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Siempre quedará Londres

Dorando Pietri, la reina Alexandra, las batallas anglo-estadounidenses y el obispo episcopal de Pensilvania, los grandes recuerdos del primer rescate

Pietri, extenuado y con ayuda de los jueces, cruza la meta tras el maratón de 1908.
Pietri, extenuado y con ayuda de los jueces, cruza la meta tras el maratón de 1908.

Para el olimpismo siempre quedará Londres. Es la única ciudad del mundo que ha albergado tres ediciones de los Juegos. Solo Atenas (1896 y 2004), Los Ángeles (1932 y 1984) y París (1900 y 1924) han llegado a dos. La visita en 2005 a Singapur del entonces primer ministro británico, Tony Blair, a los miembros del COI , la víspera de la elección, fue decisiva. Dejó a la capital francesa sin su tercera oportunidad, y a Madrid sin la primera, en su ya prolongada espera. La capital británica no tenía más méritos, pero sí tradición, astucia y responsabilidad. Siempre el deporte británico, pionero en los tiempos modernos, parece haber ido al rescate. Por eso, lo de ahora, lo último, fue un premio cuando llevaba años en clara crisis, desbordado precisamente por no romper anclas con su pasado aristocrático. Pero en 1908 y 1948 fue el recurso salvador para un olimpismo aún en pañales o a merced de las guerras.

Hace 104 años todo eran incógnitas. Los Juegos modernos solo se salvaron definitivamente con el inesperado éxito económico de Los Ángeles en 1984. La ciudad californiana había sido la única candidata tras el desastre de Montreal en 1976 y demostró que una gestión privada puede ser muy rentable. Pero por el largo camino de más de un siglo han quedado muchas espinas. Las primeras, por ejemplo.

Los Juegos de 1908, pese al poco tiempo en que se organizaron, apenas 10 meses, fueron muy aceptables

Pese a que la primera edición de los Juegos de Atenas, en 1896, pareció prometer un futuro notable, las siguientes de París, en 1900, y San Luis, en 1904, resultaron unos rotundos fracasos. Incluso Atenas organizó unos Juegos paralelos en 1906 para conmemorar el décimo aniversario de los suyos y con la idea aún de que se disputaran siempre allí. El panorama se oscureció aún más al renunciar Roma a organizar los Juegos de 1908. La erupción del Vesubio de 1906 llevó al gobierno italiano a reducir la financiación olímpica para reconstruir Nápoles, y además las dos grandes ciudades del norte, Milán y Turín, crearon una gran oposición al considerarse con más méritos. El COI tuvo que recurrir por primera vez a Londres. No se arrepintió, pero pasó lo suyo.

Los Juegos de la IV Olimpiada, pese al poco tiempo en que se organizaron, apenas 10 meses, fueron muy aceptables. Por primera vez hubo una mayoría del programa (salvo los deportes de equipo) reducido en días (entre el 13 y el 25 de julio, hace 104 años), y los más de 2.000 participantes de 22 países (44 de ellos mujeres, admitidas ya oficialmente, no de forma oficiosa), desfilaron en una ceremonia inaugural. El nivel de competición general fue alto, y el estadio de White City, construido en principio temporalmente para los Juegos, funcionó como gran centro de varios deportes. Sería usado largos años y demolido sólo en 1985.

El vallista Forrest Smithson, en 1908.
El vallista Forrest Smithson, en 1908.

El arzobispo episcopal de Pensilvania, Ethelbert Talbot, invitado por sus similares anglicanos a una ceremonia durante los Juegos en la catedral de San Pablo, pronunció frases como estas el 19 de julio: “Los Juegos en sí mismos son mejores que la prueba o el premio”. “Aunque solo uno puede ponerse la corona de laurel todos pueden gozar de la competición”. El barón Pierre de Coubertin, apenas días después, recuperó el espíritu de esas palabras y lo resumió para la historia: “Lo importante no es ganar, sino participar”.

Pero el fundador del olimpismo moderno confirmó pronto que solo era una frase. La tremenda rivalidad anglo-estadounidense dejó el ‘fair play’ por los suelos. El rey Eduardo se quejó de los gritos de los estadounidenses en el estadio y, estos, al regreso a Nueva York, llevaron incluso un muñeco de león británico encadenado, lo que supuso para Coubertin un serio conflicto diplomático. El primer problema estalló ya en la apertura al no estar la bandera de Estados Unidos en los mástiles como las del resto de países. Martin Sheridan, el abanderado, que ganaría el lanzamiento de disco, como en San Luis, 1904, se negó a bajarla cuando pasó frente al palco real. “Esta bandera no saluda a reyes de la tierra”, dijo.

