El ‘Tri’ baja el ritmo cardiaco de la Ciudad de México
El partido entre Brasil y la selección mexicana frena las pulsaciones de una de las metrópolis más agitadas del mundo
En la Glorieta de Insurgentes, Carlos Muñoz, un limpiabotas de unos cincuenta años, escuchaba con atención la voz que provenía de una vieja radio de baterías. La narración contaba lo que ocurría en una cancha en Fortaleza, Brasil, a 2.100 kilómetros de la Ciudad de México. No era el único. El sonido isócrono de un coro de televisores y radios retumbaba en la plaza donde está la estación de metro más vieja de la capital mexicana. Y ahí había decenas de mexicanos reunidos frente a pequeñas pantallas y radios, algunos de ellos vestidos del verde de su selección.
Si de Mundiales se trata, la capital de México no para, pero tampoco descuida. La metrópoli, una de las más grandes del mundo, no suele detenerse. Está acostumbrada a catástrofes naturales (el seísmo del 85), a emergencias sanitarias (el virus H1N1), a alertas volcánicas (está a unos kilómetros del Popocatépetl, que suelta lava y fumarolas de vez en cuando), a la violencia urbana, a uno de los tráficos más pesados del mundo, a lluvias torrenciales. Así que la Copa del Mundo no la paraliza, pero sí que baja su ritmo cardiaco como pocas cosas.
Se notaba desde la mañana. La bocina de un coche adornado con tres banderas tricolores en el Paseo de la Reforma, una de las principales arterias de la Ciudad de México, anunciaba que había llegado El Día. Un hombre vestido con un jersey del equipo nacional mexicano se hacía una foto en la glorieta del Ángel de la Independencia, el monumento que simboliza las victorias de México, en especial las deportivas. Había llegado el martes. El Tri se enfrentaría al anfitrión de la Copa del Mundo: La poderosa canarinha, la creadora del jogo bonito, Brasil.
El duelo estaba programado para las dos de la tarde, hora local. En un martes normal, eso significa intenso tráfico, metro a reventar y autobuses repletos. Pero lo que había en la Glorieta de Insurgentes eran esos pequeños grupos reunidos frente a las pantallas y las radios. Había comenzado El Partido. El autobús hacia el centro de la Ciudad iba prácticamente vacío. Algunos de sus pocos pasajeros iban vestidos —también— de verde.
Estaba en todas partes. A través de una rendija de un restaurante, en la diminuta televisión de un quiosco, en el sonido que salía de un bar. Se escuchaba un grito y tres o cuatro salían corriendo. Pero eso sí, se sabía que no se había conseguido una anotación. El himno mexicano tiene un verso que reza: “Y retiemble en sus centros la tierra”. Cuando México anota un gol, México retiembla.
En un puesto de tacos, el taquero y los comensales se quejaban de la mala calidad de la vieja televisión que transmitía, a duras penas, el partido. “No se ve”, dijo el cocinero. “Pero al menos se escucha”, completó un cliente.
En el Zócalo sí que había gente en la calle. El Gobierno del Distrito Federal colocó una pantalla gigante y un nutrido grupo de chilangos se apostaron en la gigantesca plaza: mide unos 46.600 metros cuadrados, el equivalente a más de cinco canchas de fútbol. Y estar ahí tiene un significado especial. Es el centro neurálgico de la antigua ciudad y está a unos metros del sitio donde —cuenta la leyenda— los aztecas fundaron su capital porque hallaron un águila devorando una serpiente sobre un nopal, porque así se los había indicado Huitzilopochtli, una poderosa deidad mexica. Y ahí nació Tenochtitlán. En medio de un lago. Situado en una zona sísmica. Al lado de un volcán activo. Pero esa es otra historia.
Ahí, en esa monumental plaza, los últimos cambios del equipo mexicano se aplaudían como si la hinchada estuviera en las gradas del estadio Castelão de Fortaleza. Niños, mujeres, hombres, viejos. Policías, taqueros, guardias. Todos atentos. Pedían un gol, pero el empate comenzó a tener un ligero sabor a victoria. “¡Ya son unos héroes!”, aplaudía, emocionado, Víctor, un camarero. El resultado frente al pentacampeón se antojaba como una hazaña para los de verde y una gran satisfacción para su afición.
Unos minutos antes de que terminara el partido, las calles continuaban con un ritmo no paralizado, pero sí muy lento. Un trayecto desde el Centro hasta el sur de la capital, que en un día “normal” lleva hasta 45 minutos, en tales circunstancias tomó menos de 15. Justo a tiempo del final. Y lentamente la Ciudad de México recobró, de nuevo, su frenético ritmo. Miró el partido (El Partido) en misa y repicando, dirían en España. O, como se dice en México, con un ojo al gato y el otro al garabato.
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