México prolonga su siesta

Una generación talentosa y una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Londres invitaban a pensar que el fatalismo mexicano entorno al fútbol estaba a punto de acabar, pero el equipo de José Manuel Chepo de la Torre ha pegado un gatillazo mayúsculo. México sumó su tercer empate consecutivo en la fase de clasificación, esta vez contra Estados Unidos en casa. Lo que empezó como una fiesta acabó en un capítulo más de sopor que complica su presencia en el mundial de Brasil.

"Que sea una noche inolvidable", titulaba el periódico deportivo Récord en la previa. No lo fue. Más bien fue un tostón, especialmente la primera parte. Empezó la cosa animada con un Giovanni Dos Santos correoso, pero no eran más que fuegos artificiales. Chicharito recibió un par de centros desde las bandas pero ninguno le dejó en ventaja. Con amigos así...

México empezó de repente a ligar bien el juego y con cierta profundidad, sobre todo por la banda derecha: por ahí se coló dos veces el extremo Aquino al área de EE UU, pero en ninguna de las ocasiones concreto nada decente. A partir de ahí la selección mexicana se fue durmiendo, contagiada del fútbol conservador de la selección gringa, segura y sin imaginación, o más bien sin intención alguna de imaginar. Un empate fuera, para EE UU, primero en la tabla, era un buen negocio, good business.

El equipo de Klinsmann fue una roca bien armada entorno a su pivote defensivo, Michael Bradley, el hijo del antiguo seleccionador. No falló un solo pase, aunque nunca se atrevió a buscar a Jozy Altidore, un espectador más. De Dempsey tampoco hubo noticias.

En la segunda parte, a medida que pasaban los minutos, crecía el recuerdo deprimente del petardazo azteca en el primer partido de la liguilla de clasificación mundialista, el primero también en el estadio Azteca, un ridículo empate a cero contra la enclenque selección de Jamaica, hermano pobre de la Concacaf. Los jamaicanos, al acabar el encuentro, permanecieron diez minutos sobre el césped, como si no quisieran abandonar el lugar de la proeza. La impotencia de México contra el equipo de la nación del reggae puso en ese partido al masivo público del estadio Azteca en contra de los locales. Contra EE UU, el mal recuerdo del partido anterior parecía que le agarrotaba las piernas a los mexicanos, que caminaban sin chispa hacia otro empate frustrante.

Esta vez la afición no volcó su cabreo contra los suyos, se limitó a esperar al final del menú de aburrimiento que le sirvió su equipo. En los últimos quince minutos México empujó pero no encontró ningún hueco fértil en el muro estadounidense. Ni Dos Santos ni Guardado ni el Chicharito Hernández, las tres estrellas locales en el exilio, pudieron sacar del atolladero a la selección mexicana.

Cuando acabó el partido empezó una fiesta VIP fuera del estadio. Un disc jockey puso sus amplificadores a tronar, y delante de él —sin poder entrar al convite— desfilaron amontonados miles de mexicanos hastiados con el juego estéril de la Tricolor, igual de gris que en los dos partidos de clasificación anteriores, igual de monocolor.