Apoteosis sinfónica de Víctor Manuel, el tímido que nos hace mejores personas
El asturiano celebra con 130 músicos en el WiZink, entre orquesta y coro, su 75 cumpleaños y cinco décadas largas de oficio. Nada nuevo bajo el sol: cada vez canta mejor
Víctor Manuel San José es un tímido impenitente al que le encanta encaramarse a los escenarios. El ser humano es así: contradictorio, impredecible, fascinante. De guaje, el muchacho que haría fortuna rememorando al abuelo Vítor soñaba con escribir un puñado de canciones, ahorrar algún dinerito y regentar una cafetería en Mieres que le procurase sustento hasta la jubilación. Este miércoles, en cambio, le teníamos celebrando su 75 cumpleaños y los 55 años de andanzas cantarinas frente a los más de 65 músicos que integran la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias y casi otros tantos oficiantes en el Coro de la Fundación Princesa de Asturias. A lo grande, que no se diga. Porque la vida, como el ser humano, también es endiabladamente impredecible.
La hostelería asturiana perdió a un cantinero que con seguridad habría sido afable, acogedor, esforzado y buen profesional. El resto de los mortales, a cambio, ganamos al cantor que le ha acabado poniendo música a unos cuantos días de nuestras existencias. De la suya, lector descreído, también: no disimule. Más de 9.000 personas corroboraron en Madrid la magia rediviva de un repertorio que ya no tiene edad, porque pertenece a una multitud intergeneracional y transoceánica. Son tantas como las que solo dos semanas atrás, en el mismo recinto, bailoteaban con la muy mediática e instagramizable Nathy Peluso. Solo que las del miércoles, para su felicidad, tuitean menos.
El festín de anoche en el WiZink terminó erigiéndose en incitación a la glotonería prenavideña. Acabaremos poniéndonos las botas estas fechas y elevando hasta lo temerario el nivel de azúcar en sangre, pero el menú orquestal de Víctor Manuel es como la chocolatería belga: no empalaga. Más que nada, porque los arreglos de estas dos docenas de títulos son más alambicados que lineales, dejan margen a la sorpresa sin encallar en barroquismos demasiado culteranos. Y, sobre todo, porque ningún septuagenario, sin necesidad de dar nombres ni incurrir en comparaciones odiosas, canta en España como sigue cantándonos el hombre de pelo níveo y garganta incandescente. No existen certezas sobre el método. Puede gustar más una voz añeja que otra joven, por matices y sedimentos, por prestancia o sabiduría, pero lo de Víctor es cosa distinta. Canta objetivamente mejor, llega hasta donde sea necesario, no conoce margen de error y emociona con llamativa frecuencia. Otorguémosle consideración de especie protegida: hay que preservarlo como ese raro ejemplar que es.
Ayudan a que el resultado sea tan impactante otros factores nada menores. El primero, un sonido memorable, cálido, nitidísimo, de los que justifica la carestía de las entradas y honra el oficio de los músicos en la carretera. Había sus buenos 130 artistas en escena, con sus buenos 130 micrófonos y otros tantos canales habilitados en la mesa de sonido. Sombreros fuera. El segundo, los arreglos siempre imaginativos de Joan Albert Amargós en el tramo asturiano y David San José —artista tan brillante y aún más discreto que su ilustre señor padre— para el grueso del repertorio de autor. El pop y la epopeya sinfónica son lenguajes muy dispares que a menudo confluyen de manera torpe y aparatosa, como una pareja de conveniencia que se tropieza durante los paseos románticos y no sabe ni cómo colocar los brazos para abrazarse. También a este respecto existen ejemplos múltiples, hispanos y foráneos, que en aras al espíritu navideño procede señalar un este modo genérico, porque buena gana de hurgar en heridas. Pero el ilustrísimo Amargós (director asimismo de la orquesta) y el primogénito de Víctor y Ana sorprenden y diversifican. Joan Albert se vuelve contemporáneo y diletante en Dime paxarín parieru, o popularísimo con la casi marcialidad de la Danza de San Juan. Y David incluso se las ingenia para integrar con naturalidad abrumadora una gaita asturiana en Allá arriba al norte, la pieza inaugural de la segunda mitad, la de autoría propia. Aunque ni siquiera en este tramo se recurre apenas a los éxitos más reiterados, lo que convierte el concierto en una sorpresa permanente y particularmente gozosa.
El efecto del coro es bellísimo, por intenso y reconcentrado, en Por el camino de Mieres, por no hablar de su dimensión dramática, compungida, incluso litúrgica con He cortado estas flores, un recuerdo ya de por sí estremecedor a los perdedores “de esta patria que es doble, madre y madrastra”. A tanta gente “mal enterrada” que ni descansa ni deja descansar. Cuando pensemos que España no tiene remedio, y no son pocas las ocasiones recientes y cotidianas para rumiarlo, hagamos la prueba de repasar estos versos. Es de esas veces en que Víctor acaba convirtiéndose en camisa blanca de nuestra propia esperanza como pueblo.
La temática de la herida sin cerrar también sirve como espina dorsal para Como voy a olvidarme, quizá el ejemplo más intenso en toda la noche de esa manera interpretativa tan peculiar y característica, de esa voz que parece resquebrajarse a cada momento pero siempre sale bendecida y airosa. Justo al contrario de lo que sucedía una década atrás en Vivir para cantarlo, su espectáculo a voz y piano con monólogos intercalados, en este 75 Sinfónico conjugamos la intemerata instrumental con un protagonista extrañamente silente, tan comedido que apenas solo toma la palabra para dedicar Tu boca una nube blanca con un escueto “a Pablito Milanés”. Es una forma de no desviar la atención, de que nos centremos en el despliegue apabullante de orquesta y coro. Hay motivos. Canción pequeña contradice su campo semántico y se vuelve mayúscula (aún más de lo que ya vino al mundo). Y La sirena, que no todos recordaban, gana en trascendencia con su crescendo delicado, sutil, de paso corto. Es de esas canciones que no se aplauden al principio y acaban ovacionándose al finalizar.
El esfuerzo es tan generoso y multitudinario que para los bises hemos de conformarnos con meras repeticiones: Asturias, Allá arriba al norte, Soy un corazón tendido al sol. No sabemos si Víctor Manuel San José se tomará en el futuro próximo la molestia de convocar nuevamente a las musas, por si encontrara fuerzas de estirar esas 450 canciones que atesora hasta el medio millar. Pero anoche dejó claro que no escatima energías ni bonhomía sabia. Como mesonero disfrutaría desde hace tiempo de una feliz jubilación, pero su feliz empeño en contar y cantar lleva cincuenta y tantos años haciéndonos mejores personas.
Babelia
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