Un paseo con Helga de Alvear por su museo
El centro de arte, proyectado por Mansilla y Tuñón en Cáceres, solo espera a que la pandemia permita abrir sus puertas para poder contemplar las 200 piezas seleccionadas para la puesta de largo
En la primavera de 2008 Helga de Alvear pidió a Luis Moreno Mansilla y Emilio Tuñón, entonces profesores en Princeton, que se acercaran a Nueva York para ver una exposición en la galería Mary Boone. ¿La razón? La galerista y coleccionista alemana afincada en Madrid acababa de comprar una obra de un artista chino y quería que los arquitectos se asegurasen de que cabría en el museo que estaban proyectando para ella en Cáceres. El artista se llamaba Ai Weiwei y dos años más tarde saltaría a la fama llenando de pipas de girasol de cerámica la sala de turbinas de la Tate Modern. La obra se llama Luz descendente y mide cuatro metros de altura y siete de longitud. Es una gigantesca lámpara formada por 60.000 cristales rojos que ahora ocupa la sala de 7,5 metros de altura que Mansilla y Tuñón diseñaron expresamente para ella en este edificio de nueva planta levantado a unos pasos del barrio monumental de la ciudad extremeña.
Mansilla murió repentinamente en 2012, con solo 52 años, y es su socio el que ha culminado este inmueble de 5.000 metros cuadrados —y el doble de jardín— adosado a la casona histórica que hace una década rehabilitaron para alojar, en una primera fase, la colección de arte contemporáneo que Helga de Alvear había donado a Extremadura después de que Vigo, San Sebastián, Granada y Madrid rechazaran la oferta. La galerista renana (Kirn, 84 años) recuerda la anécdota neoyorquina de los autores del Musac de León y del Museo de las Colecciones Reales de Madrid mientras pasea junto a José María Viñuela, su mano derecha, por unas instalaciones que solo esperan que la pandemia permita abrir sus puertas. En las paredes de sus tres plantas cuelgan ya las casi 200 piezas seleccionadas para la puesta de largo. Solo falta colocar un picasso de 1909 y ajustar una videoinstalación sobre los jardines de la Bienal de Venecia firmada por Steven McQueen justo un siglo después.
Es solo una pequeña muestra de una colección de 3.000 obras que aguardan su turno en cinco almacenes de Madrid. De Alvear no ha parado de coleccionar y ni siquiera ella sabe, dice, el valor exacto de lo que ha donado. Cuando en 2006 firmó el acuerdo con las autoridades extremeñas, el conjunto sumaba 2.000 piezas tasadas en un total de 140 millones de euros. “Esa tasación ha quedado obsoleta y no hemos hecho una nueva”, reconoce Viñuela. “Aunque tengo todas las facturas”, añade entre risas la mecenas: “Soy alemana”. Nació a 100 kilómetros de Fráncfort en el seno de una familia de potentados industriales del plástico, pero vive en España desde 1957. “Yo quería ser pianista”, cuenta, “pero mi padre se opuso porque con eso no me iba a ganar la vida. Me incliné por los idiomas y estudié francés en Suiza, inglés en Londres y español en Madrid. Allí me enamoré y hasta hoy”. El resto forma parte de la historia del arte español reciente. Trabajó en la pionera galería de Juana Mordó y terminó abriendo su propio espacio, adoptando el apellido de su marido, el arquitecto cordobés Jaime de Alvear. Dejó el suyo, Müller, por una razón de eufonía: “Los españoles iban a decir ‘mula’ y no me gustaba. Pero lo sigo usando para firmar”.
Las dos salas contiguas a la lámpara de Ai Weiwei son el preámbulo de una colección que hace apenas unos meses creció con una escultura del minimalista Larry Bell, un vídeo de William Kentridge, un óleo de Moholy-Nagy y cuatro tablas de Carmen Laffón. En una de esas salas se exhibe el ejemplar de los Caprichos que Goya regaló a Evaristo Pérez de Castro, ministro de Fernando VII. “Queríamos subrayar que Goya no es solo el punto de partida del arte moderno sino también del contemporáneo”, explica Viñuela. En otra, entre Klee, Kandinsky y Agnes Martin, Helga de Alvear señala un tàpies que durante décadas tuvo en su casa. Nunca se ha desprendido de una sola pieza de su colección. “Mucha gente pensaba que compraba como inversión, para revender luego”, cuenta. “Pero el arte es mi único vicio. Me enamoro de obras, no de artistas. Y no paro hasta conseguir lo que quiero”. Su fortuna personal, que le ha permitido atesorar tres millares de obras de arte, también le ha permitido sufragar algo más de la mitad de los 14 millones de euros que ha costado levantar este edificio que une dos calles con un desnivel de 24 metros y que facilita que los transeúntes lo atraviesen sin necesidad de visitarlo. El resto ha corrido a cargo de la Junta de Extremadura. La coleccionista espera que tal esfuerzo convierta Cáceres en un polo de atracción artístico internacional. ¿Nacional no? “Por supuesto. Pero no sé si los españoles viajan para ver arte contemporáneo. El coleccionismo español, lo sé porque tengo una galería, es muy débil”. ¿Por falta de dinero? “No. En España hay ricos, como en todas partes, pero se compran barcos y coches”. Por eso, dice, ella va a lo suyo. Acaba de comprar una casa pegada al museo para añadirle en el futuro 3.000 metros cuadrados más de almacén, oficinas y jardín.
En cada sala del nuevo centro hay varios ejemplos de ese enamoramiento del que habla una mujer a la que la mascarilla no le incordia especialmente: “Nací en 1936, y en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, íbamos a la escuela con máscaras antigás que te cubrían la cara entera”. En la planta dedicada a la geometría, entre obras de Dan Graham, Imi Knoebel, Günther Förg y Candida Höfer —y no lejos de una pintura monocroma de Alan Charlton que compró hace solo un mes— destaca una sala dedicada a Actividad en eco, un espectacular juego de colores y espejos firmado por Olafur Eliasson. Un piso más abajo, en la planta dedicada a la figura humana, junto a piezas de Louise Bourgeois, Joseph Beuys, Nan Goldin, Stephan Balkenhol, Juan Muñoz o Cindy Sherman, cobran vida propia El viaje que no fue, una película de Pierre Huyghe que se proyecta solitaria en una sala oscura del tamaño de un cine mediano, y una instalación abrumadora de Thomas Hirschhorn, Herramientas de poder: mil objetos desplegados por el suelo y las paredes de una sala de 10 metros de altura que Helga de Alvear atraviesa recordando que la compró a partir de una foto que vio en una revista: “La vi en una información sobre una exposición en el Kunstmuseum de Wolfsburgo y me reconocí. ‘Esto soy yo’, me dije, ‘esta locura’. Y la compré. Es la primera vez que la veo montada”.
Babelia
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