Tenía que ser así
La broma con los amigos del Atlético en estos días era: oye, ¿cuál es la fuente donde ir a celebrarlo? Porque pasan décadas entre triunfo y triunfo. Y se te han hecho mayores los niños que no tenías cuando el doblete. Y se te ha muerto el padre con el que celebraste la Intercontinental. Pero aquí estamos, en el año en el que el Real Madrid y el Barcelona pelean a dentelladas por la vulgar Liga, nosotros comiéndonos Europa y a tiro de dos títulos.
Que el Fulham iba a ser un enemigo complicado lo sabíamos desde el principio. Sobre todo porque no tenía ningún pedigrí europeo y eso es anticlimático. El morbo está en eliminar al Liverpool. Pero si Al Fayed había vendido los almacenes Harrods la semana pasada a un ministro de Qatar, ya debíamos haber sospechado que el pelotazo era posible. Ahora sólo le queda vender el equipo y dedicar el rato a los nietos.
Tenía que ser así. Ganar así. Jugando pésimo. Frente a un equipo espeso, que metió un gol en lo que fue un rapto de inspiración. Pero al otro lado el Atlético tuvo claro cuáles eran sus armas. Y los dos goles tuvieron algo de repetido, aunque con casi cien minutos de por medio. Qué paciencia. Pero si algo le sobra al aficionado del Atlético de Madrid es la paciencia.
En el primer gol, el pase en profundidad lo tuvo que dar un defensa rival, luego Agüero chutó en semifallo y Forlán coronó la jugada con ese instinto depredador y polivalente, que le convirtió en Bota de Oro el año pasado. En el segundo y definitivo, Agüero salvó un balón en la raya de fondo y obtuvo petróleo en la combinación con Forlán y el defensa desesperado al rechazo.
Tenía que ser así, casi llorando, arrastrándose. Basado en la pareja letal. Esos dos delanteros que convierten en balones peligrosos cualquier sandía que les llega del aire.
En el año de la crisis, el equipo de la crisis no podía faltar a su cita impuntual con los corazones rotos, con las familias arruinadas, con los parados y toda esa patulea de gente que disfrutó de una noche excepcional bañada en un fútbol ramplón.
En el Atlético los accidentes son la mejor virtud. Y empezamos la temporada con el fichaje rutilante del mejor portero revelación y después de partirle el alma, la autoestima y la rodilla, nos encontramos con De Gea, un chaval descarado que junto a Domínguez empiezan a apuntar que hay cantera atlética en manos de Amorrortu después de los años penosos tras el gilililazo que la cerró.
Estábamos preparando la lotería de los penaltis, confiados en que a un portero vestido de naranja de los pies a la cabeza sólo le podría marcar un gol algún rencoroso con el reparto del butano, cuando llegó el milagro, el accidente, el esfuerzo final. Y otra vez Forlán se arrancó la camiseta y el árbitro le mostró la tarjeta más protestada por la hinchada femenina.
Y Enrique Collar cantaba desafinado el himno del Aleti en la transmisión de la tele, porque ese himno hay que cantarlo desafinado. Y en el partido desafinado pudimos ganar un trofeo que ni siquiera sabemos muy bien cómo se llama. Es igual. El hambre de títulos estuvo a punto de paralizarnos, en un equipo poblado de jugadores que esperaban con ansia la reivindicación. La eliminatoria del Liverpool había devuelto la autoestima a este equipo agónico. La grandeza volvía a resonar tras un año esquizofrénico donde nada bueno duraba 15 días y al desastre lo coronaba siempre un arañazo de éxito. El Atlético deja magullado a su aficionado. Te da un masaje a pellizcos, a pisotones. Pero finalmente tocaba ganar.
Y aunque no nos lo creamos ni nosotros mismos, en una semana tenemos otra final. Frente a un rival conocido y temido, pero crecidos como nunca. Todo es posible. Soñaremos más fuerte.
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