Aquel aviador que repartía música
Un nuevo libro retrata la trayectoria humana y musical de Ángel Álvarez
Intenten imaginar el Madrid de los años sesenta. Un observador atento podría detectar actividades similares a las de una organización clandestina ¡o una secta!: jóvenes que obedecían a un distinguido hombre mayor. Como centro de operaciones, un anónimo edificio de oficinas. Allí recogían unas hojas, impresas con ciclostil, que los responsables de cada distrito de la capital buzoneaban discretamente entre los afiliados. Aparte, se reunían los domingos.
Según explica Javier Lodín, en su reciente Música y leyenda (Piezas Azules), ese era el modus operandi del club de simpatizantes de Caravana Musical y Vuelo 605, programas de radio pilotados por Ángel Álvarez. Que no era precisamente un subversivo: tras la Guerra Civil, se reenganchó al Ejército del Aire; en 1947, saltó a la compañía Iberia. Como radiotelegrafista, volaba con frecuencia a Nueva York, donde asistía a espectáculos de Broadway y conseguía discos no disponibles en España. En 1960, decidió compartir sus hallazgos en programas radiofónicos.
El punto: no solo presentaba música desconocida en nuestro país, también resultó ser un locutor excepcional. Voz intimista, ritmo pausado, capacidad de comunicación con aquel ente llamado “la juventud”. Entre sus oyentes estaba buena parte de los periodistas musicales, radiofonistas y disqueros que destacarían durante los setenta.
¿Qué pinchaba Álvarez? Su gusto personal tendía al middle of the road: baladistas, orquestas ligeras, pop del Brill Building, el countrypolitan de Nashville. Sus estancias en Manhattan coincidieron con el auge del Greenwich Village, lo que unido a su buena relación con el sello Elektra Records, facilitó que sus espacios fueran la cabeza de playa del movimiento folk: en las reuniones dominicales actuaron Joaquín Díaz o Nuestro Pequeño Mundo.
La incorporación de adolescentes a su equipo de confianza permitió que se abriera al rock en su década más expansiva. Entre esos incondicionales estaba Carlos Charlie Domínguez, el único que ascendió a la categoría de ayudante con sueldo. Ejerció de producer: escribía guiones, seleccionaba artistas y canciones, organizaba la cooptación de los temas distinguidos como Series Doradas.
¿Era posible tal exotismo en la España franquista? Sí, Álvarez empezó en La Voz de Madrid, perteneciente a la Radio del Movimiento. Lodín sugiere que hubo conflictos menores, ocasionales impedimentos para usar el auditorio de la emisora o el fugaz veto a los discos de twist (según algunas mentes preclaras, aquel baile significaba la apoteosis del erotismo). Felizmente, Ángel contaba con un patrocinador férreo: Ramón Areces, asturiano como él y presidente del Corte Inglés. Los grandes almacenes imprimían y distribuían unas octavillas de Caravana con información musical y listas de éxitos. Pongan esa última palabra entre comillas: la mayoría de aquellos temas no salían en España.
De alguna manera, Caravana y Vuelo 605 eran una burbuja, mantenida por aires de exclusividad, anhelos de la misteriosa “calidad musical” y devoción por todo lo estadounidense. Lodín relata la decepción de Ángel Álvarez cuando –tras enterarse de la muerte del cantante vaquero Johnny Horton- acudió a la Embajada de Estados Unidos: no había libro de condolencias y, de hecho, ninguno de los funcionarios sabía quién era ese tal Horton.
Con el tiempo, aquella congregación se fue agriando. Surgieron fundamentalistas: se podía leer en el boletín que la versión del All Along the Watchtower dylaniano realizada por Jimi Hendrix era un horror (opinión no compartida por el propio Dylan, que adoptaría el arreglo hendrixiano). Brotaron polémicas: ese mismo año, 1968, un joven caravanero llamado Mario Pacheco aprovechó el micrófono que le ofrecía Álvarez para urgir a cambiar todo el concepto del programa. El locutor le toreó con habilidad: “todas las opiniones de los jóvenes deben ser consideradas”. Había surgido la contracultura y la música pop era territorio en disputa, incluso aquí. Pacheco fundaría luego Nuevos Medios; Álvarez seguiría haciendo su radio aterciopelada en RNE y la SER hasta su muerte, en 2004.
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