Ana Mendieta, la artista que prefiguró el siglo XXI
Pionera de debates desde el ecofeminismo hasta la búsqueda del sentido de la identidad, de la denuncia de la violencia contra las mujeres al regreso a la sabiduría ancestral, un monográfico de su obra busca desprenderla de los clichés
A la hora de abordar el comisariado de la exposición En busca del origen, un monográfico que atraviesa los 15 años de trayectoria multidisciplinar de la artista cubanoestadounidense Ana Mendieta (La Habana, 1948 - Nueva York, 1985) partiendo desde sus desconocidos inicios pictóricos, Vincent Honoré, Rahmouna Boutayeb y el resto del equipo de expertos que buceó en los archivos de Mendieta se impusieron dos condiciones de entrada para llevar a cabo su cometido.
La primera, como explica Honoré mientras recorre las salas casi por completo desiertas del MO.CO. de Montpellier una mañana de martes, mientras el museo permanece cerrado al público, fue la misión de evaluar y poner de relevancia la “contemporaneidad” de una creadora que desde los años setenta del pasado siglo puso sobre la mesa temas tan actuales, tan de nuestra época, como el ecofeminismo, la denuncia de la violencia contra las mujeres, la veneración de la naturaleza, la revalorización de la sabiduría ancestral, el uso del propio cuerpo como medio para explicar el mundo y la búsqueda del significado de eso que llamamos identidad.
Dada la vigencia de sus planteamientos, el segundo requisito que se marcaron los comisarios fue el de subrayar su modernidad evitando “proyectar” sobre la artista una visión propia de este siglo XXI que con tanto tino prefiguró. No hablar por ella imitando su voz, sino invocarla rastreando la huella de sus ideas en los restos materiales de su producción, así como en sus lecturas, sus investigaciones y la comunidad que forjó con otros artistas (creadoras como Nancy Spero y Mary Beth Edelson). “Ella siempre regresaba a ciertos motivos, ciertas, técnicas y estructuras, y eso es lo que aspiramos a mostrar”, subraya Honoré, director de exposiciones del museo, que también alberga una muestra dedicada al pintor alemán Neo Rauch. “Queríamos enseñar lo complejo que es su trabajo, porque a ella se la suele relacionar con ciertos clichés. Y la idea era desprenderla de esos clichés”.
Al mencionar los estereotipos que sobrevuelan el nombre de Ana Mendieta, Honoré alude a una cierta mirada reduccionista sobre su legado. La que la presenta simplemente como una artista conceptual, o solo como una activista feminista. “Ella siempre desafió la idea de pertenecer a un país, a un sistema político, al feminismo o a ciertas estructuras estéticas mediante la continua reinvención de sí misma”, apunta, para más tarde subrayar la rapidez casi vertiginosa con la que la artista fue integrando en su práctica —que no copiando— las corrientes artísticas y los medios expresivos de su tiempo, desde la performance al vídeo y la fotografía.
El cliché definitivo, la gran nube negra, no sale sin embargo a relucir hasta el final de la conversación. Los comisarios preferirían poner el foco exclusivamente en el trabajo del artista, aquello en lo que tuvo capacidad de decidir y actuar. Pero lo cierto es que Mendieta es muchas veces recordada como icono feminista no tanto por su arte sino por su inexplicada muerte a destiempo, que aconteció al precipitarse desde el balcón de la casa que compartía en Nueva York con su marido, el escultor minimalista Carl Andre, con quien se la escuchó discutir violentamente aquella noche del 8 de septiembre de 1985. El suceso, por el que el artista fue juzgado y absuelto, quedó empañado de un halo de injusticia que desembocó en una protesta frente al Guggenheim en 1992 (que entonces exhibía a Andre), cuya consigna se transformó en un movimiento que ha pervivido a través de las décadas: “¿Dónde está Ana Mendieta?”.
