La violencia privada
El capítulo #23 de ‘El mundo entonces’ cuenta cómo la violencia privada crecía en muchos países —y especialmente contra las mujeres. La pena de muerte retrocedía como nunca, pero las grandes potencias la mantenían como siempre. Y, sin embargo, el mundo vivía sus tiempos más pacíficos
Ahora, mirado a la distancia, resulta evidente que el dominio del liberalismo se había extendido a las violencias: que la violencia privada —la violencia de los ciudadanos— había reemplazado en buena medida a la violencia pública —la violencia de los estados. Era el caso, por ejemplo, en la zona más violenta del mundo en esos años, América Latina. Donde, a diferencia de las regiones islámicas, los violentos no tenían nada en qué creer salvo la codicia y, si mataban, era para conseguir más dinero, más poder personal.
Un dato lo muestra sin recodos: en esos años el país del mundo con la mayor cantidad de muertes violentas era México, donde no había guerras ni guerrillas ni grupos insurrectos. En México los miembros de varias empresas dedicadas a la producción, venta y exportación de drogas prohibidas se mataban los unos a los otros para conseguir o mantener ventajas comerciales. Esa competencia llevaba casi dos décadas asesinando a más de 30.000 personas cada año. En 2020 fueron unos 43.000, más del doble que en el conflicto político más mortífero del momento, Afganistán, donde ese año no llegaron a 20.000 (ver cap.22).
Semejante cantidad de muertes no era indispensable para el negocio —podía, incluso, perjudicarlo—, pero era el reflejo de una dinámica ineludible: que el uso de la violencia privada engendraba más violencia privada. Si una empresa de exportación de drogas debía pagar una nómina importante de pistoleros, tendía a usarlos. Y, así, se embarcaba en una serie de negocios secundarios —robos, secuestros, asesinatos por encargo, venganzas diversas— para rentabilizar sus recursos. Lo cual producía un efecto directo: esa sociedad, enfrentada a una violencia excepcional, se armaba a su vez, so pretexto de defenderse, y producía más violencia. Y una serie de efectos secundarios: el crecimiento de una industria de la “protección” —que en México en esos días movía unos 2.000 millones de euros al año— ponía en la calle a cientos de miles de hombres legalmente armados; algunos de ellos lo aprovechaban para amenazar y extorsionar y robar a su vez. En medio de tantas armas, los conflictos entre las personas llegaban muy rápido a un punto de violencia al que nunca habrían llegado en otras circunstancias: demasiadas cosas se arreglaban a tiros.
La situación era apenas mejor en otros países de la región. En ninguno se mataba tanto como en Venezuela, con una media de 40 homicidios cada 100.000 habitantes en 2021, y lo seguía Honduras con 38, Colombia y Ecuador con 25, Brasil, 18, Guatemala y El Salvador, 17. En todas las listas de las ciudades del mundo con más muertes violentas las nueve o diez primeras solían ser mexicanas —y a veces se colaba alguna norteamericana o caribeña. Aunque muchos de sus países no eran especialmente homicidas, América Latina, era, en conjunto, la región más asesina del mundo en esos días con un promedio de 20 homicidios al año cada 100.000 personas: diez veces más que las medias de Europa y Asia. Entre quejas y lamentos, la barbarie se mantuvo hasta que ciertos líderes entendieron que la razón era muy simple: que solo uno o dos de cada cien asesinatos recibían el castigo de la justicia y que, por lo tanto, matar era demasiado barato como para privarse.
Pero si las cifras latinoamericanas descollaban era, también, porque las otras habían disminuido. En el mundo en general la violencia criminal estaba en baja: en Asia y Europa, por ejemplo, en 2020 se mataba menos de la mitad que tres décadas antes. No había acuerdo sobre las razones de ese descenso. La causa no era, claramente, la severidad de la justicia, porque en ese mismo lapso las penas aplicadas a los delincuentes habían disminuido igual o más.
