La Noche de Reyes que pasé con los Beatles
Alejado de lo que más me importa, veo ‘Get Back’ durante siete horas del tirón. Sé que podría ser tedioso para muchos mortales, pero quién piensa en la mortalidad cuando escucha o ve a Paul, John, George y Ringo
Los Beatles tocaron juntos por última vez cuando mi hijo no había nacido, tampoco yo. He oído hablar tanto de ellos que, a veces, es como si fueran uno de esos cuentos que pasan de padres a hijos, de abuelos a nietos. Siempre han estado ahí, como una gran fábula, y es imposible saber ya qué fue verdad y qué mentira. En esta Noche de Reyes distinta a todas las demás, me gustaría, simplemente, no sentirme tan solo. La pandemia nunca se acaba y, de repente, como tantos, me he visto alejado de lo que más me importa. Una Noche de Reyes sin Reyes, como una promesa rota. Al menos, en este 5 de enero, tengo a los Beatles. Su documental Get Back (Disney+). Días atrás, ya lo había visto espaciándolo en distintos visionados e impulsado por el artículo del amigo Ricardo de Querol, pero esta noche, sin más qué hacer que maldecir la Navidad y la mala suerte, voy a verlo entero del tirón. Siete horas con los Beatles. Confinado con los Beatles. Quizá no aguante.
En los últimos tiempos, el mundo siempre parece polarizado, un lugar grosero en el que todo hijo de vecino se posiciona a favor o en contra de cualquier cosa. A favor o en contra de las mascarillas, a favor o en contra de más restricciones, a favor o en contra del aborto, a favor o en contra de la última película de Almodóvar, a favor o en contra de Ana Iris Simón, a favor o en contra del sorteo de la Champions… Solo la muerte es el único tema sobre el que todos parecen estar en contra, aunque seguro que los negacionistas y los cuñados han cambiado de opinión. Y, hasta este año, pensé que los Beatles podían ser el único tema en este averiado planeta sobre el que todos pudiesen estar a favor, pero este documental de Peter Jackson ha demostrado que no. También hay que estar a favor o en contra. Ok. Pues yo solo puedo estar a favor, ya lo siento por Carlos Boyero y Sergio del Molino, a los que leo y admiro, pero lo estoy más en esta noche en la que los cuatro fabulosos de Liverpool son mi única compañía.
A favor del documentalazo de los Beatles. Una cosa es clara: si eres músico y estás en contra de este documental, entonces, amigo, no eres músico. Eres otra cosa, incluso un tuitero con ganas de polémica. Lo siento por ti. Con un solo visionado, uno ya se da cuenta de que Get Back es un regalo para cualquiera que alguna vez haya intentado expresarse con unos acordes. De principio a fin, aunque especialmente en los dos primeros episodios de los tres que configuran este documento. Que los Beatles tuviesen este regalo guardado en un baúl mágico que abrimos ahora, medio siglo después, es una fantasía para la música. Es la Noche de Reyes y necesito creer en las fantasías. Puede que también sea eso, pero ya lo creí la primera vez que lo vi.
Ahora, mientras llueve afuera y tengo las luces del árbol encendidas en el salón para recordarme que hay que intentar ser positivos en el año nuevo, aunque el anterior y el otro nos hayan salpicado de mierda, quiero creer que me he colado con los Beatles y toda esa gente en los Twickenham Studios. De hecho, me he colado. Es fácil sentirlo así cuando ves cada detalle de sus caras: sonrisas, miradas, cejas elevadas, palabras masticadas… ¿Se puede ser más molón que ellos vistiendo? Digo no, con esos abrigos de piel y esos looks que son ahora más modernos que todos nosotros en el siglo XXI. Y a la vez pregunto: ¿se puede tener el pelo más sucio que los Beatles? También digo no. En fin, son los Beatles. Estoy aquí con ellos y solo busco permanecer todo lo que mi cuerpo aguante. Sé de qué va esto y sé que estar dentro de esta cocina beatle podría ser tedioso para muchos mortales, pero quién piensa en la mortalidad cuando escucha, ve o habla de los Beatles. Yo no. Eso lo aprendí desde hace mucho tiempo.
