Héroes y tumbas
►“La frase ‘todo tiempo pasado fue mejor’ no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa al olvido”. —Ernesto Sábato
Desde tiempos de Homero, y seguramente desde muchos antes, los seres humanos han necesitado héroes, emblemas de su tribu —o nación, o equipo de fútbol— y ejemplos de las virtudes que más valoran. Los ingleses no han sido ninguna excepción. Han tenido unos buenos. Como Boudica, la guerrera feroz que lideró la resistencia contra los romanos en el siglo I; como el rey Alfredo el Grande, que si no hubiera defendido su reino contra los vikingos en el siglo IX hoy en Londres se hablaría el danés; como Lord Nelson, cuya victoria en Trafalgar evitó que el idioma de las islas fuera el francés, y como Winston Churchill, que evitó que fuera alemán.
En tiempos recientes, como en casi todos los países, los héroes ingleses no han sido ni políticos, ni almirantes ni generales. Con líderes raritos como Tony Blair, o invertebrados, como el actual primer ministro David Cameron, la materia prima no ha dado para mucho. Por eso la gente se ha ido a buscar héroes en otros terrenos de la vida, principalmente en el deporte, y ante todo en el fútbol. En este sentido países como España y Argentina son hoy unos afortunados. Los futboleros ingleses han buscado y buscado y, con creciente desesperación, incluso han llegado a identificar y coronar a algunos héroes, solo para darse cuenta al poco tiempo de que se habían equivocado; que no eran para tanto.
A Owen lo colocaron en el Olimpo para después verle deambular por las tinieblas; él siempre mantuvo los pies en la tierra
Quizá el mejor ejemplo de este triste e ilusorio fenómeno lo ofrezca Michael Owen, ex del Liverpool, del Real Madrid y de otros, que esta semana anunció que se retiraba del fútbol al final de la temporada. Owen ganó el Balón de Oro en 2001, inexplicablemente ya que tenía como posibles rivales a jugadores como Zidane, Figo, Rivaldo o Raúl. Pero, bueno, lo ganó, a los 21 años, y sus agradecidos compatriotas lo convirtieron en un mito. Pero no se pudo mantener a la altura de las expectativas. Jamás volvió a ser un candidato ni remotamente serio para el Balón de Oro.
Su reputación se basó en tres o cuatro chispazos al principio de su carrera. Un golazo que marcó contra Argentina en el Mundial de 1998, cuando tenía 18 años, en un partido que Inglaterra perdió; un par de goles en una final de la FA Cup para el Liverpool en 2001; un hat-trick contra Alemania, también en 2001; y un penalti que provocó (reconoció hace poco que se había tirado a la piscina) contra Argentina en el Mundial de 2002. El mayor favor que le hizo al Real Madrid, donde estuvo un año, fue que lo compraron barato y lo vendieron caro. Sus tres años en el Manchester United los pasó casi todos en el banquillo, o en las gradas, y en su último equipo, el rústico Stoke City, ha sido incapaz de brillar. Deja el fútbol ahora, a los 33 años, sin pena ni gloria. Pasará a la leyenda más como una gran decepción que como un gran jugador, como otro héroe fugaz del fútbol inglés.
La feliz noticia para él es que no ha caído en la trampa de darle mucha importancia a la leyenda. Una cosa es la narrativa del ascenso y la caída del héroe que el público elige imaginarse; otra es la persona detrás del mito. Owen no ha permitido que lo uno contamine lo otro. Lo demostró en una entrevista reciente. Jugó en grandes equipos, jugó en su selección y ganó mucho dinero, dijo. “No necesito volver a trabajar, tengo cuatro hijos fantásticos… A veces creo que he sido la persona más afortunada de la tierra”.
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