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Música clásica
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El Cuarteto Cosmos se eleva a las alturas

La agrupación catalana ratifica su gran clase y ofrece una versión muy madura del injustamente olvidado ‘Notturno’ de Othmar Schoeck con el joven barítono alemán Konstantin Krimmel

El Cuarteto Cosmos y Konstantin Krimmel durante su interpretación del 'Notturno' de Othmar Schoeck.
El Cuarteto Cosmos y Konstantin Krimmel durante su interpretación del 'Notturno' de Othmar Schoeck.Elvira Megías
Luis Gago

La programación de los conciertos de la llamada música clásica lleva décadas sumida en el conservadurismo, la rutina y las inercias adquiridas. No se trata ya únicamente de que se repitan sistemáticamente los mismos nombres, sino también, lo que es peor, idénticas obras. En el ámbito concreto del cuarteto de cuerda, por ejemplo, no es fácil haber tenido la posibilidad de escuchar en vivo, aun dedicando varias décadas al empeño, la totalidad de la producción cuartetística de Joseph Haydn, que no es un cualquiera, sino el auténtico padre del género. De sus más de 80 obras, no superan las dos docenas las que aparecen integrando programas aquí y allá, casi siempre individualmente y a modo de preámbulo, mientras que la presencia de cualquier otra se convierte casi en una rara avis. ¿Y quién ha podido escuchar sobre un escenario los cuatro —extraordinarios— cuartetos de Alexander Zemlinsky? ¿O al menos un par de los 17 de Mieczysław Weinberg? ¿U otro par de los siete de Paul Hindemith? Cuando el compositor es poco conocido (léase Othmar Schoeck) y la obra cuenta con una rareza o peculiaridad añadida (estar escrita para cuarteto de cuerda y barítono), no cabe sino concluir que las posibilidades de que podamos escuchar su Notturno son casi mínimas, por más que se trate no solo de la mejor de las composiciones del suizo, sino de una de las páginas más extraordinarias de, cuando menos, el primer tercio del siglo XIX. Es exactamente lo que pensó Alban Berg, que algo sabía de música, tras escucharla en Viena a comienzos de 1935, el año de su muerte.

Liceo de Cámara XXI

Schubert: Cuarteto en Mi bemol mayor, K. 87. Ravel: Cuarteto en Fa mayor. Schoeck: Notturno op. 47. Cuarteto Cosmos. Konstantin Krimmel (barítono). Auditorio Nacional. 5 de abril.

Lo que no podía saber probablemente el austríaco era que el Notturno estaba además emparentado de alguna manera con su propia Suite lírica, al tiempo que no es difícil establecer asimismo paralelismos con el Cuarteto núm. 2 de Leoš Janáček, subtitulado Cartas íntimas. El nexo de unión de estas tres obras, nacidas en un lapso de tiempo muy corto (en 1926 la de Berg, dos años después la de Janáček y en 1933 la de Schoeck) es la presencia constante entre sus pentagramas de una mujer amada, que no era, en ninguno de los tres casos, aquella con la que estaban casados sus autores. Hanna Fuchs, Kamila Stösslová y Mary de Senger fueron amores secretos, imposibles o, casi más doloroso aún, pretéritos pero de pertinaz recuerdo. Berg, como era tan proclive, expresó sus sentimientos en clave, con notas, letras y números; Janáček, en cambio, no disimuló un ápice sus sentimientos indómitos y obsesivos, tan en consonancia con una de las características esenciales de su lenguaje musical; Schoeck se valió, de manera más explícita, de un total de diez poemas de Nikolaus Lenau (uno de ellos, utilizado en la sección del Trío del Scherzo, en el segundo movimiento, es la descripción de una pesadilla) y de su compatriota Gottfried Keller para plasmar su sufrimiento por tener que compartir su vida con una mujer a la que no amaba y, sobre todo, por el recuerdo de Mary, a quien nunca dejó de amar, por más que su relación hubiera sido recíprocamente destructiva. Cuando, a poco de nacida su hija, y en plena composición del Notturno, Schoeck volvió a ver a Mary, su mujer, Hilde, le pidió que cortara toda relación con su antigua amada y quemara toda la correspondencia con ella (“cartas íntimas”, como las de Janáček). El compositor confesó más tarde que, al hacerlo, la temperatura de la casa subió varios grados, “lo cual resulta más que comprensible teniendo en cuenta las brasas” que jamás habían dejado de arder en aquellas misivas.

Han hecho bien los integrantes del Cuarteto Cosmos en hacer preceder su interpretación del Notturno de Schoeck de los cuartetos de un adolescente (Franz Schubert) y un joven veinteañero (Maurice Ravel), obras de grata escucha y fácil y rápida digestión, lo que las convierten en la antesala perfecta para abordar con fuerzas y valorar en su justa medida la genialidad del suizo. En el concierto que ofrecieron hace algo más de un año en el Círculo de Bellas Artes, los integrantes del Cosmos apuntaron excelentes maneras, a pesar de tener que desenvolverse en una acústica ingrata. La Sala de Cámara del Auditorio Nacional es, por el contrario, un marco ideal tanto para tocar los músicos como para valorar su interpretación el público, sobre todo cuando no hay un piano de por medio. Lo dejaron claro cuando sustituyeron al Cuarteto Takács y ahora acaban de corroborarlo al regresar al mismo escenario por méritos propios.