No es casualidad que el documental se llame Get Back. Es un homenaje a Paul. Tiene que serlo por parte de Peter Jackson. El momento en el que Paul, con su jersey amarillo, saca la canción de Get Back, con Lennon “llegando tarde”, Harrison bostezando, Ringo con cara de sobado y otros a lo suyo, es un gran momento visto de cerca, vivido en tiempo real. Sin duda. Es como tener la llave al laboratorio extraordinario de los Beatles. De forma exclusiva. Es un momento que además ilustra que Paul McCartney era la figura capital de los Beatles en 1969, cuando el grupo era la mayor cima musical del pop mundial. Es el verdadero líder de la banda y, aún con todo, no sirvió de nada. Una de las razones primeras de esta separación tan famosa fue la muerte de Brian Epstein, manager del grupo. El documental arranca ahí, sin Epstein ya. Arranca, por tanto, anunciando el final. Por eso, en mitad de las grietas, Paul luego reclama en los estudios televisivos “una figura paternal”. Los Beatles necesitaban de esa figura, como una pandilla de chavales, como una gran empresa creativa equilibrada por un padre. Sin padre, the kids are not all right. Los niños se pierden. Eso, afirmo, fue mucho más definitivo que la aparición de Yoko Ono.
Yoko Ono aparece y desaparece como un fantasma. Creo que Peter Jackson ha querido joder un poco con la famosa monserga de que “la culpa de todo la tiene Yoko Ono”. Cualquier beatlemaníaco sabe que no es verdad. El grupo ya estaba dividido por muchos más factores, entre ellos la falta de Brian Epstein. El director podría haber montado esta primera parte de una forma en la que no se notase tanto que Yoko era como un espectro apareciendo por capricho, pero no ha querido. Quiere que lo veamos. En cuestión de medio minuto, es como si Yoko dijese: “Una vez estoy al lado de John, otra vez no. Ahora, aparezco leyendo el periódico, pero, plas, desaparezco al instante”. Seamos claros: Get Back, como documento histórico, ya solo es valioso porque nos demuestra tajantemente lo que significaba la presencia de Yoko en unos Beatles con fisuras. Un ser que se pega a su prometido como un percebe a una roca. Sabíamos que Yoko había estado dentro del grupo, pero nunca lo habíamos visto. Y es mucho más bestia de lo que podíamos imaginar: ¡era un percebe de John, tomando té, leyendo el periódico, dibujando o mirando a las musarañas a solo centímetros del prometido! Un percebe todo-el-rato. Dentro del núcleo, sin compasión, sin descanso. Yoko La Percebe con John La Roca, inamovible en su decisión de meter a su prometida en pleno barullo. Al resto de parejas del grupo no se les ocurre hacer lo de Yoko. Ni a Linda Eastman ni a Maureen Starkey, que pululan a veces por ahí sin pegarse a nadie. Sin embargo, el resto de las parejas no tenía como pareja a John La Roca. Ese fue el problema.
Está claro que John estaba incordiando al resto y, sobre todo, a Paul con esta decisión. ¿Qué sentido tenía? Podría estar enamoradísimo de Yoko, pero el amor, artefacto perfecto para comportarte como un gilipollas, no tiene nada que ver con tocar a dos manos los bemoles al resto de tus amigos. Se ve claro: a John ya no le importan los Beatles como antes. Paul lo sabe y lo dice: “Si John tiene que elegir entre los Beatles y Yoko, elegirá a Yoko”. Los llama “tortolitos” cuando ambos llegan tarde al ensayo, otra vez. “Esto resultará increíblemente cómico dentro de 50 años: se separaron porque Yoko se sentaba en el amplificador. Solo quedaron dos”, afirma McCartney. ¡Y, caramba, Paul, resulta cómico! Lo estoy viendo. Estoy viendo cómo os estáis separando, observo tu desesperación y a Ringo, poco antes, diciendo que no le gustan los Hare Krishna que ha traído George. ¡¿A quién narices le gusta un Hare Krishna?! Imagino que, a finales de los setenta, estaban de moda y tenían sentido con ese rollo jipi del verano del amor y drogas hasta en el colacao, pero ni entonces ni nunca podía gustar un pesado de esos -imagínate una tropa- en el núcleo. En el centro de gravedad. En lo sagrado: el trabajo y la creación, la unión de los cuatro para hacer canciones. Los Hare Krishna de George Harrison y Yoko La Percebe al lado de John La Roca Tardona como elementos que veo para confirmar que las cosas entre ellos estaban bastante mal. Entiendo a Paul cuando asegura: “Cuando estás cerca algo crece, cuando no, no lo hace”.