Las diferencias entre el MundoRico y el MundoPobre también se manifestaban en el terreno de los delitos y la delincuencia: en el Pobre los crímenes solían involucrar violencia, cuerpos, materialidad; en el Rico implicaban negocios, dineros: eran inmateriales.
Salvo en Estados Unidos, un caso extraño: todavía era el país más rico y poderoso del mundo pero tenía tasas de homicidios propias de un país pobre, diez veces mayores que las de Europa Occidental. Muchos creían que esa plaga se debía a la antigua tradición según la cual todo buen ciudadano debía tener sus propias armas —para defenderse de los extraños, los extranjeros, los delincuentes, los diferentes o los dirigentes—: el arma como un rasgo central del ser americano. Allí la proporción terminaba de invertirse: si, cuando se inventaron, la inmensa mayoría de las armas se usaba contra los animales y unas pocas contra personas, si durante buena parte de la historia la proporción de mantuvo equilibrada, el siglo XXI terminó de consagrar la tendencia contraria: la mayoría absoluta de las armas se dedicaba al uso entre personas —y usarlas contra animales se consideraba despreciable.
Lo cierto es que los 330 millones de estadounidenses se repartían, en esos días, casi 400 millones de armas de fuego: en promedio, cada uno poseía más de un arma. O, para no dejarse engañar por las medias: muchos no tenían ninguna, pero muchos más tenían varias. En cualquier caso, casi la mitad de las armas de fuego “personales” del mundo estaba en los Estados Unidos, y cada año se compraban 25 millones más. Nunca un país había estado tan —privadamente— armado.
Lo cual se traducía en unos 15.000 asesinatos y unos 24.000 suicidios con arma de fuego cada año: en ningún otro lugar del mundo era tan fácil pasar de la idea del suicidio a su realización. Para no hablar de aquella marca cultural americana de la época, los mass shootings, cuando un loquito o dos abatían a cuantos más mejor en algún lugar público: un centro comercial, una escuela, una disco. Eran masacres azarosas, donde el hecho de estar por casualidad en tal lugar a tal hora alcanzaba para acabar con tu vida; en ciertos casos, el asesino argumentaba que quería matar negros u homosexuales. En una demostración del poder de ciertos poderes, nunca nadie intentó llamar a esto “terrorismo”.
En cambio, despertaba en esos años una conciencia global sobre el llamado “femicidio” o “feminicidio”: el asesinato de mujeres por su condición de mujeres. Estudios de la época calculaban que lo sufrían, cada año, entre 80 y 90.000 mujeres en todo el mundo. Más de la mitad, decía uno, morían a manos de familiares o parejas —o de una pareja anterior que no soportaba dejar de serlo. Era una cifra espeluznante, que, junto con la movilización de millones, contribuyó a que muchos países empezaran a legislar contra las violencias de género. Pero era, también, una evidencia de que la violencia seguía siendo mayormente masculina: no solo los victimarios, sino también las víctimas lo eran. Aquel mismo año, por ejemplo, los hombres asesinados en el mundo fueron cuatro veces más, alrededor de 400.000 individuos.
En América Latina, que el lugar común de la época solía considerar particularmente machista, la diferencia era mucho mayor: diez hombres por cada mujer asesinada. Y nueve de cada diez asesinos —de hombres y mujeres— eran varones: matar seguía siendo cosa de machos.
Entre los hombres la mayoría de los homicidios tenía que ver con razones comerciales: peleas de negocios, disputas por una zona de ventas, apropiaciones de valores en calles y casas. Aunque había, también, por supuesto, las que se relacionaban con alguna relación familiar o sentimental que se había complicado —pero la proporción era mucho menor.
