El British Museum desmonta el mito griego de una Persia decadente
La exposición ‘Lujo y poder: de Persia a Grecia’ recorre los símbolos de la autoridad y el refinamiento de 500 años de un imperio y la síntesis de dos culturas alcanzada por Alejandro Magno
Primero está la admiración, luego la conquista seguida del desprecio. Finalmente llegan la imitación y el plagio. Es ahí cuando se revela que nadie vence definitivamente ni nadie es derrotado por completo. Cuando el general espartano Pausanias, después de proclamarse vencedor en la batalla de Platea (479 a. C.) contra el ejército persa, entró en la tienda que hacía las veces de palacio del emperador Jerjes, contempló “una abundancia de tesoros, muebles de oro y plata”, cuenta el historiador Herodoto. “Ante todo aquello, rodeado de cortinas bordadas con pedrería... apenas podía creer lo que veían sus ojos”.
El padre de la Historia contribuyó, con su habilidad narrativa, a la creación del estereotipo persa que justificó la victoria griega. “Las palabras clave están contenidas en esa última frase, ‘apenas podía creer lo que veían sus ojos’. Aquel era un mundo basado en las percepciones, y Herodoto nos conduce hacia un relato que pretende explicar cómo la pequeña red de ciudades Estado que eran entonces los griegos logró victorias tan espectaculares en su lucha contra el mayor imperio conocido hasta la época, que acechaba desde su frontera oriental”, explica James Fraser, comisario del Antiguo Levante y Anatolia del londinense British Museum (Museo Británico) y uno de los responsables de la exposición Lujo y poder. De Persia a Grecia. “Al enfrentarse a todo este mundo de refinamiento, la conclusión del texto está clara: a nadie sorprende que los persas fueran los perdedores. Se habían convertido en un pueblo corrupto, débil y afeminado por culpa de una vida de lujo. Habían pasado a ser un pueblo decadente”, señala Fraser con cierta ironía.
Ironía, porque el propósito de la exposición es precisamente el contrario. A través de objetos decorativos y utensilios de lujo, recabados de las distintas esquinas de aquel imperio —desde la actual Grecia al Asia Menor, en la costa turca, pasando por Italia, Afganistán o Bulgaria—, el museo relata cómo la dinastía aqueménida fundada por Ciro II el Grande utilizó, durante más de 500 años, el brillo y seducción de joyas, vajillas y ropajes para establecer y marcar un concepto de autoridad política. Los sátrapas que gobernaban los dominios persas imitaban ese lujo, aunque con presupuestos más modestos. La púrpura de Tiro, o púrpura real, que los artesanos fenicios del Líbano y del norte de África extraían del caracol marino murex, era un color asociado con el poder en la corte aqueménida. Una tablilla con escritura cuneiforme procedente de Irak contiene instrucciones para lograr un color similar a través de extractos vegetales. La imitación del lujo como aspiración de poder.
“La historia del lujo abarca mucho más que el relato binario de Persia y Grecia. Es más, aquel mundo greco-persa era en realidad una red de cientos de grupos con distintas culturas. Y esta exposición ayuda a entender cómo los diferentes estilos de lujo conectaban esas culturas a pesar de las fronteras políticas que las dividían”, explica el director del British Museum, Hartwig Fischer.
La única pega que puede reprocharse a una exposición cuyo planteamiento es ciertamente original está en la decoración de gasas de seda y falsas columnas griegas, que dan una apariencia de parque temático a un recorrido que a la fuerza debía ser discreto en su escenografía, porque todo se reduce a las múltiples vitrinas que recogen anillos, pulseras, collares, platos, o las figuras estrella de la muestra: los elaborados ritones o vasos vertederos, de oro y plata, que la aristocracia persa utilizaba en sus ceremonias de libación, para beber un exquisito vino —sin rebajar con agua, a diferencia de los griegos—. En una mano se sostenía el ritón, y en la otra el plato hondo en el que poco a poco se vertía el caldo. Equilibrio como símbolo de elegancia y mesura. “Siempre pienso en la frase de Coco Chanel, la diseñadora francesa: ‘El lujo comienza donde termina la necesidad’. Si estás utilizando estas delicadas vasijas para verter el vino, claramente el rito va más allá de la necesidad. Es un modo de celebrar la autoridad del monarca persa, que recaba los recursos más delicados y utiliza a los mejores artesanos que existen a lo largo de su imperio”, explica Fraser.
De la modestia griega al lujo alejandrino
La exposición contiene varias de las piezas del tesoro tracio de Panagyurishte, la ciudad búlgara donde los hermanos Deikov, que excavaban para extraer arcilla en 1949, dieron con más de seis kilos de oro en forma de ritones, ánforas y enócoes (jarras de vino), decorados todos con escenas mitológicas griegas o escenas de la Ilíada de Homero.
El desprecio griego hacia los persas no abarcaba su lujo y refinamiento, y las clases pudientes imitaban con moderación un estilo y una elegancia que admiraban. “Nada en exceso”, decía la inscripción del Templo de Apolo en Delfos. Atenas, por ejemplo, aumentó en poder y riqueza después de las guerras greco-persas, y los objetos lujosos procedentes de Oriente llegaban en abundancia. La ostentación personal era considerada, sin embargo, una amenaza a la estabilidad y el orden social, así que los atenienses buscaron la forma de imitar, en barro y metales menos nobles, la sofisticación de sus enemigos políticos.
La síntesis llegó con Alejandro. Sus esculturas imitan el esplendor de los emperadores persas o de los faraones egipcios. Derrotó a un imperio, forjó uno propio, levantó una nueva era helénica en la que retuvo a algunos de los gobernadores o sátrapas persas, estableció su corte en la tienda de Darío III y abrazó el lujo y los símbolos de poder que los antiguos griegos tanto habían detestado. El tesoro de Panagyurishte, de la corte tracia, es reflejo de esa síntesis. O la corona funeraria de oro puro, objeto central de la exposición, procedente de Turquía, que demuestra la aceptación del lujo en los confines del imperio alejandrino después de su muerte, en el 323 a. C.
A la entrada de la exposición, como jeroglífico desafiante, dos vitrinas enfrentan los bustos, en piedra y bronce, de un persa con tirabuzones y barba acaracolada —se presume untada en aceite perfumado— y del dios griego Apolo, de rostro simple y juvenil, sin afeites ni excesos. ¿Grecia simple y pura frente a Persia decadente? No tan evidente. Ambas esculturas fueron descubiertas en Chipre. Proceden del siglo V a. C. y es muy posible que compartieran templo, porque en el mismo lugar se adoraba a Apolo y al dios de la peste Resef.
“Ahora sufrimos las calamidades de una larga paz. El lujo se ha asentado entre nosotros, más cruel que el combate, vengando así al mundo que una vez conquistamos. El dinero sucio importó modos extranjeros y una riqueza amanerada que corrompió nuestra era con una repugnante decadencia”, escribió el poeta romano Juvenal. Sus palabras cierran una exposición con moraleja: el lujo es irresistible, pero necesita un culpable para justificar sus excesos.
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