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Ben Sidran, icono del jazz: “El dinero no puede cantar un blues o enamorarse”

El casi octogenario icono del jazz y su hijo Leo prolongan toda la semana su idilio con el Café Central de Madrid, un escenario sobre el que suman casi 200 actuaciones

Ben Sidran (derecha) y su hijo Leo Sidran posan en Madrid, este lunes.
Ben Sidran (derecha) y su hijo Leo Sidran posan en Madrid, este lunes.Álvaro García

El viejito de aire distraído y media sonrisa perenne que deambula sin rumbo fijo por las calles del centro de Madrid es una institución con letras mayúsculas en el jazz y la música popular del último medio siglo, pero nadie le ha reconocido a lo largo de su paseo matinal. Le sucede casi siempre, así que no le extraña. Su gran amigo Mose Allison, otro genio al que rara vez apuntaban los focos, se lo dijo en más de una ocasión: “Hemos tenido la enorme suerte de no ser famosos”.

En el caso de Ben Hirsh Sidran (Racine, Wisconsin), que en agosto celebrará unos espléndidos 80 años, un desglose pormenorizado de su currículo nos dejaría en esta página sin espacio para mucho más. Resumámoslo al máximo: a este cantante, pianista, compositor, filósofo y poeta le contemplan treinta y tantos álbumes en solitario a lo largo del último medio siglo, además de media docena de ensayos musicológicos, producciones para luminarias como Van Morrison, Diana Ross, Rickie Lee Jones, Georgie Fame o Michael Franks, infinitas sesiones como músico de estudio y varios miles de conciertos por todo el mundo, de los que casi 200 han tenido lugar en el Café Central de Madrid, uno de sus rincones “favoritísimos” del planeta. Es un idilio que, en compañía de su hijo Leo –compositor, multiinstrumentista y, en la banda de papá, batería–, se prolonga durante toda esta semana, aunque el gran jefe ya no encuentre hueco para asistir a clases de español. “A María, su profesora, la volvía loca con preguntas sobre Unamuno, el existencialismo o las pinturas negras de Goya”, desliza entre risas Leo Sidran (Madison, Wisconsin, 46 años), que a estas alturas ya es mucho más amigo que vástago, y de hecho se refiere a su progenitor siempre por el nombre: simplemente, Ben.

A Sidran aún le tienta a veces la idea de una mayor notoriedad, pero lo asume con una resignación rabiosamente laica (más tarde hablaremos de religión). “A veces he encontrado frustrante la falta de reconocimiento –mentiría si no lo dijera–, pero eso mismo me ha ayudado a esforzarme con cada nuevo paso del camino”, recapacita. “La adversidad ayuda a seguir adelante. En cambio, hay mucha gente que, si le insisten en las bondades de su trabajo, tiene dificultades para seguir haciéndolo bien”. Y agrega, con humor siempre finísimo: “No he recibido suficientes piropos, pero mejor así. No me dejan otra que seguir esforzándome…”.

Hay pocos artistas históricos del pop y casi ninguno del jazz que no hayan compartido horas y horas de charla con él. A menudo en los estudios de grabación, pero también en los platós: olvidábamos mencionar que el casi octogenario Ben presentó y dirigió importantes programas musicales en la radio pública estadounidense (NPR) y en la cadena televisiva VH1 Leo creció correteando entre las piernas de ilustres amigos paternos a los que se dirigía por el nombre, ignorante de que trataba con leyendas. “Tendría seis años cuando me puse a explicarle a Dr. John cómo tocar una pieza al piano”, revela entre divertido y abochornado. “Él, muy paciente, me respondía: ‘Espera, Leo, creo que no es así, deja que lo toque yo’. Pero no le hacía ni caso. Creo que mi podcast de entrevistas a músicos [The Third Story, desde 2014] es mi manera de disculparme ante los grandes por haberles faltado al respeto”.

