La quintaesencia de los rockeros multimillonarios
‘Exile on Main St.’ es una de las cumbres de la discografía de The Rolling Stones, pese al caos que rodeó a la banda mientras lo grabó
Ante ustedes, la quintaesencia de los rockeros multimillonarios. Exile on Main St. responde a todo lo que se puede imaginar a la máxima potencia de lo que significa ser un rolling stone: rock and roll, sexo, drogas, derroche, glamur, locura y todo exceso que sirva para distinguirse de un ser humano. También contradicción. Este álbum, de una calidad tan deslumbrante y enfebrecida que jamás ha vuelto a ser alcanzada por la banda, es una contradicción en sí mismo.
Primero, fue un milagro que saliese un disco tan grandioso (¡y doble!) en mitad de un caos tan tremendo en aquella mansión decimonónica francesa. Del tira y afloja por el liderazgo del grupo y la imposición de estilos entre Mick Jagger y Keith Richards, se impuso el método del segundo. El guitarrista, que llevaba tanta heroína y speed encima que había días que no podía levantarse, siempre ha echado este disco a la cara al cantante para justificar su fortaleza. Exile on Main St. es más fruto del caos de Richards que de la cabeza de Jagger, que, sin dar su brazo a torcer en la pelea de pavos reales, acabó renegando de él. Mal, Mick. Aunque comprensible: él estaba al frente de los pleitos por recuperar los derechos del grupo contra el antiguo manager Allen Klein mientras Keith andaba todo el día colocado.
De aquellas sesiones improvisadas, salió un sonido pegajoso, pero repleto de riffs refrescantes. Un rock and roll de magnética cadencia borracha y canalla, toda una fabulosa anarquía aparente: pese al desastre organizativo, el álbum guarda una extraña armonía temática poco conocida. Se divide en cuatro partes, una por cada cara del doble disco. La primera es un paseo de relámpagos de rock sureño, incluyendo el homenaje al boogie de Slim Harpo en Shake Your Hips. La segunda es la cara acústica con medios tiempos ricos en armónicas lloronas y un Jagger como cantando entre ciénagas pantanosas. En la tercera, el viaje por el Delta coge velocidad eléctrica mientras se adentra en una atmósfera febril y de ensueño hoodoo. Y la cuarta se cierra con cuatro pildorazos de soul y una sección de vientos arrasadora. Todo lo que The Rolling Stones habían sido estaba aquí, pero también todo lo más elevado que se pudiese imaginar.
Esa es otra contradicción. ¿Cómo es posible que aquellos multimillonarios que tenían un avión privado y se exiliaban en Francia para huir de la Hacienda británica podían sonar tan juveniles, inocentes, adrenalínicos y pletóricos? ¡Incluso más que nunca! Aparte de la mansión, Richards se montó un estudio móvil en un yate de lujo y Jagger se compró la casa de Picasso en la comuna de Mougins. Eran supernovas forradas de libras comportándose como millonarios derrochando dólares en la Costa Azul. La respuesta, más allá del talento del trío Jagger-Richards-Watts, responde al mejor acompañamiento que ha tenido el grupo jamás. Al bajo estaba Bill Wyman y el otro lujoso escudero era el guitarrista Mick Taylor, aportando su delicioso toque funk. Palabras mayores. Y hay que sumar un equipo portentoso: el órgano de Billy Preston, el saxofón de Bobby Keys, el pedal steel de Al Perkins, los pianos de Dr. John y Ian Stewart y la batería y percusión de Jimmy Miller, que ejerció también de productor. Nadie exprimió mejor la fiereza festiva del grupo como él, que, como Taylor y Anita Pallenberg, acabó yonqui y consumido al lado de Richards en aquellos años.
Exile on Main St., cuya portada fue creada por el prestigioso fotógrafo Robert Frank, es la cúspide de la locura salvaje de The Rolling Stones. Aunque en los setenta todavía llegarían grandes álbumes como Goats Head Soup o Some Girls, este doble álbum es su última obra maestra.
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