Mientras tanto, las fuerzas policiales habían crecido en todas partes: eran el último intento de los estados de mantener cierto monopolio sobre la violencia e imponer en sus territorios el orden que eligieran. Hacia 2020 se calculaba que sumaban, en todo el mundo, más de 13 millones de efectivos —les decían “efectivos”—: dos millones en China, otros dos en la India, más de medio millón en Rusia, Estados Unidos, Indonesia. Pero la cantidad de policías por habitante era mayor en Argentina, España, Turquía, Uruguay, Grecia, Hong Kong, México, Italia —una lista que parece caprichosa. En todo caso, sus equipamientos cada vez más sofisticados les aseguraban una posibilidad de control que nunca antes habían tenido: las calles de las ciudades importantes rebosaban de cámaras que registraban casi todo lo que sucedía y lo transmitían en tiempo real a centros de vigilancia o lo grababan para investigaciones posteriores; algunas de esas cámaras tenían incluso sistemas de reconocimiento facial o de placas de coches que les permitían alertar cuando una persona o un vehículo “registrados” aparecía en algún lugar sensible. Y los equipos de espionaje de llamadas y conversaciones eran cada vez más eficaces, y las redes de información computerizadas les daban un nivel de información inédito (ver cap.18).
Las policías más poderosas se beneficiaron así del avance técnico justificado y pagado por “la amenaza terrorista” (ver cap.22). Y sobre todo aprovecharon el miedo a la violencia, tan bien instalado en esos años, para legitimar sus acciones, para mostrarse como los salvadores. “Yo me pasé décadas temiendo a la policía más que a nadie”, decía un personaje de una novela de época, “y ahora en ciertas situaciones los veo y me quedo más tranquilo. Es curioso: a mí los ladrones y los terroristas nunca me hicieron ningún daño, y en cambio los policías muchas veces, y sin embargo…”. El personaje se refería a viejas represiones; también podía haberse referido a tantos momentos y lugares en que las policías, gracias a su posición de poder, ejercían actividades muy cercanas al crimen: extorsiones, tráficos, sobornos, las más diversas arbitrariedades.
En muchos países la policía era el cuerpo armado más potente: sus integrantes solían aprovecharlo para imponer su voluntad y cometer muy variados delitos. O recurrían a un método más directo: amenazaban con “descuidar” el control de un determinado territorio si sus autoridades intentaban ponerles un freno. Ante el aumento de la violencia y la inseguridad y el malestar ciudadano que eso suponía, esas autoridades solían ceder sin más defensa.
Las posibilidades de aplicar violencia en nombre de la justicia se habían restringido mucho —al menos legalmente. Cien años antes casi todos los países imponían la pena de muerte para distintos tipos de delitos: la idea judeo-cristiano-islámica del ojo por ojo primaba y cada año se ejecutaba a miles de convictos con guillotinas, cimitarras, horcas, rifles, venenos variados, silla eléctrica, garrote vil. A lo largo del siglo XX la pena de muerte se fue desnaturalizando y cada vez más sociedades empezaron a verla, por primera vez en la historia, con sospecha y repulsa.
Fue un cambio radical: la mayoría de los estados dejó de matar a sus réprobos. Y fue muy poco subrayado: quizá, tras haberlos matado durante siglos, preferían no recordarlo —y por eso no celebraron demasiado su final. Pero, en cualquier caso, los errores de la justicia, el escepticismo religioso y el auge de los “derechos humanos” fueron provocando el abandono de esa tradición milenaria: en 2020 tres cuartos de los países del mundo la habían abolido o, aún manteniéndola en sus legislaciones, no la practicaban. Quedaban 56 países que sí lo hacían, con entusiasmos diversos. Los más grandes estaban entre ellos: China, India, Estados Unidos, Rusia —y la mayoría de los musulmanes. Era otra evidencia de un mundo dividido, desparejo, que debía buscar maneras de igualarse.
