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Mikis Theodorakis, un titán griego

La figura del compositor, director de orquesta, poeta y político, fallecido en Atenas a los 96 años, resume y simboliza los deseos y los dramas de Grecia en el siglo XX

"MIRKIS THEODORAKIS".
"MIRKIS THEODORAKIS".
María Antonia Sánchez-Vallejo

La muerte del compositor Mikis Theodorakis, a los 96 años, ayer en Atenas deja huérfanas a generaciones enteras de griegos y a muchos extranjeros para los que supuso parte importante de su educación sentimental. “Ingresó en la inmortalidad, después de vivir una vida de novela en todos sus aspectos”, glosaba su figura el diario progresista Efimerida ton Syntakton. Músico total, combatiente de la resistencia frente a los nazis, político de rumbo controvertido, la suya fue una figura proteica que encajaría a la perfección en cualquier entrada de un diccionario de mitología.

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Theodorakis fue el más destacado representante del movimiento Neo Kyma (nueva ola), que durante los difíciles años del hambre y la posguerra de Grecia hermanó a compositores con poetas del calibre de Yanis Ritsos. Fue una manifestación de cultura popular sin parangón en Europa, precursora de los cantautores de los años sesenta y setenta en otros países, pero con una mayor dimensión artística: su carácter orquestal, sinfónico, de músico total, hizo palidecer el rasgueo de guitarras de estos últimos, mientras las letras destilaban el genio literario de Grecia.

Junto a él brillaron con luz propia compositores como Manos Hatzidakis, en una fecunda tradición —el griego es un pueblo eminentemente musical— que se proyecta hasta la contemporánea Eleni Karaíndrou, autora de la banda sonora de muchas películas de Theodoros Anguelópulos.

Aunque su figura titánica —también en lo físico; es icónica su corpulencia vestida de negro frente a la orquesta— no puede reducirse a un solo logro, hace tiempo que pasó a la historia como compositor del celebérrimo sirtaki que bailan Anthony Quinn y Alan Bates en la película Zorba, el griego (1964), basada en la novela homónima de Nikos Kazantzakis. Aunque para los puristas el sirtaki es una falsa moneda, la escena de los dos hombres bailando, conjurando el desastre definitivo que es la vida, se ha convertido en epítome de ese fatalismo mediterráneo tan telúrico, en una metáfora de resistencia.

La misma resistencia que un joven Theodorakis, durante décadas compañero de viaje de la sufrida izquierda griega —hecha jirones en la guerra civil, hasta el triunfo y posterior desencanto de Syriza—, mostró en los años más duros de la historia reciente de Grecia, cuando era un país consciente de su pobreza, pero decoroso y orgulloso ante ella, como recuerdan los escritores Petros Márkaris y Theodor Kallifatides.

Compositor, director de orquesta, poeta, político, fue, como la actriz Melina Mercouri, ministro tras el advenimiento de la democracia, y cuatro veces diputado, primero por el irreductiblemente prosoviético Partido Comunista (KKE, en sus siglas griegas) y después por la conservadora Nueva Democracia (ND). Se mostró especialmente crítico con el Gobierno de Syriza y el referéndum de 2015, lo que no impidió que Alexis Tsipras, líder del partido y entonces primer ministro, peregrinase a su domicilio —Theodorakis ya se encontraba postrado— como quien rinde pleitesía a un ídolo: tal fue su impronta, la de un santo laico.

Su deriva política no le restó veneración, si bien resultó difícil explicar cómo quien fuera galardonado con el premio de la Paz Lenin en 1983 terminó defendiendo políticas neoliberales de ajuste que empujaron a Grecia a la peor crisis social y humana de su historia: la de la década de los rescates, entre 2010 y 2019.

Theodorakis nació en la isla de Quíos y mostró su inclinación musical desde la infancia, creando sus primeras composiciones a los 13 años. Tan precoz como su afición fue su compromiso político. Durante la ocupación de Grecia, fue detenido por primera vez en 1942 en Trípoli, una localidad del Peloponeso, por el Ejército fascista italiano.

Sufrió de nuevo detenciones y torturas en los años siguientes, hasta que pasó a la clandestinidad en Atenas y se incorporó al Frente de Liberación Nacional (EAM, en sus siglas griegas), en un periodo de convulsión política y guerras sucias que marcaría para siempre a la izquierda griega, y que tan bien retrata la trilogía Ciudades a la deriva del escritor Stratís Tsirkas.

Mientras participaba en la Resistencia, se formó musicalmente en Atenas. Pero lo peor estaba por llegar: tras la liberación del yugo nazi, empezó la guerra civil (1945-1949), en la que Theodorakis participó. Fue de nuevo detenido y torturado, como el 26 de marzo de 1946, cuando en el transcurso de una manifestación fue golpeado por la policía y, al ser dado por muerto, su cuerpo fue trasladado a la morgue. Un año después, fue extrañado a la isla de Ikaría, y en 1948, a la isla-penal de Makrónisos, donde sufrió frecuentes torturas. Diez años después, con la salud quebrada por las palizas, pero el ánimo indemne, recobró la libertad, mientras su atribulada peripecia vital engordaba el calibre del mito.

A comienzos de los cincuenta, se diplomó en composición y armonía en Atenas y marchó a París, como tantos otros intelectuales griegos de izquierda, donde fue alumno, entre otros, de Olivier Messiaen. A finales de la década despegó su consagración internacional, con multitudinarios conciertos en París y Londres, mientras se volvía decididamente hacia la música popular griega, la arteria que le alimentó siempre. Compuso música de ballets, como Los amantes de Teruel, para la diva rusa Ludmila Tcherina, pero su broche de oro musical siempre estuvo ligado a la exangüe tierra griega. Musicó el hondo Epitafio de Ritsos —otro poeta rojo—, también el Axion Estí del Nobel Odiseas Elytis, así como el Canto general de Neruda. El Axion Estí es una pieza monumental y emocionante que constituye aún hoy una especie de himno litúrgico laico, nacional.

Los barquitos de línea que conectan la miríada de islas griegas difunden aún por sus altavoces, con cierta frecuencia, las melodías más famosas de Theodorakis. Una impronta sentimental que está ya para siempre inscrita en el ADN de la memoria de Grecia.



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