Nairo Quintana, el protagonista tímido
El ciclista tiene claro que lo que busca es sentir esa corriente que siente por dentro cuando gana
Dicen los guionistas que el público prefiere a los personajes que tienen claro lo que quieren: los tercos aficionados al ciclismo —guardianes de un deporte sabio ejercido por monjes corajudos que logran poner la mente en blanco— suelen estar del lado de Nairo Quintana porque a Nairo Quintana se le ve en el pedaleo que lo que siempre quiere es ganar. Se da cuenta de quién es: un campesino a lomo de bicicleta en un país en donde serlo ha sido una proeza. Después sabe sin titubeos que va a ganar la Vuelta a España, como ha ganado el Giro de Italia o ha peleado el Tour de Francia, porque ha dejado atrás a todos en la montaña rusa en Lagos de Covadonga, ha apurado al lote en una etapa de apenas 118 kilómetros que no iba a ser gran cosa, ha resistido los ataques espasmódicos del noble Chris Froome hasta conseguir el aplauso de su enorme rival en el Alto Aitana.
Una vez lo vi entrenar: salvo la gente que lo saludaba desde Cómbita hasta Bogotá, que lo señalaban como a un tímido superhéroe de paso, no había precipicios ni camiones ni imprudentes que lo sacaran de sí mismo. Desde aquella mañana de entrenamiento entre la niebla era claro que ese fantasma que acababa de pasar, “¡es Nairo!”, era el gran ciclista colombiano de esta Historia, pero asimismo era obvio que nunca en 1.000 años habría podido serlo acá en Colombia: mientras el boyacense Nairo Quintana gana una Vuelta a España que a muchos les ha devuelto la fe en un deporte enlodado por tantos ases en la manga, mientras el joven Quintana se porta como un Lucho Herrera aumentado y corregido en las rampas de Europa, la decadente Vuelta a Colombia —sí: una vez fue una prueba gloriosa que creaba la ilusión de que esto no era un archipiélago, sino un solo mapa— está cumpliendo años de ser el dominio del veterano español Óscar Sevilla, pues dónde más iba a hallar refugio un cliente frecuente de la red de dopaje del médico Fuentes.
Dónde más iba a triunfar y a ser un capo un corredor tan cuestionado si no en un ciclismo empobrecido tomado, como un negocio subterráneo, por un puñado de empresarios de gafas oscuras; si no en un ciclismo consciente de que ya no es el rito que oficiaba el país entero en conmemoración de su vocación al viacrucis.
Quintana, que ha sido nombrado embajador del agro colombiano por su lealtad con el paisaje en el que ha vivido siempre, que ha hecho tanto por los ciclistas que están comenzando entre las lógicas perversas del negocio y que cuenta una por una por una las palabras que se permite decir, como un cowboyde película, ha estado repitiendo en las entrevistas de rigor que da lástima el ciclismo en su país. Pero quizás lo mejor que haya hecho por Colombia hasta el día de hoy —mejor, incluso, que ser el más grande de nuestros deportistas— sea esto de descargar de romanticismos condescendientes el hecho de ser campesino; esto de desterrar el exotismo de un país empeñado en vendérsele a los europeos como Macondo; esto de no perderse en palabrerías, pero de confesar el mismo anhelo de paz que pronunció Lucho Herrera cuando ganó la vuelta en 1989.
No. Quintana no creció en un paraje de largometraje latinoamericano. Quintana fue descubierto como un fenómeno de feria en una de sus primeras carreras, sí, pero sigue siendo un disciplinado campesino de la vereda La Concepción, en Cómbita, en Boyacá, que no ha parado de pedalear desde el día en el que descubrió que nadie llegaba con él a las cimas de su tierra. Sabe quién es. Tiene claro que lo que busca es sentir esa corriente que siente por dentro cuando gana. Reivindica a Colombia con las palabras justas cuando sube al podio, en la plaza de Cibeles, entre banderas tricolores: “Colombia es paz…”, dice. Y así quién no lo quiere.
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