Los Beatles, esos cuatro chavales de Liverpool convertidos en las estrellas artísticas más grandes de su tiempo, ya no estaban tan cerca como antes. Por eso, ya no crecían. Estaban condenados a decrecer. Get Back nos muestra con todo lujo de detalles cómo menguaba la banda más grande la historia. Las grietas que llevaron a la demolición. Lennon llegaba tarde siempre a los ensayos y no está cuando se habla de comprar catálogos de canciones con Apple Corps, la compañía de la banda. Incluso, en esta noche solitaria, me atrevo a decir que en los primeros días en Twickenham Studios llegaba colocado. Bastante colocado de alguna marihuana o lo que fuera. No habla apenas, parece ausente, está sin estar y es un añadido más que un motor. Su pasotismo es enorme. Pero eso no es tan definitivo como ver y escuchar a George. A las dos horas de metraje, George se cabrea y se tensan todos, menos Yoko, que parece siempre estar en su galaxia particular. (¿Qué pensará Yoko? Podría ser el nombre de otro documental experimental que no dijese nada, pero pareciese trascendental). Previamente a ese momento, había habido roces evidentes entre Paul, George y Lennon por las guitarras. George lo suelta: “A lo mejor necesitáis a Eric Clapton”. Reproche al canto del tercer beatle a los números 1 y 2. Se confirma que Clapton, enorme guitarrista, es el personaje más detestable de aquella época. Jamás aguantaba en un grupo, pero es que además su nombre servía para desestabilizar el resto de bandas. Para los guitarristas, “que viene Clapton” era como decir “que viene el lobo”. Pasó en los Beatles, pero también pasó en los Rolling Stones. “Buscad un sustituto. Poned un anuncio en NME (New Musical Express, revista británica)”, dice George, desafiante. Y se larga. Deja los ensayos. Y lo hace de una forma gloriosa: “¡Nos vemos en los clubs!”. Frase ya para la eternidad. Prometo soltarla alguna vez en mi vida antes de morir: “¡Nos vemos en los clubs, motherfuckers!”.
El segundo episodio también es muy ilustrativo, más allá de lo que raja Paul sobre John y Yoko y el inmenso momento del micrófono oculto en el florero durante la conversación en el restaurante entre John y Paul para tratar “el cabreo” de George. Lo es desde los primeros segundos en los que aparece Ringo solo entrando al estudio. ¿Nadie va a hacerle una ola a este hombre? Es un profesional como la copa de un pino. Ante el derroche de talento descomunal de Paul, John y George, él aporta profesionalidad. Uno de esos tipos que, si los Beatles fueran el Real Madrid, un entrenador le haría jugar todos los minutos de todos los partidos mientras sienta de vez en cuando a las estrellas, tan egocéntricas. Un tipo imprescindible. Sentado en la batería, algo más elevado que el resto, parece observar todo desde una posición privilegiada. El cuarto beatle, el último en llegar a la banda en sustitución del baterista Pete Best, siempre mira a los otros tres sin abrir la boca. Aporta poco, pero cumple siempre. A veces, su cara parece decir: “¡¿Qué narices pasa ahora?!”. O simplemente sonríe con su bigote imperial como para seguir dando continuidad a las buenas vibraciones entre los demás. Ringo Starr, el pegamento, o el corazón del grupo, como le llamaban los otros tres. Ringo, acudiendo a la trastienda de la sala cuando el cabreo de George amenaza con echar abajo todo el proyecto de la grabación del disco y el concierto y pidiendo “un par de anfetaminas” para la espera. ¡Si el Titanic se hunde, al menos, Ringo verá los glaciares ardiendo!
