¡Qué gritan esos malditos abonados del 7 de la plaza de Las Ventas!
Los taurinos hacen lo que quieren (manejan a su antojo la fiesta de los toros) porque los aficionados no hacen lo que deben
A falta de triunfos sobre los que cimentar las tertulias tras la Feria de San Isidro, el protagonismo lo ha adquirido el singular comportamiento del público, las habituales y encendidas protestas del exigente tendido 7, el moderno conformismo del resto de la plaza y la desorientación del palco presidencial.
Más de uno se ha rasgado las vestiduras al considerar que la plaza de Madrid ha perdido el norte, que el guirigay vivido algunos días es inadmisible —acudir a la plaza con una pancarta es “tercermundista”, ha dicho el empresario García Garrido en este blog—, que las airadas protestas no vienen a cuento e interrumpen el desarrollo de la lidia, y que, en fin, los aficionados exigentes no son más que alborotadores a los que la policía debería expulsar de los tendidos por las muchas molestias que causan a los silentes y biempensantes espectadores que pagan una pasta para pasar dos o tres horas de aparente diversión, adornada de orejas a ser posible.
Quien a estas alturas no haya asimilado aún que la fiesta de los toros es un espectáculo en constante evolución, como todos, y que hoy está sumida en una fuerte crisis de identidad, asistirá escandalizado a esta nueva realidad, pero carecerá de argumentos sólidos para rechazarla.
Un festejo taurino ha sido siempre un escenario propicio para la emoción, la pasión, la polémica, la exigencia y, cómo no, para la división de opiniones.
Una plaza de toros no ha sido nunca una pasarela de modelos a la que público asiste sonriente, elegante y quieto, sino un ring en el que se desarrolla una lucha a muerte entre un ser humano y un animal. Así de duro, pero así de real. A pesar del tarro de esencias artísticas que hoy edulcora la lidia, a pesar de que el toreo haya alcanzado la cima del arte por la exquisita selección del toro bravo y las misteriosas excelencias de los toreros, el espectáculo no perderá nunca su esencia como elemento difusor de la porfía permanente.
Un festejo taurino es un escenario propicio para la emoción, la pasión, la polémica, y, cómo no, para la división de opiniones
A quién puede extrañar que la afición, contagiada de amor al toro y enferma de pasión amorosa por la integridad del espectáculo, exprese sus más recónditos sentimientos cuando entiende que lo que sucede en el ruedo no se corresponde con lo que dictan las normas escritas y no escritas de la grandeza. Así ha sido siempre y debe seguir siendo.
Distinto asunto es el insulto, el comentario inoportuno, el desprecio, el exabrupto derivado del alcohol… El que injuria no es aficionado, sino un agresor ruin, pero el que protesta, incluso airadamente y con pancarta incluida, ante las presuntas tropelías de los taurinos, o, simplemente, ante lo que considera legítimamente una agresión a los intereses de la tauromaquia, hace bien, muy bien en defender sus derechos.
Es innegable que la tauromaquia ha llegado viva al siglo XXI gracias, fundamentalmente, a la legión de aficionados que la han defendido, en las circunstancias más adversas, de aquellos, y no han sido pocos, que han pretendido mancillarla.
Claro que está permitida la protesta en los toros; y los abucheos, y las broncas… Y si alguien tiene duda, que pregunte a nuestros abuelos cómo se las gastaban en tiempos pretéritos cuando la afición se sentía estafada. ¡Menudos eran…!
Es más: Madrid se puede seguir considerando hoy la primera plaza gracias a una afición minoritaria exigente con el empresario y la autoridad, y generosa, también, con el torero dispuesto a codearse con la verdad y jugarse la vida.
Y no hay duda de que la fiesta de los toros no padecería la crisis en la que está inmersa si los aficionados de toda España —una inmensa minoría— dejaran de organizar jornadas y conceder premios, y trabajaran en serio por la unidad que tanto critican en los taurinos y exigieran a los empresarios, ganaderos, toreros y administraciones públicas que sean más serios, que no engañen, que no abandonen sus responsabilidades y cuiden, defiendan y promuevan la tauromaquia, como manda la ley.
¿Alguien cree que si los aficionados —todos unidos― hicieran valer sus derechos se cometerían las tropelías que cada día acosan al espectáculo taurino?
¿Se habría atrevido la Comunidad de Madrid a autorizar la liberalización de los precios de las entradas sueltas en la Feria de San Isidro?
¿Habrían diseñado los empresarios de Las Ventas una feria para las figuras y sus toros preferidos, con un desaire hacia otros toreros de interés y la semana torista?
¿Habrían salido al ruedo venteño muchos de los toros mal presentados, con la excusa de que persisten los efectos de la pandemia?
El que injuria no es aficionado, sino un agresor ruin, pero el que protesta, incluso airadamente y con pancarta incluida, hace bien en defender sus derechos
¿Imagina alguien que la reciente corrida de la Beneficencia hubiera estado tan mal planteada?
¿Sería Paco Ureña víctima de la campaña de acoso y derribo que parece dispuesta para acabar con su carrera?
¿No estaría Manuel Escribano en los carteles de las ferias después de sus resonantes triunfos en la Feria de Abril?
¿Acaso no tendría su futuro más despejado Fernando Adrián tras abrir dos veces la Puerta Grande en un mes?
¿Alguien cree que si la afición taurina tuviera el peso que merece, la Fundación Toro de Lidia hubiera dejado fuera de la final de la Copa Chenel a Borja Jiménez después del craso error de un presidente con el asunto de los avisos?
Hay que exigir, claro que sí, para que la tauromaquia recupere la autenticidad, la honradez y la integridad que, a duras penas, le ha permitido llegar hasta aquí.
Hacen bien los aficionados del tendido 7 en protestar cuando lo consideren conveniente, como hace lo correcto Roca Rey al encararse con ellos si se siente insultado; hace bien el empresario García Garrido al sentirse dolido por acusaciones que estima injustas, pero debe aceptar la crítica porque estar al frente de Las Ventas es un alto honor que lleva implícitas algunas reclamaciones.
Se suelen quejar los aficionados de que los taurinos -figuras, ganaderos y empresarios- manejan a su antojo la fiesta de los toros, cometen flagrantes injusticias, diseñan boicots a ganaderías y toreros, y que sus intereses no van más allá de sus bolsillos… Se quejan de que la mayoría de las instituciones públicas se olvidan de los toros y otras los acosan sin medida…
Lo que suelen olvidar los aficionados es que todo esto sucede porque no hacen lo que deben, porque dedican su tiempo a organizar tertulias y entregar premios en lugar de coger el toro por los cuernos y defender su pasión con el ímpetu que otros la denigran.
¿Qué gritan esos malditos aficionados del 7 en la plaza de Las Ventas? Protestan, con sus errores incluidos, para defender la pureza de la fiesta. Ahí es nada.
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