Leo y Ben Sidran en el bar Feliz en Madrid.
Leo y Ben Sidran en el bar Feliz en Madrid.Álvaro García

La química paternofilial es tal que Leo, bilingüe casi perfecto desde que estudiara un año de Historia en la Universidad de Sevilla, apostilla prudentemente alguna respuesta de su predecesor. “Pocas personas en el mundo han charlado tan largo y tendido con Miles Davis, genio entre los genios del siglo XX, pero todas las biografías de Ben solo inciden en su conexión con el rock”, anota en alusión a los inicios de su padre a la vera de Boz Scaggs y, sobre todo, de la Steve Miller Band, para quien incluso coescribió su clasicazo Space Cowboy. Pero Ben no se desespera: solo sonríe. “El rock no me ha defraudado porque nunca creí apenas en él”, matiza. “Muchos pensaban que era un lago profundo, pero solo es un gran charco. Armónicamente es poca cosa; rítmicamente, casi nada, si lo comparamos con el rhythm ‘n’ blues. Por eso muchos roqueros son solo pura apariencia, meros intérpretes de un papel”.

¿Y algún éxito sonado? ¿No habría ayudado eso a una mayor difusión para el resto de su obra? A Ben le encanta el “combate dialéctico”, pero nunca se queda sin munición en la refriega. “¡Claro que me gustan muchas canciones de pop!”, exclama. “Ahí está Paul McCartney, ante todo. Pero mientras el jazz y el blues pueden salvar el mundo, el rock es una simple transacción. La partida la han ganado el capitalismo y la fama entendida como un valor intrínseco. Pero el dinero no puede cantar un blues o enamorarse”.

Así que en esas sigue él, dispuesto a bregarse aún en la “lucha diaria” por incrementar su legado de más de 300 canciones, 56 de ellas recopiladas ahora en un libro de partituras y reflexiones de título inequívoco: The songs of Ben Sidran, 1970-2020, Vol. 1. Y eso que en esta faceta del oficio empezó relativamente tarde, a los veintimuchos. “Al principio ni siquiera sabía que pudiera escribir canciones”, se sincera. “¡Para eso ya estaba George Gershwin! Pero en esas llegaron los Beatles, Dylan, la guerra de Vietnam… y la necesidad generacional de plantar nuestra bandera, de ofrecer nuestro propio punto de vista. El propio Bob lo decía: ‘Yo maté al compositor profesional’. Lo comprendí y así es que llevo medio siglo componiendo… de manera no profesional. Porque no puedo escribir sobre cualquier cosa; solo sobre aquellas que me molestan”.

–Pero Dylan y usted comparten más características de las que podría parecer. Son de edades y procedencias muy similares, y hasta usted le dedicó un disco íntegro de versiones.

–Es cierto. Los dos crecimos como judíos en un rincón similar del mundo y estábamos obsesionados por la música como vía de escapatoria, solo que él abrazó una gran mentira –empezando por su nombre– para contar verdades y yo nunca fui un buen mentiroso. Le he tratado poco, pero alguien muy cercano que ha trabajado muchísimo con él me lo repite siempre: lo mejor de Dylan es gastarse 15 dólares en un disco suyo y olvidarse de todo lo demás. Merece mucho la pena su obra, pero no él.

–¿Y Van Morrison? ¿De cerca es tan fiero como aparenta desde la distancia?

–¡Oh, sí! Es un auténtico gruñón, siempre inmerso en la confusión. Trabajar con él es muy fácil: es como es, no hay misterio. Se esfuerza por mantenerse fiel a la música que aprendió de joven, pero no es disciplinado y eso le hace estar siempre a la defensiva.

La conversación podría prolongarse hasta el infinito, pero su paseo diario y aleatorio por el Barrio de las Letras no merece una demora aún mayor. Así que nos interesamos por ese judaísmo del que hace ya mucho se desvinculó, a juzgar por una proclama atea como su canción In The Beginning (“Y en el principio, el hombre creó a Dios”). Aflora entonces ese Ben Sidran más metafísico, el que concibe las canciones como “una excusa para filosofar”. “Piénselo”, plantea. “Aquí estamos los tres, en una ciudad preciosa en la que luce el sol. Hemos tomado un buen café y estamos charlando tan a gusto en un hotel muy agradable. ¿Y por qué, pese a todo, la vida es tan dura? Porque carecemos de respuestas”. Sidran se detiene, como si levantase las manos súbitamente del teclado, y brinda una coda hermosa, cruda y brutal: “Amigo, el concepto mismo de esperanza es irrelevante”.

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