No tengo un beatle favorito. No puedo tenerlo. Mucho menos en esta noche. Me recuerda a cuando de niño me pedían elegir a un Rey Mago. Me niego. Tener un beatle favorito es como obligarme a disparar en un pie. No quiero disparar. ¡Abandonad las pistolas y disfrutad de los Beatles! ¡La unión hace la fuerza! ¡Nos quieren divididos y separados, daos cuenta! ¡Encima también hay que elegir un beatle! ¿Por qué? ¿Quién lo ha dicho? ¿Acaso Dios? Dios no existe y, si existe, los Beatles son más grande que él. Y que Jesucristo, claro que sí, John. Han pasado varias horas ya y parece que llevo media vida con ellos. Creo que ya he querido a cada uno de los cuatro por separado, pero también los he odiado. Como la vida misma. Como a Dios, si fuera creyente. Sé que se van a separar y quiero poder hablar (y no ser un espectro como Yoko) y que me oigan gritarles: “¡No la jodáis!”. Por favor, no la jodáis... Pero no puedo. Solo puedo seguir estando con ellos y escuchar y ver.
Son los Beatles y me encanta cómo juegan con las canciones. Si amas la música, este documental es una sorpresa constante. Mola tanto ver cómo calientan con las canciones de otros... Es una de las grandes maravillas de este documento: siempre hay buen rollo cuando se ponen a recuperar canciones de sus comienzos como músicos. Esas composiciones que aprendieron con la ilusión de convertirse en músicos de verdad. Suenan canciones del mejor legado afroamericano. Saco papel y boli y apunto, aunque solo sea para hacerme mi propia playlist: Save the Last Dance for Me, Blue Suede Shoes, Kansas City, Shaka, Rattle and Shout… Música vibrante, inocente, pasional. Se miran, se ríen, se buscan con los instrumentos… ¡Maldita sea, son los Beatles en estado puro! Quizá la lectura más interesante de este documental es ver en tiempo real las fricciones del grupo, pero para mí no. Esta Noche de Reyes no. En esta noche fría, lo mejor es la diversión con la música. Esa es la clave. Se ha hablado poco de lo que se divierten. Hay tensiones, discrepancias y un futuro a punto de llegar a su fin, pero todavía se divierten. Hay algo extraordinario que les conecta con la música. Algo muy extraordinario. Apuesto a que pones unas cámaras en miles de bandas que llevan el mismo tiempo que ellos y que tuvieron o tienen mucha menos presión y éxito y no encuentras tan buen rollo cuando tocan. Bandas comportándose mucho más cretinamente entre ellos, con más silencios, tensión y enfrentamientos. Con menos amistad. Tocan Help y se mofan del primer día que Ringo tocó la batería y solo se fijaba en tantas mujeres entre el público. Son amigos amándose y odiándose, como yo a ellos. Amigos que solo están cansados de su gran historia. De sí mismos quizá. Amigos de los que se espera todo y ellos se mofan de todo, leyendo la prensa y riéndose de su transcendencia, de su impacto, de ser Beatles.
Juegan con la idea de ser otra cosa distinta a los Beatles. “Le puedo pedir a Dylan que se una a los Beatles”, dice George en el segundo episodio. “Lo hará”. Dylan nunca les diría que sí. O no. Dylan también estaba ya cansado de ser Dylan. Ellos se separaron y Dylan desapareció una temporada. ¿Habría sido realmente posible? ¿Es Marte habitable? ¿Existe vida inteligente más allá de la Vía Láctea? Quién sabe. Ni Dios podría predecir qué hubiese pasado de esa unión. Barajan también incluir a Billy Preston como quinto beatle oficial. Billy es un máquina, un pianista exquisito y de nervio formidable. Aparece en esas grabaciones y aporta su toque, el toque negro que ningún beatle puede aportar, aunque lo admiren con toda el alma. Los Beatles, niños blanquitos de las islas, llegaron con la herencia negra a lo más alto. Hicieron lo que los afroamericanos no podían hacer en su propio país: ser estrellas nacionales, incluso mundiales. Pero, una cosa es cierta, ninguna estrella blanca, ni siquiera los Beatles, tienen ese duende o groove negro. De ahí, la presencia clave de Billy Preston. Poco después, George, que también habla de sacar un disco por su cuenta, dice: “Podríamos ser la banda de los Corazones Solitarios”. Y Lennon añade: “Beatles y cía”.