China era, con diferencia, el país que más ejecutaba: aunque no daba cifras, una gran institución humanitaria calculaba que mataba cada año a “miles de personas”, y se decía que el estado cobraba a los deudos la bala final. Los delitos más mortales eran asesinatos, violaciones, actividades mafiosas, corrupción. En el resto del mundo, en 2021, los ejecutados no llegaron a mil. La República Islámica de Irán era la segunda más verduga: unos 380, la mayoría en la horca por asesinatos, pero también por homosexualidad, prostitución, incesto, adulterio, blasfemia, falsificación, contrabando, militancias varias y manifestaciones callejeras. Egipto ahorcó o fusiló a 176, muchos de ellos por oponerse al gobierno, igual que Siria, que se cargó a 24, Irak a 17. En Arabia Saudita los decapitaban en la plaza pública —por razones casi tan variadas como en Irán—; en 2021 la cantidad había bajado mucho —65 contra 184 en 2019— porque las condenas por delitos de drogas fueron suspendidas. Y por fin, en Estados Unidos, aquel año once acusados de algún asesinato recibieron la inyección letal —que habían esperado en sus pasillos de la muerte alrededor de dos décadas y que se resolvía como una mezcla de espectáculo y venganza: los familiares de la víctima eran invitados a presenciar, de muy cerca, la agonía del victimario.
(El gobierno norteamericano también aplicaba la pena de muerte sin juicio previo ni ninguna otra precaución legal a cualquiera que sus servicios de “inteligencia” hubiera definido como “terroristas” o “enemigos” —y la ejecutaba con aquellos drones o misiles enviados a miles de kilómetros de distancia o, incluso, con operaciones presenciales de sus fuerzas más especiales (ver cap.22). En general, las policías de los países occidentales solían matar en el terreno a cualquier persona que interceptaran cometiendo un acto “terrorista”. En el dialecto de la época, esta acción se definía con una palabra particular, que debía parecerles más limpia o inocente o apropiada: “abatir”. La policía “abatía terroristas”.)
El resto de las ejecuciones sucedieron en una decena de países africanos o asiáticos —Japón, Yemen, Siria, Omán, Qatar, Somalía, Botswana, Sudán del Sur, Corea del Norte, Vietnam, India, Bangladesh, Taiwán— que mataron a uno o dos reos cada uno: casi todos hombres.
Pero lo más habitual eran las “cárceles”. Decíamos (ver cap.10) que se mantenía el uso de esa extraña forma de tortura consistente en almacenar durante años en espacios muy custodiados a personas de un mismo sexo. Esos depósitos contenían, en esos días, en todo el mundo, unos doce millones de cuerpos: curiosamente, casi la misma cantidad que policías. Solo Estados Unidos tenía más de dos millones, poco menos del uno por ciento de su población —y la mayoría de ellos por asuntos relacionados con el comercio de drogas ilegales: aquel sistema socioeconómico basado en la libertad de mercado y la compra-venta se reservaba celosamente el derecho de definir qué se podía comprar y vender, y qué no.
Esas fortalezas se presentaban como lugares donde los prisioneros debían ser “resocializados” —entrenados para reintegrarse y volverse “personas de bien”—, cosa que sucedía muy poco. En todos los países estaba claro que la posibilidad de pasar una temporada en prisión era directamente proporcional a la pobreza: las cárceles estaban muy mayoritariamente ocupadas por personas de los sectores y las razas más pobres de cada sociedad.
Las prisiones habían sido, durante mucho tiempo, otro monopolio de los estados. Pero en esos años algunos países —otra vez, Estados Unidos a la cabeza— habían privatizado muchas. Las manejaban empresas que cobraban por preso y obtenían su ganancia en la diferencia entre lo que cobraban y lo que gastaban, o sea: bajando el costo del mantenimiento de sus usuarios. Debía ser un buen negocio, porque en ese país, en 2020, había 158 prisiones privadas —y gobiernos que pagaban una media de 23.000 dólares por prisionero por año: cada uno costaba casi 2.000 dólares al mes, mucho más dinero que el que manejaban nueve de cada diez personas en el mundo.
