El jardín de la vida
Dos editoriales rescatan un ensayo centenario de Vernon Lee (Violet Paget) que, con sorprendente vigencia, se mete en jardines para hablar de la vida


Poner las cosas patas arriba ayuda a madurar. También puede multiplicar la vida. “Debemos estar preparados para empezar de nuevo muchas veces”. Esa idea, que se cumple en cualquier jardín, le sirvió a Vernon Lee para anunciar sus ideas sobre la bondad y la fecundidad de la vida: el hecho de que vale la pena vivirla una y otra vez con fortaleza, ternura y humildad.
En realidad, Vernon Lee era una mujer: la escritora británica Violet Paget (1856-1935), nacida en Francia y asentada en Florencia, que siempre defendió que el origen de los estudios estéticos estaba en la experiencia individual. Escribió ensayos, una novela, relatos y obras de teatro, casi todos traducidos al castellano: Esa maldita voz, Mi vida estética, Espectros, Presencias.
Como un signo de los tiempos, este año, dos editoriales han coincidido rescatando uno de sus ensayos más personales Hortus Vitae. Guillem Usandizaga lo ha traducido para la editorial Elba como El jardín de la vida. Para la editorial Rosameron —que ha dejado de lado el pseudónimo de la autora para relanzarla con su nombre verdadero— Juan Camilo Perdomo Morales ha mantenido el título original: Hortus Vitae, una invitación a cultivar el jardín interior. Esa invitación la tiende este ensayo: un compendio de reflexiones y observaciones, también un ideario, que va más allá de las flores de la vida —que no son las que vemos en floristerías—.

Es cierto que los jardines en los que se adentra este libro no son siempre vegetales. Al igual que “la vida, esta dispuesta a reconocerlo, no es un jardín privado, ni debemos intentar que lo sea. Nueve décimas partes son jardines comunales, que debemos labrar en compañía y con el sacrificio mutuo de nuestros caprichos”. Así, ¿cómo tener un entusiasmo infantil que rebaje la pérdida de la capacidad de obtener alegría? Paget concluye en su ensayo que la gratitud —curar, consolar, resarcir— es lo que multiplica la vida. “El amparo del arte ayuda, pero es importante recordar que la felicidad es un estímulo. No puede ser la meta de la vida. En realidad, la vida a menudo olvida a la gente que la persigue por sí misma”.
Es así como Paget apunta que las flores de la vida no crecen en los jardines. Y que las rústicas son más cercanas a sus propietarios: “No sirve de nada confiar en que artistas o filósofos acondicionen los espacios cercados de nuestra alma. Hay que cultivar el propio jardín”. Sobre esfuerzo, goce, atención y rehacerse trata este ensayo. Aunque hay más.
Paget observa que “cada país tiene su propia manera de hacernos felices”. Para ella Alemania se entendía desde sus instituciones y Francia se explica en sus libros. “Leer libros sobre todo es útil para desear leer más libros”, apunta. Aunque, atención, advierte de que “para que cumplan su propósito, no siempre hay que leer los libros”. Por ejemplo: un libro que es un regalo, o un hommage de l’auteur, ya ha cumplido su propósito, como tarjeta de visita o, en el mejor de los casos, como un ramo.
Lo mismo vale para los libros prestados sin que se hayan pedido. “Sobran las razones para no estar al día, como presumen las personas vanidosas y estúpidas”. Uno lee sintiendo el arrebato de la comprensión conjunta, de una mente con otra mente. Ese es el tipo de lectura que le interesó a ella.
Al hablar de música, Paget se refiere al oído interno frente al oído externo. Es el primero el que proporciona placer. “La unión de la música y el alma ocurre durante lo que el profano llama silencio”. Cercano al silencio, Paget cita la sensación inefable de descansar en el afecto y la sabiduría de un amigo. “Somos tan imitativos que cualquier persona que nos guste mucho añade una nueva forma posible, un patrón nuevo, a nuestra comprensión y sentimiento.
También detecta, y protesta, porque hay demasiado poco cortejo en el mundo. Está convencida de que las cosas bellas exigen galanteo. Y de que “el encanto de las cosas depende de nuestra capacidad de detectarlas”. Uno de los jardines más inspiradores de Paget es el de las nuevas amistades, los nuevos amigos que hacen descubrir en el arte, la literatura, nuestro entorno, o nosotros mismos, algo que no habíamos sido capaces de observar. O de apreciar.
Para explicar esa sensación, recurre a la naturaleza: “Aparece un pico lejano en el que uno no se había fijado, o una hierba aromática que siempre había crecido en esas rocas, pero también podría no haberlo hecho, si otros ojos no hubieran dirigido los nuestros hacia ella, o si otra mano no la hubiera aplastado para que percibiéramos su fragancia”.

Paget se mete en jardines físicos como quien acude a un amigo: “No hablamos, pero me siento acompañada”. Lo hace para pensar, para esquivar la profunda sosería de tantos seres humanos. El ruido y la confusión de la vida no nos permiten fijarnos en todo. Por eso los cambios vitales o profesionales se ven favorecidos por el “accidente” de una nueva amistad.
Habla de Goethe y Schiller o de Ruskin tras su encuentro con Carlyle. Aunque es consciente del agradecimiento que merecen las viejas amistades: “Están compuestas de lo que, cuando todo está dicho y hecho, necesitamos por encima de cualquier otra cosa”. Paget advierte de que después de muchos años de familiaridad uno puede no conocerse.
Así, escribe que con antiguas amistades podemos ser menos sinceros, menos nosotros mismos, que con las nuevas. “Imitamos al yo de hace años en su relación con un tú igualmente obsoleto” por piedad, monotonía, miedo o ceremonia. Está hablando de confundir cuidado con miedo. Si trasladamos eso a un jardín podemos destrozarlo. Amar es, en la mayoría de los casos, una creación. Y ella sabe que “todavía no hemos descubierto cómo tratar a ninguna de nuestras posesiones, incluidos a nosotros mismos, de tal modo que siempre mejoren”.
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