Al final, son simplemente los Beatles. Y ya sabemos cómo acaba la historia: como un cuento. Su último concierto es en la azotea del edificio de los estudios de grabación de Apple Corps. Es todo improvisado. Veo cómo sucede, cómo Paul se niega, pero acaba aceptando. Veo también cómo la gente se pregunta en la calle qué está pasando. Es algo que ya había visto antes, años atrás, sobre este concierto, pero no había visto algunos de los comentarios a pie de calle. Esa señora que dice que no le gustan los Beatles porque le han despertado de la siesta tocando ahí en directo, en lo alto del edificio. Su cara es de menos amigos que la de Ebenezer Scrooge al comienzo de Cuento de Navidad. Glorioso. Ese otro tipo que dice que los Beatles ya no le molan porque han cambiado “totalmente”. ¡Es un proto gafapasta esnobista reivindicando todo altivo la primera época de los Beatles porque esa, tío, sí que molaba! Más glorioso aún. Pero lo más glorioso y que no había visto antes son a esos dos agentes de policía que iban a la azotea con el objetivo de parar el concierto. Todos los empleados de Apple Corps se burlan de ellos con las cámaras en las narices. Se hacen los locos, tardan en darles respuesta, buscan a alguien que nunca llega… y, mientras, los Beatles están dando su última actuación en una azotea de Londres. Música a todo trapo. Canciones nuevas para el fin del sueño. Contraponer la cara de Billy Preston y la de los policías en un doble plano es magnífico. El tipo que está gozando como un salvaje y sabiendo que está haciendo historia con los Beatles ahí arriba y los otros dos condenados sufriendo porque son los dos cenizos más grandes de la historia. El afortunado y los desafortunados. Pero es que además los desafortunados son especialmente cretinos, con esos cascos mal colocados y esas miradas nerviosas y rápidas a cámara. No hay guion que hubiese superado lo que veo. Una vez más, la realidad de los Beatles supera a la ficción.
Va amaneciendo. Han pasado algo más de siete horas. Exactamente, 468 minutos. Sigo en el salón. Dicen que los Reyes Magos son los padres, aunque puede que no. Hoy, esta noche, los Reyes Magos han sido los Beatles. Los voy a echar de menos. De hecho, ya los estoy echando de menos. Paul, John, George y Ringo y ese grupo de peña intentando en los estudios de televisión, en los de grabación y en la azotea que su cuento sea perfecto. Lo ha sido. Lo fue. Lo sigue siendo. Sigo pensando en los cuatro, cuando sabiendo que estaban a punto de decirse adiós y no hablaban de ello, se ponían a tocar y era como ver a un grupo de amigos tocando por primera vez. Lo era. No recuerdo cuando fue la última vez que vi a un grupo de amigos tocando por primera vez, pero es una sensación poderosa. Podría decir que tiene mucho en común con esa sensación de la Noche de Reyes para un niño. Esperar la magia. Creer en la magia. ¿Y qué es la magia? Puede que sea confiar en que no hay mentiras que acaben con lo bueno que se le puede pedir a la vida y, entonces, lo bueno sucede, pese a las mentiras.
Los Beatles tocaron juntos por última vez cuando mi hijo no había nacido, tampoco yo. Sin embargo, han sucedido esta noche en mi salón. He estado con ellos en una noche en la que sentía que lo único que apasionadamente me importaba estaba donde yo no podía estar, pero, al menos, puedo decir que he estado con los Beatles. Mañana se lo contaré a mi hijo y estoy convencido de que me creerá. Después de todo, me espera ese regalo.
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