Transeúnte del poder
Filósofo y expresidente del Senado, Manuel Cruz publica sus memorias políticas. Solo la benevolencia con la que trata a sus compañeros socialistas merma el gran interés del libro
Si en la transición política española lo que había que salvar a toda costa era la democracia, ¿qué es lo que hay que salvar ahora? Esta pregunta culmina la extensa memoria de Manuel Cruz sobre su experiencia de “transeúnte de la política”, orteguiana expresión que utiliza como título de su más reciente libro. Lo esencial de la filosofía no es tanto encontrar las respuestas como formular las interrogantes, pero en el caso que nos ocupa la cuestión planteada merece permanente contestación a lo largo de las muchas páginas de la obra. Es la democracia misma la que está amenazada y aquello que hay que defender. Desde luego, no solo en nuestro país, aunque en este caso se plantean vicisitudes y contradicciones únicamente nuestras.
Aprendí a valorar las aportaciones de Cruz al nuevo pensamiento español gracias entre otros a Emilio Lledó, maestro indiscutible de nuestra filosofía. La presencia de aquel como diputado independiente en las filas de los socialistas catalanes y su posterior ingreso en el Senado, cuya presidencia ocupó durante un breve interregno, despertaron la atención ilusionada de buen número de intelectuales y ciudadanos, hartos de la mediocridad y el provincianismo de la mayoría de nuestros representantes políticos. Si las esperanzas incoadas entonces no se han visto cumplidas, las que suscita la publicación de esta obra colman en cambio todas las expectativas. El autor nos advierte en el prólogo de que “un filósofo no cuenta lo que pasa: cuenta lo que se piensa sobre lo que pasa”. Quizás mi satisfacción por su lectura proviene precisamente (somos humanos) de que la mayoría de las reflexiones de Cruz coinciden con las mías y con las de mucha otra gente de distinta ideología y pelaje a las que únicamente une la búsqueda del sentido común. Algo que iluminó con creces la tarea de Jacobo Muñoz, a quien está dedicado el libro, y que Ortega definió como el menos común de los sentidos.
A excepción de sus compañeros socialistas, prácticamente no hay propagandista de la política actual, nueva o vieja, que salga indemne de sus meditaciones filosóficas. Pero estas se ceban con particular saña en los protagonistas de la izquierda radical y del proceso independentista catalán. De Pablo Iglesias critica su “impostado tono profesoral…, de profesor de la historia moderna de España, asunto sobre el que no consta que sea especialista”. Menciona su obsesión por la tele, a la que habría convertido más en un fin que en un medio, y confiesa que tentado estuvo en su día de escribir un artículo titulado “Pablo Iglesias: de zar a Rasputín”, “atendiendo a las nuevas tareas a las que se diría parece destinado”. Subraya su personalismo y su “completa ausencia de la vida política en momentos trascendentales… con el argumento de su baja paternal” o lo peculiar de que sometiera a la militancia “la ratificación de sus propiedades inmobiliarias”. Aunque piensa que en estas cuestiones su competencia con Ada Colau es feroz y califica de enorme obscenidad política el argumento electoral de esta para no perder la alcaldía de Barcelona al exhibir su presunta condición de “pobre y bisexual”, “como si eso tuviera alguna relevancia a la hora de gestionar una gran ciudad”.
En su análisis de la política española, nadie se salva del bisturí. Torra y Puigdemont son líderes erráticos. Rivera y Mas, culpables de los muchos males que nos acechan. Errejón, Irene Montero, Comín y tantos otros son víctimas de la fina ironía de quien firma el libro. El procés independentista es un fracaso y el conflicto catalán tiende a convertirse en crónico, para mal de todos. En definitiva, la nueva política se parece cada vez más a la vieja, y aunque Franco queda lejos, seguimos hablando de él “como si fuera cosa de ayer mismo, como si todavía estuviéramos viviendo bajo su onda expansiva”. La fragmentación y la polarización política son también objeto de agudos comentarios, que culminan de nuevo en una disyuntiva: “La de si nuestra acción colectiva debe estar guiada por el principio de la convivencia (y por tanto de la reconciliación) o por la confrontación y el enfrentamiento”.
Todo ello pone de relieve que Cruz, en tanto que transeúnte, se fijó mucho en los parajes por los que discurría y en las gentes que los transitaban. Lamento por eso que sus acerbas y acertadas críticas, de las que como es obvio no se salva la derecha, también con sus nombres y apellidos, indulten entre el silencio y la elipsis al partido socialista. Cabe entenderlo como un deber de fidelidad a las siglas que le catapultaron a su paseo iniciático por la política, o a un compromiso de amistad personal con Iceta, Batet o Illa. Pero el hecho desluce el conjunto del análisis y desmerece lo valioso de sus otras aportaciones. Estas son especialmente interesantes en lo que concierne a Cataluña y su futuro. Sobre la Corona resalta su comentario acerca del famoso discurso del Rey del 3 de octubre, del que dice que “era inobjetable en lo que decía, aunque mejorable en lo que dejaba de decir”. Además, hablando de lo que denomina republicanismo de mercadillo, pone de relieve la adhesión de un amplio número de ciudadanos a las monarquías parlamentarias del norte de Europa. E insiste en que el mejor sistema para defender las democracias es defender a la vez a las instituciones en que se materializa.
Nos hallamos ante una contribución lúcida y valiente al debate sobre la actual encrucijada española. Mi única objeción de fondo, al margen los silencios mencionados, se refiere precisamente al título del libro. No hay transeúntes en la política, que en su mejor versión exige una vocación de servicio, pero demanda también una aspiración de poder. El compromiso es por lo mismo algo vertebral para cuantos se dediquen a ella. Lección que estoy seguro ha aprendido Manuel Cruz durante sus peripatéticos paseos.
Transeúnte de la política
Autor: Manuel Cruz.
Editorial: Taurus, 2020.
Formato: 472 páginas. 20,90 euros.
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