Silencio mortal en el Mineirão
Los seguidores brasileños viven con angustia la falta de juego de su selección y muestran sus críticas a los cambios de Scolari
El único hombre con ganas de bromas en todo Minas Gerais parecía Daniel Alves. Al ver a Alexis, su compañero en el Barça, el lateral se le acercó para intercambiar impresiones: el peinado, el look, fue la cuestión. La cresta recién hecha del chileno y el rubio platino que acababa de lograr el brasileño tintando los rizos de caboclo. Ambos estaban en el túnel de vestuarios del Mineirão y el aire se cargaba de electricidad. Los jugadores se amontonaban con los ojos inyectados, se animaban, se conjuraban antes del partido. Fuera, la gente chillaba. Al ver a los equipos, la torcida no animó a los suyos con la misma fuerza que dedicó a intimidar a los chilenos. La pitada fue extraña. Angustiante.
Algún psicólogo conductista debió decirles a los jugadores brasileños que entraran al campo en fila india tomados de los hombros, para, de este modo, sentir que no estaban tan solos pues conectaban en cuerpo y alma. Estas prácticas propias de la terapia de grupos se repiten desde un partido en Pernambuco, en 1994, previo al Mundial de Estados Unidos. Entonces resultaron extravagantes porque los hombres brasileños se tocan poco, a diferencia de los argentinos, por ejemplo, que se besan para saludarse. El célebre músico local, João Gilberto le rogó a Carlos Alberto Parreira, exseleccionador, que interrumpiera los manoseos. Pero no tiuvo éxito. Cuando no es un círculo místico es una plegaria colectiva, o una línea de contacto espiritual. Cada año que pasa, surgen en Brasil decenas de eso que los teólogos llaman pararreligiones, y en la selección se recrean rituales nuevos, formalismos vacíos. La Familia Felipão y sus acólitos se afanan en estas coreografías. El fútbol les importa menos que ganar porque el éxito tiene un efecto propagandístico y sedante que conviene a la organización, al Gobierno, a Globo, a la CBF, y a la FIFA.
David Luiz y Neymar acabaron la tarde de rodillas y llorando. El susto que se pegaron fue monumental
El tono del partido lo marcó la primera acción. Una imprecisión, un balón dividido cerca del círculo central, Fernandinho y Vidal que chocan, y falta. Juego detenido, y vuelta a empezar. Chile intentó manejar el balón sin tener suficientes futbolistas con buen pie y Brasil adelantó unos metros la presión para que las carencias de su rival se manifestasen en pases y controles fallidos. Los visitantes tropezaban con sus limitaciones y los anfitriones estaban más pendientes de explotar las miserias ajenas que de resaltar las propias virtudes. Brasil jugó al pelotazo buscando a Fred para que aguantara de espaldas, o envió en largo a Neymar para que inventara alguna cosa. En medio de los intentos frustrados, balones divididos, fricciones, choques, imprecisiones y juego detenido por Howard Webb.
Así pasó el tiempo. Hubo dos goles, uno en contra, otro casi en contra. El 1-1 se atascó, como una pistola encasquillada, y la gente comenzó a ponerse histérica. A la hora de partido el estadio fue una caja de abucheos. Hacia el minuto 73 la muchedumbre apeló a la magia. A falta de buen fútbol, ¿qué otra cosa podía hacer el pueblo? La afición entonó el himno nacional de forma espontánea. Todo el estadio, flotando en éxtasis, interpretó a capela el Grito de Ipiranga. Como Don Pedro, ese monarca tropical. Con pasión. Con mucha paixão. Esa energía que pone David Luiz, torciendo el gesto, y que tanto gusta a la prensa. Esa fuerza tremenda al servicio de lo anecdótico. Si hay algo novedoso en Brasil 2014 es la devoción que demuestra el personal al cantar los himnos patrios.
Acabó el tiempo reglamentario y alguien en el anillo superior del Mineirão descolgó una gran bandera verdeamarilla con el retrato de un mineiro ilustre: Pelé. Sonriente, el fundador del mito más grande que ha creado la nación brasileña, pareció contemplar la escena. Un paisaje terrible a sus pies. Un equipo sin clase en el mundo de la exuberancia futbolística, un juego cautivo, una saga de ideólogos mediocres, o corruptos, y una hinchada encandilada por el coleccionismo copero más que por el balón. Era como si toda la vulgaridad del fútbol contemporáneo se hubiese concentrado ahí, al ritmo de We Are One, de Pitbull, Jeniffer López y Claudia Leitte, la canción oficial.
Como todo tiene un límite, en la mitad de la prórroga la gente se revolvió contra Scolari. Lo pitaron por primera vez al sustituir a Oscar por Willian. El técnico quería ganar por las bravas. A la uruguaya. Y la gente aquí es de Brasil. El equipo que llevaba el escudo más legendario de la historia acabó colgando balones a la olla mientras la gradería insistía en un clamor: ¡Eu acredito!. Los aficionados creían. Acreditaban. Recordaban a religiosos cantando ante un pastor evangélico. Tenían fe en la victoria. En otro éxito para el olvido.
El arquitecto que diseñó el Mineirão, hace 40 años debió inspirarse en el efecto expansivo de las explosiones atómicas. La mole tiene un aire sobrecogedor y lúgubre. Ayer se sumió en un silencio de muerte cuando el árbitro señaló la tanda de penaltis. El azar, un palo, y un calambre, inclinaron la balanza hacia los brasileños. Faltó poco para que se acabara el mundo que desvirtuó la obra inmortal de Pelé.
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