos versos líquidos como Petrarca. Y si es inasible, es inasible. No hacemos que la luz se convierta en tangible, como en los cuadros de Hopper. Así son las cosas. Federer, dentro de sus límites, genera pista donde un momento antes no existía o trayectorias imposibles de deducir de las condiciones de partida. Juro que una vez lo vi machacar desde el fondo del campo y marcar un punto sacándose un globo de un remate contra toda ley física. Ya no me acuerdo de quién era el adversario, pero, pensándolo bien, ni él mismo debe saber quién es después de aquella bola. Hay que decir, a modo de comentario a tales proezas, que Federer apenas suele concederse más que un parco gesto con el brazo, más o menos el mismo que hago yo cuando encuentro aparcamiento el sábado por la noche. No parece que tenga necesidad de descargar ninguna tensión, no tiene el aspecto de haberse quedado demasiado estupefacto consigo mismo. Jamás. Cuando era joven y golpeaba debajo de las piernas, de espaldas a la red, y ensartaba a la gacela con un golpe pasado, se concedía una carcajada, bastante educada en cualquier caso. Ahora lo reduce todo al mínimo, algo que también contribuye a componer la belleza inalcanzable de su tenis silencioso, afelpado, redondo. Recientemente ‒desde que parecía destinado al declive del ocaso y después volvió para jugar el mejor tenis de su vida‒ lo acompaña un aura de leyenda que él lleva con gran elegancia. La guarnece con un velo de desapego, apenas un velo, y tal vez con un tinte de desencanto bien disimulado. Su rumbo se diría inmutable; intactas todas sus convicciones.

Tiempo atrás, a quien envejecía así lo llamaban héroe y nunca moría. Pero ya no estamos en esos tiempos, así que encontré un billete, cogí un avión, y me dirigí a verlo de cerca. La primera vez que apareció ante mis ojos, se estaba poniendo crema solar. Ya decía yo que no estábamos en aquellos tiempos. Existe una zona en la que los jugadores se preparan con las pistas una al lado de la otra y los entrenadores observando herméticos, marmóreos, en apariencia carentes de sistema nervioso. Si tienes la suerte de conocer a alguien que te deja entrar, acabas viendo a los tenistas como podrías ver a los actores entre bastidores. No voy a explicar ahora por qué, pero yo tuve esa suerte, de manera que ahí estaba frotándome los ojos. En determinado momento, pasó también Agassi. Dado que yo había adorado Open: Memorias, era más o menos como ver pasar al capitán Ahab. Vale. Por no hablar de Becker, bastante desagradable de ver, y sobre todo de Stan Smith, que, lo juro, llevaba puestas unas Stan Smith. Pero sigo divagando. Me acerco a la pista número no sé qué y ahí estaba el león, rodeado por un pequeño séquito, poniéndose crema solar en la cara. Acto seguido cogió una raqueta.

Cuando disparó el primer revés ‒yo estaba a poco metros‒ el aire se resintió, el mundo se reordenó un micromilímetro, y yo percibí el crujido con que aquel instante se incrustaba en mi colección personal de instantes. Me di la vuelta y, por mí, ya podía volverme a casa. Sin embargo, al día siguiente me presenté en la Central ‒templo del tenis mundial‒ porque, en la luz dorada de la tarde, el león salía a la pista para hacer pedazos a un tal Alexandr Dolgopolov, ucranio, y estaba previsto que lo hiciese con la habitual elegancia de una estatua griega. Todo en el estadio era impecable. Cada gesto, pulido al milímetro; toda liturgia, respetada. Los viejos reinando en la tribuna de honor; los niños aprendiendo la obediencia y la humildad mientras hacían de recogepelotas; los jóvenes combatiendo en la pista. Estaba presenciando el teorema, establecido sintéticamente con amable gracia, jamás rebatido, siempre a disposición en los cajones de la historia, de las civilizaciones guerreras. De paso, rememoré una vez más lo único capaz de hacer que se obstruya una máquina social tan perfecta y rendí homenaje al genio de El bardo, que le dio nombre por siempre: Hamlet.

Las zapatillas de Roger Federer.
Las zapatillas de Roger Federer.Tim Ireland (AP)

Después empezó el encuentro, y Federer, que es el soberano de un reino de locos, lanzó las dos primeras bolas a la red. Normal. Desde el fondo, el ucranio tiraba pedradas nada mal, y el león lo dejaba hacer, vagamente somnoliento. De vez en cuando, la gacela se atrevía con ángulos malignos, y entonces Federer volvía a espabilarse rebatiendo con un gesto que en otros habría sido eléctrico, y que en él parecía tan natural e inevitable como la nervadura de una hoja. Era más o menos lo que todo el mundo esperaba, incluido el resultado: 6-3 en el primer set. Ni una bajada a la red; ni una dejada. Digamos que no era una tarde muy poética. Había venido a ver a Aquiles y me lo había encontrado sacando brillo a las armas con Sidol. Por eso, cuando a mitad del segundo set el ucranio informó primero a Federer y luego al árbitro de que le dolía el tobillo y no podía seguir, hasta me lo tomé bien y no me uní al coro de repelús del público, privado del mito.

Alegre, me fui a dar una vuelta por las pistas, a dejar que me enseñasen un poco de tenis algunos amigos que de eso saben bastante, y a descubrir jugadores que algún día serán grandes, pero nunca como el león. El aire era terso, las faldas de las tenistas cortas, y rosa el cabello de algunas ancianas señoras inglesas: todo parecía tranquilizarme respecto al hecho de que el mundo giraba con una rotación fortísima que lo mantendría en la pista a pesar de que el viento de la historia soplase en contra y el árbitro siguiese exclamando fueras que no existían. Son ilusiones que a veces se tienen en el reino del León.

Después volví a la vida normal, que, en los primeros días después de Wimbledon, uno tiende a interpretar de una manera muy peculiar. Esta mañana, por ejemplo, estoy en el tercer set con una ventaja de dos juegos, y acudo al servicio por la izquierda. Creo que la mandaré al centro sin pensármelo demasiado.

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