Esta exposición, abierta hasta el 17 de septiembre y organizada en colaboración con otras instituciones como el Musac de León, que la acogerá a principios de 2024, quiere proporcionar una respuesta inequívoca a esa pregunta: ella está aquí, en las salas donde se exhibe su trabajo, una obra poliédrica y visionaria que trasciende su trágico destino. Ana Mendieta, se nos remarca, fue mucho más que su circunstancia. También más que una cubana que, como tantos compatriotas, abandonó su país por EE UU. En su caso, a los 12 años y junto a su hermana Raquel, de 15, en el marco de la Operación Peter Pan, con la que se trasladó a 14.000 menores no acompañados entre 1960 y 1962.
Mendieta, que procedía de una familia ligada al arte, llegó a Miami, pero pronto se instaló en Iowa, donde empezó a estudiar arte primitivo y a realizar pinturas. Cuatro de ellas se exponen por primera vez en esta antológica, así como varias fotografías que aparecieron en sus archivos durante el proceso de investigación para el montaje. El hecho de que esos cuadros —incluido un feroz autorretrato en el que la artista exagera sus rasgos de ascendencia negra— no se hubieran mostrado antes, tiene que ver para Honoré con el hecho de que Mendieta “enseguida se desligó de la pintura, porque pensó que no era un medio apropiado para expresar la fuerza y la energía que quería transmitir”.
A través de fotografías y vídeos que documentan sus acciones, así como acciones recreadas en las salas del museo, la exposición va poniendo de relevancia a cada paso la importancia de la cualidad dual que Mendieta quiso imprimir a su arte. El cuerpo —el suyo propio, el de una mujer joven y latina y, por ello, expuesto a un importante grado de violencia— pasa de ser el protagonista de denuncias y de una integración con lo animal y lo vegetal en sus obras tempranas a diluirse por medio del símbolo de la silueta, la forma vagamente femenina que utilizó en serie durante años para rubricar la fusión entre el body art y el land art de la que fue pionera, una comunión entre el individuo y la naturaleza escenificada a través de la performance (aunque ella, en realidad, nunca llamo así a sus acciones, consciente del yugo que imponen las disciplinas).
Con esas siluetas casi siempre efímeras que traza o construye entre árboles y piedras, en ríos y playas, en cuevas y antiguas tumbas, Mendieta se configura como una presencia consagrada desde la ausencia, como el nicho del Mihrab o el cuadrado negro de Malévich. Ligada a lo natural a través del uso de materiales perecederos como el fuego, la sangre, la arena o ramas de árboles, hace converger la tradición ancestral y la mirada contemporánea. En sus trabajos, se desvanecen los límites entre lo visible y lo invisible, lo permanente y lo pasajero. “Ella siempre jugaba con todo eso y trataba de situarse en el medio”, apunta Honoré. “Porque estar en el medio significa estar cargado de energía, y eso es mucho más importante”.
Concebida no tanto como una retrospectiva exhaustiva sino como “una celebración de un trabajo contemporáneo político y vibrante”, como afirma la nota de prensa, la muestra gravita en torno a la forma de la silueta como materialización del vínculo entre cuerpo y naturaleza, dejando de lado otras propuestas donde Mendieta utilizó abrió camino a la modernidad poniendo el cuerpo y transformándolo en campo de batalla cultural. Así, quedan fuera algunas obras instaladas ya en el imaginario colectivo como sus Facial Hair Transplants (1972), donde Mendieta se pegaba pelo en la cara desafiando los cánones de belleza y los estereotipos que pesan sobre lo femenino.
En los primeros años de la década de los ochenta, ya instalada en Nueva York, su obra parece tender a una mayor verticalidad. Del yacer en el suelo, sus siluetas comienzan a elevarse hacia el cielo. En Roma, donde pasó un año gracias a una beca, disfruta casi por primera vez en su carrera de un estudio en el que se dedica a realizar dibujos que realzan el equilibrio entre puntos de vista que persiguió a lo largo de toda su trayectoria: no existe diferencia alguna entre la documentación y la obra acabada. “Ella es una artista fantástica, y tenemos que mirar a su trabajo una y otra vez”, recapitula Honoré. “Hay tantas cosas que se podrían decir y, sin embargo, su obra siempre escapa todo tipo de discurso”.
Babelia
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