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Más allá de todos estos matices, culminaba en esos días uno de los períodos de paz más largos y generalizados que la historia había conocido. La invasión rusa de Ucrania se sintió como un punto que podía ser final; no sabían lo que se venía. Aún así, ese conflicto produjo en 2022 unos 50.000 muertos —aunque la cifra era muy discutida. Eran demasiados, por supuesto, pero eran, comparados con conflictos anteriores, tantos menos. Un experto ucranio dijo en esos días que la invasión alemana había causado 30 veces más bajas militares diarias que la rusa: de 3.000 en 1941 a 100 en 2022 —y millones de bajas civiles.
Sin embargo, en ese mundo donde la violencia era menor que casi nunca antes, la sensación de violencia era intensa. Para empezar, la posibilidad de registro global producía ese efecto: todo lo que sucedía en el espacio —más o menos— público de cualquier rincón del planeta era grabado por alguna de los millones de cámaras instaladas en las calles, de los miles de millones de cámaras que las personas llevaban en los bolsillos so forma de ordenadores móviles. Esas imágenes, difundidas al momento por todo el espacio, provocaban la sensación de que el mundo estaba desbordado por esa violencia —esporádica, episódica. (Y su crudeza gráfica producía, a su vez, ciertas violencias: no era en absoluto lo mismo que se dijera que un hombre negro había sido asesinado por la policía en Minneapolis que ver a ese hombre mientras un policía de Minneapolis lo mataba; las reacciones eran, por supuesto, tan distintas.)
Esa violencia, además, saturaba los juegos y entretenimientos. Desde siempre los chicos —los varones, más que nada— jugaron a la guerra: una espada de madera o un par de puños los transformaban en soldados. Pero la omnipresencia de los juegos digitales (ver cap.19) le dio a la violencia un lugar extraordinario: millones de chicos se pasaban horas y horas utilizando todo tipo de armas, persiguiendo, emboscando, acribillando, muriéndose. El combate, aunque virtual, formaba parte de sus vidas como nunca antes.
Y lo mismo pasaba con los adultos de un modo más pasivo: no hay cálculos precisos pero, sobre el total del material audiovisual ficticio —las llamadas series y películas— que circulaba en esos días, el porcentaje de las que estaban dedicadas a crímenes, policías, batallas varias y otras representaciones de la violencia no tenía ninguna relación con su realidad (ver cap.20).
Y también las “noticias”. En un país medio como España, por ejemplo, los espacios de tele-visión matutina dedicaban una media de hora y media a noticias de violencia. No tenían suficiente materia prima: España era, entonces, uno de los países con menos homicidios del mundo —0,6 asesinatos cada 100.000 habitantes por año— y los crímenes no abundaban. Pero los productores sabían que el tema “vendía”: no lo hacían por ningún designio maquiavélico sino por pura ambición comercial, para conseguir más espectadores. Para eso, a veces, tenían que mantener viva una historia durante lapsos inverosímiles —porque no conseguían otras—, y convencían a sus espectadores de que vivían en un infierno. Así, la mayoría de los ciudadanos de esos años sentía que estaba inmerso en un pantano de violencia extrema, tan descontrolada —mientras vivía, como queda dicho, el momento más pacífico que la humanidad había conocido hasta entonces.
Era una época en que las sociedades estaban mucho más controladas, donde la violencia se mantenía en poder de los estados y muy pocos resilientes. Los ciudadanos en general ya no andaban armados ni debían combatir por sus patrias o su supervivencia. Casi nadie mataba a casi nadie, y la enorme mayoría no sabía cómo era, qué efecto producía en su autor el acto de matar.
Pero el cine y la tele-visión mostraban a tanta gente matando —tanta gente matada— que lo normalizaron. Lo mismo que tantos fornicando: cosas que, durante milenios, casi nadie casi nunca veía, se habían vuelto espectáculo común (ver cap.4). A fuerza de mirar tanta muerte les resultaba casi fácil suponer que matar era algo —más o menos— normal, que el que lo hacía seguía su camino sin grandes cicatrices. Lo hacían menos que nunca; lo veían más que nunca. Esa distancia entre relato y realidad era una marca decisiva de los tiempos.