Mandatarios mundiales, estrellas del rock y comunes mortales: ¿por qué nos gusta hacernos selfis en los museos?
Los autorretratos digitales con obras de arte aportan distinción y capital cultural en redes y ayudan a la difusión de las pinacotecas, aunque hay también quien los considera un sacrilegio
Durante la cumbre de la OTAN que tuvo lugar esta semana en Madrid, los grandes mandatarios mundiales, que tuvieron una nutrida y variada agenda de actividades, se fotografiaron el miércoles delante de Las meninas de Velázquez en el Museo del Prado, donde además se celebró esa noche una cena ofrecida por el chef José Andrés. Horas antes, las primeras damas (y dos primeros caballeros) se habían retratado ante el Guernica de Picasso en el Reina Sofía, igual que hizo el 31 de mayo Mick Jagger, líder de los Rolling Stones, lo que causó cierto revuelo porque eso está vedado al resto de los mortales.
En realidad, a buena parte de la ciudadanía le gusta hacerse selfis en cualquier situación, como se evidencia echando un vistazo a Instagram, pero el marco de los museos tiene algo especial: aporta cierta distinción, cierto capital cultural, como hubiera teorizado el sociólogo Pierre Bourdieu. Un selfi museístico dice cosas interesantes de nosotros: que somos cultos, que tenemos gustos sofisticados, que estamos enterados. Aporta “rentabilidad cultural”, en términos del citado sociólogo, y, por tanto, distinción.
Son muchos los museos en los que, desde hace años, se permite tomar fotografías en general y selfis en particular, aunque a veces en estos procesos de inmortalización se producen sucesos estrambóticos. La primera semana de junio una mujer italiana se subió a una tarima a tomarse un selfi con la obra La romería de los cornudos, de Alberto Sánchez, en el Reina Sofía: tropezó, se agarró donde buenamente pudo y causó daños en la pieza. La obra ya está bien gracias al equipo de restauración.
“El selfi forma parte de la cultura global del dejar huella, del ‘yo he estado ahí”, dice Fernando Hernández y Hernández, catedrático de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona (UB), “esto está muy alimentado por las redes, pero también por una época muy narcisista: tenemos que hacer saber lo que estamos haciendo. Antes usábamos postales o cartas, y la gente se lo imaginaba: hoy les mostramos la imagen”. Esto valdría para los selfis en general, pero en los museos estos autorretratos cobran una nueva dimensión. “Además del narcisismo contemporáneo, percibo algo más: el deseo de formar parte de algo más grande que nosotros mismos, apreciar ese entorno, querer formar parte de la cultura que representa el museo”, añade el catedrático.
La foto y el selfi en el museo han generado controversia. Hay quien no le ve ninguna gracia, como forma de banalización y espectacularización, y lo considera, literalmente, un sacrilegio en pleno templo del arte. “Alguien que se autorretrata delante de una obra, no la respeta. Se pone al mismo nivel que ésta, la cual utiliza para mejorar su imagen. Un estudioso o amante del arte siempre tendrá acceso a ella a través de libros y reproducciones. El museo es un ámbito de acceso controlado (igual que una iglesia), por lo que no debe quedar vulnerable al capricho de cualquiera. Hacer en él lo que a uno le da la gana es ofensivo”, declaró el fallecido crítico y catedrático de arte Francisco Calvo Serraller a este periódico en 2014. Era el momento en el que los autorretratos digitales estaban en proceso de máxima popularización: la palabra selfi fue elegida en aquel tiempo palabra del año por la Fundación del Español Urgente (Fundeu).