Helena Satué, Bernat Prat, Lara Fernández y Oriol Prat, los cuatro integrantes del Cuarteto Cosmos, durante la interpretación del Cuarteto K. 87 de Schubert.
Helena Satué, Bernat Prat, Lara Fernández y Oriol Prat, los cuatro integrantes del Cuarteto Cosmos, durante la interpretación del Cuarteto K. 87 de Schubert.Elvira Megías

Su Schubert (el Cuarteto K. 87, compuesto a los 16 años) demostró la solidez de sus fundamentos técnicos, desplegando un amplio catálogo de golpes de arco ideales para este repertorio. Ni un solo exceso, algún adorno discreto en las repeticiones, acordes finales contenidos y musicalidad a raudales. Los únicos peros pueden venir por lo que podría considerarse un exceso de seriedad: tanto en el Scherzo como en el Allegro final hay elementos humorísticos (aprendidos de Haydn y Beethoven) que reclaman una traducción en consonancia. Y este primer Schubert, aunque apunta claramente al autor de Fidelio, lo hace con una ingenuidad que también es posible plasmar de alguna forma. No se percibe en el Cosmos ningún liderazgo, no desde luego el tradicional del primer violín, pero quien mejor hace de gozne o engarce entre los cuatro polos es Lara Fernández, la violista, la más abierta hacia sus tres compañeros con un constante contacto visual.

En el solitario Cuarteto de Ravel, dedicado “à mon cher maître Gabriel Fauré”, pasaron muchas más cosas, no siempre tan positivas. Los mayores problemas asomaron en el segundo movimiento, con algunos emborronamientos rítmicos y con perceptibles problemas de afinación en la sección central. Quizá la inevitable inseguridad resultante les hizo no atacar el último compás “a tempo”, como pide Ravel, sino con el freno puesto. El movimiento lento (tras afinar con buen criterio los instrumentos) fue mucho mejor: en realidad, el único en el que brillaron con la misma luz que en la obra de Schubert. Aunque el Allegro moderato inicial estuvo muy bien tocado, sonó demasiado rígido y ortodoxo, sin el tempo fluctuante que requiere la música. Salvo una cierta timidez por parte de Oriol Prat, el violonchelista, al comienzo de la primera sección Modéré, sortearon las múltiples trampas enarmónicas y las nada fáciles transiciones con otro alarde de solidez técnica. En el agitado último movimiento se volvió a la ortodoxia inicial: acentuar los contrastes dinámicos, estableciendo planos más definidos y gradaciones más claras, redundaría en beneficio de una versión con amplio margen de mejora. A tenor de lo oído, sin embargo, el Cosmos parece sentir una mayor afinidad natural por el Schubert adolescente que por el joven Ravel.

Pero el plato fuerte del programa aguardaba en la segunda parte. El Notturno de Schoeck es el retrato despiadado de su propia depresión. Los poemas de Nikolaus Lenau (el último del primer movimiento, Blick in den Strom, es el último que escribió antes de perder la razón) le ayudan a construir una atmósfera sombría, otoñal, cada vez más desnuda, más ultramundana, con una escritura dominada por el cromatismo y un marcado carácter contrapuntístico. Al comienzo mismo del interludio instrumental del primer movimiento, marcado Andante appassionato, se oye ya, levemente variado, un tema procedente de una pieza, Consuelo, que Schoeck había compuesto años atrás para Mary de Senger, una notable pianista. Este motivo será sometido luego a decenas —literalmente— de pequeñas transformaciones, aunque no mostrará nunca su exacta fisonomía original, y se oirá con especial claridad, ahora en su metamorfosis final como una amplia melodía, al comienzo de la sección conclusiva del último movimiento. El motivo simboliza, por supuesto, la encarnación de Mary, el recuerdo del amor que la unió al compositor, presente a lo largo de toda la obra como una sombra imposible de aprehender. Y es solo ya muy cerca del final, al ceder Lenau el testigo a un breve poema en prosa de Gottfried Keller sobre la constelación de la Osa Mayor, cuando, por fin, la música se abre, se ilumina, se expande, con una chacona instrumental en Do mayor durante la cual se oye una nueva variación del tema de Mary. Merece la pena transcribir los últimos versos de Keller: “Ya estoy cansado, de modo que toma mi alma, / de un valor tan escaso como parca en mala voluntad, / ¡acógela y déjala viajar hasta allí contigo, / inocente como un niño, que no supondrá carga alguna / para tus rayos resplandecientes! / Estaré oteando a lo lejos para ver hacia dónde nos encaminamos”. La música de Schoeck en estos cuatro o cinco últimos minutos de su Notturno la hubieran firmado con gusto Berg, Janáček o cualquier otro de los gigantes de la música del siglo XX. Y, escuchada 90 años después, produce el mismo efecto catártico. Cuenta Walter Schädelin que cuando se estrenó la obra en Zúrich el 18 de mayo de 1933, hubo 10 largos segundos de silencio antes de que rompieran los primeros aplausos. El martes, en el Auditorio Nacional, ese silencio fue incluso mayor.

