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ARTE

Street View, un dios menos cruel

La nueva exhibición 'online' de la obra de Jon Rafman reúne instantes de belleza y humor captados por Google para sus mapas

Patricio Pron
Vista de una calle de Colorado (EE UU) captada por Street View en 2012 y recogida en la exposición de Jon Rafman.
Vista de una calle de Colorado (EE UU) captada por Street View en 2012 y recogida en la exposición de Jon Rafman.

Cuando Google fue multado en 2014 en Italia con un millón de euros por “haber recolectado imágenes y datos privados” y publicarlos en la Street View de sus mapas, algunas batallas como la de la privacidad en Internet no parecían haber sido perdidas todavía; de hecho, la idea de que alguna vez no fueran ni siquiera libradas, sino por una minoría, como en la actualidad, parecía sólo parte de una improbable distopía. Google llevaba por entonces siete años fotografiando las calles en un gigantesco proyecto cartográfico y documental que ya suma 31 países europeos, 17 de Asia, 10 latinoamericanos, 5 africanos y la Antártida, así como algunas polémicas pese a que la empresa difumina por defecto matrículas y rostros: en septiembre de 2008, el pequeño pueblo alemán de Molfsee se negó a permitir la circulación de los automóviles de Street View por sus calles, en 2010 la empresa debió retirar dos imágenes capturadas en Brasil porque en ellas aparecían cadáveres, en marzo de 2013 debió pagar una multa de siete millones de dólares en los Estados Unidos por haber recolectado más datos de los necesarios para su tarea, numerosas restricciones, demandas y procesos judiciales en Austria, China, Egipto, Japón y Suiza limitaron el número de imágenes disponibles en el servicio desde sus comienzos; en 2010 ya eran 244.237 los alemanes que habían exigido a la empresa que eliminase su imagen.

No todas han sido objeciones, sin embargo: como algunos otros repositorios digitales, Street View se ha convertido en el objeto de numerosas prácticas de apropiación artística, la más notable de las cuales es el proyecto 9 Eyes, de Jon Rafman, definido ya en 2010 en este periódico como “una colección de poderosísimas instantáneas”.

Rafman (Montreal, 1981) comenzó a interesarse por lo que llama “lo sublime tecnológico” cuando aún estudiaba arte; en una entrevista concedida en 2012 afirmó, tras definir la fotografía como el arte por antonomasia del siglo XX, por cuanto su naturaleza mecánica suscitaba suspicacias sobre si era arte o no, que veía Street View como la “cima de la fotografía como medio: el mundo siendo fotografiado constantemente, desde todas las perspectivas, todo el tiempo. Como si la fotografía hubiera devenido un dios indiferente, neutral, que observa el mundo”.

Pero si Street View es un dios indiferente, Rafman juega en su nueva exhibición a no serlo: a lo largo de horas y horas surfeando en la web y de recorrer cientos de sitios “en” Street View, el artista canadiense ha reunido imágenes cuyo interés radica tanto en las particulares circunstancias en que fueron obtenidas y en el azar, que hizo que el paso de las cámaras de Google coincidiera con un momento de especial relevancia, en un gesto aparentemente banal pero cargado de significado, como en su belleza, a menudo inquietante.

Figuras espectrales a un costado de un camino rural, prostitutas, niños jugando, incendios, ruinas habitadas, multitudes, personas que yacen en el suelo como si estuvieran muertas o dormidas, paisajes deshabitados, detenciones policiales, accidentes de tráfico, montañas de basura, jóvenes jugando al fútbol, una mariposa huyendo de la cámara, personas trepando verjas y fachadas, un delfín elevándose sobre el agua en una playa en el preciso momento en que se capturaba la imagen, un rebaño de ovejas impidiendo el tráfico, parejas besándose, personas disfrazadas, personas viajando en el techo de los autobuses, personas orinando detrás de sus vehículos, personas que se asoman a ventanas desde las que observan el paso de los automóviles que con sus cámaras les ofrecerán algo parecido a una inmortalidad virtual, trivial pero gratuita y algo anonimizante, ya que sus rostros y otros detalles identificativos, como los tatuajes, serán pixelados por Google cuando la imagen sea publicada.

Rafman se ha definido en algunas ocasiones como un flâneur, alguien que, como la figura creada por Charles Baudelaire y sancionada por Walter Benjamin, Georg Simmel y otros autores, recorre un paisaje que le resulta extremadamente familiar (en el caso de Benjamin, la ciudad; en del de Rafman, su registro fotográfico) a la búsqueda de experiencias estéticas que trasciendan lo cotidiano y reformulen los vínculos del sujeto con el espacio y el tiempo, con la multitud y la soledad. A raíz de su carácter (podría decirse) itinerante, proyectos como 9 Eyes y otros basados en Street View, como los de Michael Wolf y Doug Rickard, se han vuelto enormemente populares desde el momento en que comenzaron las restricciones vinculadas con la contención de la pandemia de covid-19: como los repositorios de metraje encontrado y los proyectos artísticos basados en ellos, las galerías de imágenes de Jon Rafman han puesto de manifiesto la enorme riqueza, complejidad y diversidad del mundo que perdimos al tiempo que ofrecían una oportunidad de recuperar ese mundo, al menos, virtualmente.

Pero obras como la de Rafman ofrecen algo más que consuelo: sugieren la posibilidad de una mayor implicación crítica con un mundo cuya ubicuidad propiciada por su representación mediante la tecnología puede parecer en exceso simple a la vez que naturalizar fenómenos como la vigilancia, la pérdida de privacidad, el brutal encogimiento de las distancias y la reducción del tiempo propiciados por la conectividad extrema y permanente, así como la supuesta neutralidad del ojo de las grandes compañías tecnológicas como Google.

En una entrevista reciente en este periódico, la ensayista y académica española Ingrid Guardiola se preguntaba “qué pasa cuando pensamos el mundo como una interfaz”. Qué hacer con la basura que producimos y consumimos incesantemente en los entornos digitales es la pregunta central de buena parte del arte contemporáneo actual. Pero Rafman añade una interrogante más a la ecuación al preguntarse por qué creemos que el mundo capturado por Google es veraz y el resultado de una mirada imparcial y meramente cartográfica. Al apropiarse de imágenes cuya belleza y valor trascendente no están vinculados con ninguna voluntad artística sino con un proyecto cartográfico que amenaza con ser más grande que el territorio que representa, Rafman reúne testimonios de un mundo en el que, al menos en ocasiones, el azar se conjura con la belleza. Si hay un dios observándonos, no es precisamente uno neutral y no carece de piedad ni de sentido del humor, un dios menos cruel de lo que podría parecer en nuestros días.

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