Muere Carlos Moya Valgañon, una singular inteligencia
El sociólogo trataba de pensar al otro lado de la razón, para poder así pensar la razón misma

He tenido dos maestros en mi vida, a cuyos hombros traté de alzarme. Elías Díaz, como buen jurista, me enseñó a usar las palabras con precisión, me enseñó a pensar. Pero Carlos Moya me enseñó a pensar mi propio pensamiento, a confundirlo y no darlo por supuesto. Elías Díaz falleció hace pocos meses y Carlos Moya falleció el viernes pasado después de un lento deterioro.
La Wikipedia nos enseña que Carlos Moya había nacido en Córdoba en 1936, hijo de maestros republicanos represaliados. Estudió Derecho becado en el Colegio Mayor San Juan de Ribera de Burjasot, y se formó como sociólogo en la Universidad de Colonia con René König, leyendo su tesis doctoral en 1963: Problemas fundamentales de la teoría sociológica: de Marx a Durkheim y al estructural-funcionalismo. Al año siguiente se incorpora a la Cátedra de Filosofía del Derecho de Ruiz-Giménez y se vincula con el Partido Socialista Popular de Tierno Galván. Enseña en la entonces Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la UCM hasta 1971, año en que gana la cátedra en la Universidad de Bilbao. En 1974 regresa a Madrid, dirige el Instituto de Ciencias de la Educación de la UNED, y en 1977 se incorpora a la recién creada Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM, de la que será decano de 1980 a 1982. En 1989 regresa a la UNED hasta su jubilación como catedrático emérito. En el 2007 el CIS editará su Libro Homenaje y en el 2010 le otorgará el Premio Nacional de Sociología y Ciencia Política.
Nada de eso destaca lo más relevante de Carlos Moya, hombre de rara y singular inteligencia. Pues, del mismo modo que lo sublime florece atisbando el horror, la máxima claridad solo nace al borde de la oscuridad. Cuando en De la ciudad y de su razón (1977) —y siguiendo a ese otro espíritu luciferino que fue el Wittgenstein del Tractatus—, Carlos Moya trataba de pensar al otro lado de la razón (para poder así pensar la razón misma), no caía en la cuenta de que eso es lo que hacía naturalmente y a diario. Pues estaba siempre entrando y saliendo del caos, como si ese fuera su elemento natural.
Costaba entenderlo, y podías escucharle largos minutos puntuados de tensos, agónicos silencios, sin acabar de saber qué quería decir. Pero, de pronto, con una frase más, se hacía la luz, y la sensación de “Eureka, eso era”, te hacía ver el argumento como en una suerte de rompimiento de gloria. Ortega dijo de Max Scheler que su obra que “se caracteriza por la más extraña pareja de cualidades: claridad y desorden. Vivía mentalmente atropellado, de pura riqueza”. Pues eso era Carlos. De ahí su necesidad de inventar palabras, conceptos y locuciones: “conciencia estereofónica”, “tabú patriarcal del incesto”, “dramaturgia político-religiosa”, “sobre-determinación mítico-ritual” o “aristocracia financiera”, por citar algunas. Palabros sustantivados y con mayúsculas, que captaban lo que había conseguido sacar en ese viaje interior a las tinieblas.
Una conversación con Carlos era siempre una caja de sorpresas. Su dependencia de senda era nula pues carecía de prejuicios y de anteojeras, como si lo viera todo de nuevo, como un niño, con su misma capacidad de sorpresa. Y ya sabemos que el conocimiento es un derivado de la perplejidad. Carlos no siempre proporcionaba las respuestas correctas, pero casi siempre tenía las preguntas adecuadas. Más que solucionar problemas, los creaba.
Una inteligencia muy bien alimentada, pues lo había leído todo: arqueología, religiones, leyendas, historia, filosofía, antropología, sociología, literatura. Pilas de libros, montones y montones de libros, entre los que sobrevivía. Y me consta que pasaba noches y noches en blanco, incluso a la luz de una vela o un candil, haciendo furiosas marcas de círculos en un libro tras otro. Su juicio sobre lo que valía la pena leer era indefectiblemente certero. Y lo compartía.
Hay dos tipos extremos de profesores, de académicos. Uno es el que, cuando te acercas a su mesa de despacho, oculta con el brazo el libro que está leyendo. Todos conocemos gente así, y podría nombrar bastantes. Ocultan sus ideas porque no son suyas y tienen pocas. En el otro extremo están quienes te hacen partícipes de sus ideas, te las regalan para que las uses a tu gusto, sin duda porque tienen muchas. La generosidad de Carlos con sus ideas era proverbial y siempre tenía abiertas las puertas de su inteligencia.
Generosidad también con lo más valioso que tiene un hombre: su tiempo. Carlos Moya podía perder (o ganar) horas y horas con cualquier estudiante o profesor joven, y los ha formado a cientos. Puede que no haya dirigido muchas tesis, pero ha dirigido al intelecto de muchísima gente. No era ágrafo, y escribió mucho y bueno. Pero sin duda, su mejor enseñanza la practicaba en la tertulia y el paseo, era un verdadero peripatético.
Sorprendentemente, y después de una intensa producción intelectual a finales del pasado siglo, cayó casi en el silencio, que ha durado décadas. Al recibir el Premio Nacional de Sociología, el profesor Murillo Ferrol señalaba que jamás una buena acción se queda sin su justo castigo. Cuánta razón. Quizás ese silencio fue el castigo a pagar por su previa osadía. Hemos aprendido mucho de Carlos, incluso hemos aprendido de sus silencios. Yo creo que todavía estoy aprendiendo de sus largos silencios.
España ha perdido a un gran maestro del pensamiento. Estará ahora camino de su amada Formentera para pasear por cala en Baster o la playa de Migjorn. Allí nos espera a quienes tuvimos la suerte de ser sus amigos.
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