Pero lo peor sucedió en los 400 metros del atletismo. El lugarteniente escocés Wyndham Halswelle ganó solo, algo inédito. Era el favorito, pero los estadounidenses William Robbins y John Baxter Taylor se negaron a correr la repetición de la final dos días después de que se suspendiera la primera y fuera descalificado su compatriota John Carpenter. Supuestamente, por empujar a Halswelle. Se corría en grupo, no por calles aún, y lo insólito fue que los jueces, ya al acecho de alguna estrategia de equipo porque eran “tres contra uno”, se colocaron cada 20 yardas, entraron en la pista y no dejaron terminar la prueba al cerrar el paso a la meta a los estadounidenses.

Fue algo bien distinto a la final de la categoría de 84 kilos en lucha grecorromana entre los suecos Mauritz Andersson y Frithiof Martensson. Este tuvo una lesión y se acordó aplazar la pelea hasta el día siguiente para que se recuperara. Lo hizo y ganó el oro.

Cada edición de los Juegos se recuerda por algún momento impactante y en 1908 fue la llegada del maratón. El italiano Dorando Pietri entró el primero en el estadio, pero extenuado. Atravesó la meta ayudado por los jueces tras caer varias veces, por lo que fue descalificado. No por usar estricnina, la prehistoria de la EPO, como se supo años después. Tampoco lo hubiera sido, sin agencias antidopaje ni laboratorios en aquella época.

Los Juegos en sí mismos son mejores que la prueba o el premio Ethelbert Talbot, arzobispo de Pensilvania

Ganó el estadounidense John Hayes, segundo en cruzar la meta, pero el dramatismo de la escena llevó a la reina Alexandra a enviarle a Pietri una copa de oro. No fue raro con tanto protagonismo real. De aquella carrera proviene la extraña cifra de los 42,195 kilómetros, distancia que no se fijaría en los Juegos hasta París, en 1924. Eran las 26 millas que había entre el castillo de la familia real británica en Windsor y el estadio, más las 385 yardas en la pista para que la meta coincidiera delante del palco real.

Una primera medida de 25 millas, 40,23 kilómetros, ya cuadraba con los 40 kilómetros iniciales de Maratón a Atenas en 1896, pues aún se variaba el espacio sobre esa referencia histórica. Pero en 1908 se añadió otra milla para que la salida fuese en la parte oriental del castillo. A fin de cuentas, los británicos habían ido al rescate y Coubertin tuvo que tragar cosas mucho peores. Le habían prometido, por ejemplo, que todas las carreras serían en distancias métricas, pero los 5.000, entre otras, fueron tres millas (4.828 metros) y los 10.000, seis (9.656). Nada extraño, pues la pista empezaba por medir 356,45 metros, un tercio de milla, no 400 metros.

Dos atletas estadounidenses más fueron estrellas en White City: Melvin Sheppard, primer doble ganador del mediofondo, 800 y 1.500 metros, y Ray Ewry el “atleta resorte”, que alcanzó las ocho medallas de oro en los curiosos saltos sin impulso. Ya solo ganó dos, en altura y longitud porque se había suprimido el triple incluido en París 1900 y San Luis 1904. Llegó a saltar en su carrera parada 1,65, 3,48 y 10,58 metros. Esas pruebas ya no se disputaron en Amberes 1920 tras el paréntesis de la I Guerra Mundial. Ewry logró convertir sus piernas en ballestas con la recuperación de una poliomelitis infantil.

Londres 1908 tuvo hasta su duda o montaje históricos. ¿Ganó Forrest Smithson los 110 metros vallas nada menos que con una biblia en la mano izquierda? Así aparece en una imagen del informe oficial de los Juegos. Supuestamente era una protesta de otro estadounidense por tener que correr en domingo, día del Señor. Pero la final fue un sábado y ningún periódico se hizo tampoco eco de algo tan llamativo. Quizás, ni era una Biblia, sino una cartulina portafotos o se hizo en otro momento. Tal vez nunca se sabrá.

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