El barítono Konstantin Kremmel interpreta el 'Notturno' de Schoeck. A la derecha, la violista Lara Fernández.
El barítono Konstantin Kremmel interpreta el 'Notturno' de Schoeck. A la derecha, la violista Lara Fernández.Elvira Megías

Un hombre que ve su alma, cargada de sufrimientos, flotando y alejándose por las aguas de un río; una pesadilla “turbulenta, espantosa”; una tarde otoñal, con nieblas que avanzan igual que se apiñan los pensamientos; de nuevo el otoño como símbolo de todo lo que llega a su fin, como las hojas que caen irremediablemente al suelo; un canto a la soledad y, por fin, el Notturno se cierra con una mirada al cielo y a sus constelaciones. Imposible no pensar, en este contexto, en el Cuarteto núm. 2 de Arnold Schönberg y la música que puso (en este caso con la incorporación de una soprano) a unos versos de Stefan George: “Siento el aire de otro planeta”. Con un nombre perfecto para abordar justamente esta música, el Cosmos reservó sus mejores esencias para la sobrenatural chacona final. Antes había arropado con mimo a Konstantin Krimmel, un barítono demasiado joven aún para sumergirse en las honduras filosóficas de esta música. La escritura silábica, casi declamatoria, de Schoeck anima no solo a cantar las notas, sino, sobre todo, a convertir la dicción y la propia semántica de las palabras en música. Krimmel aún necesita tiempo para conseguir esta proeza.

El barítono alemán tiende a una cierta monotonía expresiva (le pasó algo parecido recientemente a su Ned Keene en el nuevo Peter Grimes de la Ópera Estatal de Baviera) y, aun cantando con partitura, tuvo algún que otro despiste con el texto: tanto él como el Cuarteto Cosmos interpretaban por primera vez la obra en público. Por ejemplo, el verso “der immer naht, ihr immer doch zu fehlen” (“que siempre se acerca sin jamás alcanzarla”), casi el lema que inspiró a Schoeck para aproximarse incesantemente, sin llegar nunca, a la antigua melodía que simbolizaba su antiguo amor con Mary, no fue resaltado como debiera. En el poema posterior, Der schwere Abend, faltó más misterio, pero el final del movimiento fue literalmente perfecto por parte tanto del barítono como del cuarteto. Muy bien tocado el Scherzo de la pesadilla y extraordinario el final del tercer movimiento, con armónicos agudísimos en los cuatro instrumentos: lástima que apenas se oyera el solitario Re grave en pizzicato del violonchelo.

Merecidísimos aplausos finales para el Cuarteto Cosmos y Konstantin Krimmel.
Merecidísimos aplausos finales para el Cuarteto Cosmos y Konstantin Krimmel.Elvira Megías

El clímax de la obra, y de todo el concierto, fue el quinto movimiento: “quasi Recitativo”, escribe Schoeck al comienzo, en el que faltó mayor contundencia y rotundidad en el pizzicato en fortissimo de los cuatro instrumentos. Pero con la llegada del último y brevísimo texto de Lenau (“más amplio”, anota el compositor), en cuyo prólogo se lució Lara Fernández, y, sobre todo, con la aparición de la visión celestial de Keller, la transfiguración se apoderó de los propios intérpretes. Con un tempo suspendido, muy lento, asistimos al monólogo que el hombre dirige a las estrellas. Schoeck hace elevarse al primer violín hasta un Re sobreagudo, casi en el límite de la primera cuerda. Una quiebra puntual del fiato de Krimmel (en “stillem Zuge”) y una afinación dubitativa del cuarteto en los últimos, y arriesgadísimos, compases (acordes suerpuestos de terceras, cuartas, quintas, sextas y séptimas en posiciones nada cómodas) no consiguieron empañar el halo de emoción que envuelve la despedida de la obra. El público quedó trastornado y agradeció sinceramente el esfuerzo de los cinco intérpretes, pero la atmósfera arduamente conseguida desapareció de un plumazo al ofrecer fuera de programa barítono y cuarteto, de manera totalmente innecesaria, un arreglo de Feldeinsamkeit, el extraordinario Lied de Johannes Brahms. Por el tema que aborda, encajaba con parte de lo que acabábamos de escuchar. Pero, como afirma Hamlet en las últimas palabras que salen de su boca, después del Notturno de Schoeck no caben añadidos: “The rest is silence”. Nada de propinas, por favor.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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