Otros no lo ven con tan malos ojos. “Hacerse selfis en museos hace posible, para un sector del público, una aproximación menos reverencial a las obras y esa práctica suele llevarlos a buscar información complementaria sobre ellas”, opina el ensayista y crítico cultural Eloy Fernández Porta, “quien quiera que se prohíban debería pedir también que descuelguen del Prado El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas en Bruselas, que es el antecedente del autorretrato digital con obras de arte”. La obra citada, del renacentista David Teniers, fechada en 1690, representa al noble, gobernador de los Países Bajos, y sus cortesanos posando al modo selfi delante de una colección de pinturas, para, como ahora mismo se estila, presumir de sus intereses culturales. Todo está inventado.
El pensador Walter Benjamin reflexionó, cuando la reproducción técnica del arte comenzaba a ser posible, a principios del siglo XX, sobre esa “aura”, atada “aquí y ahora” a las obras originales, ese no-sé-qué que las diferencia de las copias. Un selfi con el Guernica de fondo nunca será el Guernica, nunca poseerá su “aura”, de igual manera que un Guernica fotocopiado en la habitación de un estudiante progre de la Transición nunca lo fue. Es como el famoso brillo de los ojos de Lola Flores, que no se opera.
Políticas museísticas del selfi
Curiosamente, las políticas de los museos respecto a este asunto no tienen demasiado que ver con las cuestiones sociológicas, estéticas o filosóficas antes exploradas. Son más pragmáticas: muchos permiten selfis y fotos porque enriquecen la visita (y se necesitan visitantes para ganar en autonomía de los fondos públicos), siempre y cuando no estorben. En el Reina Sofía, escenario de los sucesos descritos al comienzo de este artículo, se pueden hacer fotos por doquier (sin palos de selfi o trípodes) excepto en los alrededores del Guernica. Es donde mayor afluencia de público se registra y donde más entretenidos están los guardas de sala repitiendo el mantra “no foto”, aunque algunos visitantes se ofendan. “El Guernica tiene un poder especial, hay mucha gente que solo va a al Guernica y mucha gente que solo quiere hacerse la foto”, explica Concha Iglesias, jefa de Prensa del museo, “se dan aglomeraciones, falta de seguridad, esta es la razón, muy meditada, de la restricción”.
En este sentido, viene a la cabeza otra noticia reciente en cuestiones de seguridad museística: el atentado con tarta contra la Gioconda, en el parisino museo del Louvre. En las imágenes difundidas, además del tartazo propinado por un activista medioambiental, llama la atención, y no para bien, la cantidad de smartphones suspendidos en el aire tratando de recoger primero a la Mona Lisa y luego el inusual evento. La longeva dama florentina, icono del arte universal, no alteró su enigmática sonrisa: estaba protegida por un cristal. Por razones como esta se entiende que las grandes obras requieran cierta seguridad. Otros museos, como el Prado, son aún más conservadores en este aspecto: no toleran fotografías en ninguna parte del recinto. Es una de las pocas grandes pinacotecas que no permiten la fotografía y el motivo, paradójicamente, es el mismo que las que lo permiten: mejorar la experiencia del visitante.
Además de incentivar al público presente, mediante las fotos y los selfis los museos consiguen notable promoción (gratuita), sobre todo en tiempos en los que una visita también puede entenderse como una experiencia y la presencia digital es fundamental para ocupar un lugar en el mundo. “A nosotros nos interesa que todas las personas sientan que su punto de vista es importante, que no hay una sola mirada, una sola lectura”, concluye Carla Ventosa, directora de Comunicación y Desarrollo del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), “uno puede contarle a una persona su experiencia en un museo… o enseñarle una foto”.
La última vuelta de tuerca en cuestión de selfis y museos son los llamados “museos de selfis”, que no son exactamente museos: se trata de lugares en los que no hay precisamente obras de arte, pero sí escenografías muy vistosas, juegos de espejos, explosiones de texturas y color, ilusiones ópticas especialmente diseñadas para sacarnos selfis alucinantes que compartir en las redes. Ya ni siquiera hace falta custodiar obras de arte para cobrar entrada: es el caso extremo en el que el selfi cobra tanta importancia que la obra desaparece.
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