Los secundarios del Tour sorprenden a Porte y Froome en la Dauphiné

Los gigantes crecen en la montaña, pero maduran en los valles, por donde Fabio Aru y Alejandro Valverde, atacantes lejanos, pasan resoplando contra el viento. Su fuga lejana muere allí, al pie del Plateau de Solaison, donde les alcanzan Chris Froome y la gente que le sigue a rueda, mejor pertrechada para la travesía gracias al polaco Michal Kwiatkowski, un polaco de su Sky que le guía, le lleva y le acelera como una locomotora de AVE. Entre los que van con él –unos cuantos que ejercerán de secundarios o de sorpresa en el Tour, como Romain Bardet, Jakob Fuglsang, Dan Martin, Louis Meintjes o Emmanuel Buchmann, un alemán prometedor y joven, y también Alberto Contador, que querrá ser protagonista en julio—no está Richie Porte, que atraviesa el valle solo, casi dos minutos después, tirando de sí mismo con sus fuerzas y su necesidad, y su orgullo.

En el valle, donde no se rinde, madura Porte su carácter de campeón. El esfuerzo le hará grande al australiano de amarillo, pero no le dará la victoria, que será, por 10s, los de la bonificación por la victoria de etapa, para Fuglsang, el primer grande del ciclismo danés después de Bjarne Riis y Michael Rasmussen. En la montaña, el gigante ya consolidado, Froome, pidió agua. Hacía años que los principales favoritos del Tour no daban tales muestras de fragilidad y, al mismo tiempo, de fortaleza, en la Dauphiné (o Nairo, en el Giro). La victoria en la carrera alpina de junio es para Froome una obligación casi. La ha ganado tres veces, en 2013, 2015 y 2016, los mismos años en que ganó un mes después sus tres Tours.

Fuglsang se coronó en el Plateau de Solaison, un descubrimiento en los Alpes de 11 kilómetros irregulares al 9%, nunca antes escalado por el Tour ni la Dauphiné, al término de una etapa sin paz ni tregua y menos de tres horas y media de duración. En ella, todos los protagonistas se quitaron las máscaras y los miedos y los cálculos y se libraron a los deseos de su voluntad de sufrir y hacer sufrir. En ningún momento ninguno de ellos tuvo la mínima certeza de cómo acabaría el día, aunque quizás habría que excluir de la duda a Fuglsang, el hombre pragmático.

En ella, creció en la soledad Porte, que el día anterior, cumpliendo el dictum (para crecer, matarás a tu padre), se había atrevido a atacar a Froome, el hombre para quien había trabajado media vida, el líder al que quiere derrocar. En la travesía clásica Saisies-Aravis-Colombière, atacó Froome de lejos, atacó otra vez Froome y de nuevo Valverde. En el segundo puerto, Porte ya se quedó sin gregarios a su lado. Solo le quedaba defenderse como pudiera. Lo hizo a lo grande. En la Colombière, cuando se fueron largos Aru y Valverde, aventureros sin miedo a quedarse en nada, Porte siguió tirando del grupo, oyendo cómo a sus espaldas los que se aprovechaban de su esfuerzo empezaban a afilar sus cuchillos. Uno a uno, todos los del pelotón secundario, Bardet, Meintjes, Fuglsang, Martin, Buchmann…, le fueron atacando según se acercaba el final del puerto; el último que le dejó fue Froome.

Contador, que perdió finalmente 4m 10s, habló de alegría, de la suya por sentirse bien, y de contención, la de su voluntad de levantar el pie pues su forma no está para estas intensidades, cuando, en la subida final, un horno que Froome, en cabeza, intentaba aliviar con bidones de agua sobre su cabeza y su maillot negro, tan malo para el calor, Fuglsang lanzó el ataque definitivo después de un cambio de ritmo de Dan Martin. Tras de ellos, como siguiendo una llamada a la rebelión de todos los secundarios, se movieron todos, como en el anterior puerto. Solo Froome fue incapaz de cambiar de ritmo y hasta de acelerar en progresión, su especialidad. A su rueda, mientras pudo, Contador. Por detrás, incansable, tremendo de decisión, Porte, quien si no alcanzó a Fuglsang sí al menos adelantó a su amigo inglés en los últimos hectómetros, y lo superó. Y así querrá que sea en el Tour.