Raúl Rodríguez o la grandeza de un explorador musical
Este aventurero de los sonidos mantiene su creencia firme en investigar la música andaluza en el siglo XXI hacia rutas de otros países del mundo con “la idea de hacer un folclore nuevo”
España siempre ha tenido un déficit de I+D, pero también de reconocimiento por la labor investigadora. Sucede también en el mundo de la cultura, donde las propuestas más innovadoras no encuentran un camino de asentamiento comercial ni desarrollo mediático. Raúl Rodríguez sabe bien de qué va esta carencia. Antropólogo y músico, Rodríguez es un auténtico explorador sonoro desde que estudió música para comprender la naturaleza humana. Lo que él mismo califica como “antropomúsica”. Lleva 30 años “subido a la furgoneta” haciendo su antropomúsica, toda una vida que le ha llevado a ser un forajido en una trinchera artística muy particular.
Raúl Rodríguez toca este sábado 22 de enero en la sala Galileo de Madrid. En otro mundo posible, debería ser un concierto más reclamado, con más atención de público y crítica, y no una actuación minoritaria donde hay casi que cruzar los dedos para que los oyentes respondan bien a la asistencia de la cita. Raúl tocará acompañado de La Lupe, tal y como él llama a su Loop Station, donde graba percusiones en vivo. “Sin que haya conflicto ni resistencias, puedo usar la tecnología más moderna para viajar al pasado. Juntar sonidos otra vez en el presente. La idea es que un hombre solo puede realizar un son de inspiración colectiva. Crear canciones nuevas. Y no revisitar solo un repertorio popular”, comenta. O como afirma: “Retroceder hacia el futuro”. Y, para ello, también parte de la expresividad de un instrumento propio, creado por él: el tres flamenco, una guitarra del siglo XIX con forma de pera, y solo tres notas octavadas, que le ayuda mezclar el tres cubano y la guitarra flamenca.
La última vez que vi a Raúl fue, precisamente, en la sala Galileo en el concierto del chileno Manuel García en Madrid el pasado septiembre. Salió a tocar con Manuel García y después estuve charlando en la calle con él y su madre, la cantante Martirio. Una vez más, sentí de cerca la raza artística de Raúl, que le viene de familia y responde a su inquietud innata por aprender y crear nuevos sonidos. “A las exigencias de mi casa”, dice ahora en conversación para este artículo. Con ella, su madre, empezó en 1998 en el fabuloso disco Flor de piel, también con la participación de Javier Colina y Paco de Amparo. Luego, llegó otro gran trabajo: Mucho corazón. Fueron discos muy seminales de la capacidad de revisitar la tradición con nuevos ojos. Incluso fueron anteriores a Lágrimas negras de Diego El Cigala y Bebo Valdés.
“Nos hemos dedicado mucho a revisar el repertorio clásico sin abusar de la memoria pasada”, confiesa este agitador sonoro que, a veces, cree que los músicos de su generación, pertenecientes como él a la nueva escuela andaluza de los setenta, han “calentado banquillo durante mucho tiempo”. Les ha faltado visibilidad y mayor reconocimiento. “Porque entre la memoria y el trabajo comercial, hay siempre un espacio intermedio para la creatividad”, asegura. Pero siente un orgullo loco por estar en “la primera división” de esa escuela: “He trabajado con las grandes espadas de este país: Kiko Veneno, Santiago Auserón, Javier Rubial, mi propia madre…”. La lista es mucho más extensa. También ha trabajado, ya fuera de la escuela, con Jackson Browne, Jonathan Wilson, Ben Harper, Jon Russell…
Ahora mismo, Raúl está metido en la grabación de La razón eléctrica, un disco que cierra la trilogía que empezó con Razón de son y continuó con La raíz eléctrica. “Digamos que hice la tesis, luego la antítesis y ahora la síntesis”, explica para hablar del que será un disco libro, como los anteriores, que recopila nuevas ideas y cierra su propuesta de antropología musical. En el concierto del sábado, adelantará canciones de este broche de la trilogía. Un broche que se ha nutrido de “viajes muy fuertes” por medio planeta en los que aplicaba un modelo de trabajo: primero, residencias en los lugares elegidos con los músicos autóctonos y, después, tocaba con ellos en conciertos y grabaciones. “El resultado ha sido muy bonito a nivel humano, artístico y de pensamiento. Es algo muy poderoso a nivel humano e incluso físico. Porque creas con los músicos una relación muy real. Tocar en directo es casi prácticamente hacer el amor. Es hacerlo sin carne, aunque eres capaz de morir por el otro y el otro por ti en la relación artística creada”.
De esta forma, su exploración le ha llevado a Mali con Toumani Diabaté, Habib Koité y los alumnos del conservatorio de Bamako. En Guinea Ecuatorial con Alex Ikot. En Veracruz, México, con la gente de Mono Blanco, Son de Madera, Sonex y Caña dulce y Caña Brava y a conocer al investigador Antonio García de León, creador del concepto “Caribe AfroAndaluz”. En Madagascar con Rajery (el “Rey de la Valiha”, un instrumento local). Y en Senegal con Sirifo Kouyaté. Palabras mayores.
“Me ha desbordado. Mucho más de lo que pensaba. Ha sido muy escalofriante hacer la exploración de la música andaluza abierta al siglo XXI”, confiesa. “Hasta el siglo XX, la música andaluza era vista como bastante local, pero ahora se ve que hay un viaje de 500 años de idas y de vueltas. Estamos todos los conocedores de la tradición tomando conciencia de eso. Un viaje de influencias caribeñas y africanas. Todas pertenecen a un magma común, a un potaje que se ha cocinado y, luego, se han repartido los platos en restaurantes de distintos países”. Un potaje que, según este gran aventurero musical, debe servir para alimentar “la idea de hacer un folclore nuevo”. Porque, dice, estamos “necesitados de composiciones nuevas”. O de sonidos no tan anclados al pasado y buscar establecer nuevos ritmos y nuevos patrones con un fin humanista. “Música que nos incumba a todos. Que nos ayude saber que podemos convivir entre los distintos de manera igual”.
Babelia
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