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OBITUARIO

Emile Griffith, un campeón doblemente atormentado

El boxeador estadounidense, que ganó cinco títulos mundiales, vivió acosado por el recuerdo de la muerte que provocó en combate a Benny Kid Paret y por su sexualidad

Griffith, en primer término, en el pesaje previo al combate fatal con Paret (calzón blanco) de 1962.
Griffith, en primer término, en el pesaje previo al combate fatal con Paret (calzón blanco) de 1962.JOHN LINDSAY (AP)

Suele ocurrir. Alguien puede haber sido magnífico en su profesión, incluso de los mejores del mundo, pero a la hora del recuerdo, de evocar la huella de su vida, siempre son circunstancias, condiciones, las que acaban marcando a fuego su trayectoria. Las que más se graban en la memoria colectiva. En el boxeo, ese deporte cuyo fin es golpear más que el contrario con el tremendo telón de fondo de las conmociones cerebrales y en bastantes ocasiones de la muerte, no es nada extraño encontrar personajes así. Las carreras pugilísticas, como es moneda corriente, van bastante más allá de lo físico y lo técnico. Violencia, tragedias, lesiones neurológicas inevitables y biografías siempre al borde del abismo que demasiadas veces acaban en juguetes rotos, piltrafas humanas.

En el caso de Emile Alphonse Griffith, fallecido el martes a los 75 años en Hempstead, un pueblo en el Estado de Nueva York, el ejemplo abarca hasta su atormentada vida personal. Una existencia desgarrada entre lo profesional y lo íntimo. Estadounidense de las islas Vírgenes caribeñas afincado en Nueva York, fue uno de los grandes boxeadores de la historia, en una época, los años sesenta y setenta, con rivales legendarios, como el también turbulento argentino Carlos Monzón, que le ganó dos veces, y el italiano Nino Benvenuti, al que venció una de tres ya en los finales de su carrera.

Griffith logró cinco títulos del mundo en los pesos welter y medio (entre los 66 y los 72 kilos) y los retuvo en más de una docena de ocasiones. Debutó en 1958 y ya en 1961 se proclamó por primera vez campeón mundial. Fue en Miami, ante el cubano Benny Kid Paret, que le arrebató el título apenas unos meses después en Nueva York. Pero al año siguiente, la noche del 24 de marzo de 1962, el mismo Madison Square Garden vivió la tragedia, su antes y después. Noqueó de forma salvaje al final del decimosegundo asalto a Paret, que no solo perdió el título en el que era el tercer combate entre ambos púgiles, sino también la vida. Tras el brutal castigo, nunca volvió a recuperar el conocimiento y murió a los 10 días en el hospital. Griffith solo terminó de rematarlo tras un durísimo combate y cuando Paret ya venía muy tocado de un combate con Don Fullmer. Pero recibió en una de las esquinas, acorralado, 29 golpes seguidos, directos, ganchos, crochets, los últimos 18 en solo 6 segundos ya sin responder. Salvaje. El árbitro, Ruby Goldstein, cometió el gravísimo error de no parar antes el combate y no dirigió nunca más. También cayó sobre él la espada de un negocio despiadado.

Griffith no abandonó, pero no volvió a ser el mismo. De sus 85 peleas ganadas en una dilatada carrera de 19 años, solo 24 las consiguió por KO. Desde la muerte de Paret su boxeo se volvió más técnico, reconoció que le daba miedo pegar. La gente lo justificó, la fiesta del boxeo y su comercio tenía que continuar, pero a él le tocó muy hondo. Lo llegó a decir en el documental Ring of fire. The Emile Griffith story: “Hacía solo lo suficiente para ganar. Solo lanzaba jabs para contener y no lastimar a mis contrarios. Me habría retirado, pero no sabía hacer otra cosa”.

Fue otra represión más en su vida. La primera, personal, fue para él la más dura en una época donde salir del armario era impensable y menos aún si se trataba de un boxeador. Griffith, llegado a Nueva York desde Saint Thomas, trabajaba en una tienda de sombreros cuando su musculatura impresionó y fue reclutado para el boxeo. Nunca se lo había planteado, pero era la manera de ganar mucho dinero. Aprendió pronto el oficio y en realidad fue también un gran actor.

Tuvo que cargar con su bisexualidad, lo que en su momento era equivalente a homosexualidad. “Me gustan las mujeres y los hombres. No sé lo que soy”, llegó a declarar a Sport Illustrated. Iba a bares gay porque se encontraba a gusto; una paliza brutal sufrida a la salida de uno de ellos acabó por acelerar su deterioro en 1992. “Quiero lo mismo a los hombres que a las mujeres”, repetía, “pero si me preguntan cuáles son mejores... prefiero a las mujeres”, confesó. Incluso se casó, pero la sombra intransigente de la moral le siguió siempre. De hecho, Paret le llamó maricón en los dos últimos combates, lo que le enfadó mucho. Pero resulta una lectura simplista de lo violento y complicado que es el boxeo achacar la tragedia a su ira. La saña final de Griffith solo buscaba la victoria, el yo o él. Los insultos estaban sobradamente saldados después de cientos de golpes lanzados y recibidos, muchísimas neuronas destruidas y con Paret, seguramente, dañado ya de forma irreversible.

Al cubano le pasó factura inmediata. A Griffith, que pese a sus tormentos alargó su carrera batiendo récords de combates, hasta 111, la cuenta fue más lenta. Pero inevitable. Perdió casi todos sus últimos enfrentamientos, ya fuera de tiempo y de espacio, y quedó a merced de la demencia y la pobreza. Vivió sus últimos años ayudado como tantas otras víctimas del circo romano moderno por la hipócrita caridad de los que manejan, dirigen y se lucran del tráfico de los sacos de golpes sin encajar ni un manotazo.

Hasta que la demencia del púgil le respetó no dejó de expresar sus sentimientos sobre el puritanismo de la sociedad estadounidense al referirse a sus dos grandes tormentos. En su biografía Nine, ten and out, the two worlds of Emile Griffith, un juego de palabras con el final de la cuenta del KO, confesó: “Sigo pensando qué extraño es todo. Maté a un hombre y la mayoría de la gente lo entiende y me perdona. Sin embargo, amo a un hombre y para mucha gente eso es un pecado imperdonable que me convierte en una mala persona. Nunca fui a la cárcel, pero he estado preso casi toda mi vida”.

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