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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Entre confinamiento y desmadre

A José María Guelbenzu, gran lector de novelas, le ha tentado siempre explorar las posibilidades de los géneros y sorprender a sus lectores

Manuel Rodríguez Rivero
'Girl and Stalin', de Vitalii Komar & Aleksandr Melamid.
'Girl and Stalin', de Vitalii Komar & Aleksandr Melamid.

1. Libertinajes

Georges Simenon, cuya bibliografía novelística —la firmada con su nombre y la publicada bajo alguno de sus incontables seudónimos— supera las 450 referencias (sin contar relatos, escritos autobiográficos, ensayos, etcétera), solía dividir su narrativa entre “novelas duras” y las que no lo eran. En la última categoría se incluían, por ejemplo, las 75 novelas de Maigret, escritas entre 1929 y 1972; las “duras” eran las que consideraba más literarias: grandes historias como El gato (Acantilado) o El hombre que miraba pasar los trenes (Tusquets, si es que aún la encuentran).

Hasta hace poco, y salvando todas las distancias (entre ellas, la desmesura de la obra del belga), José María Guelbenzu podría haber trazado la misma taxonomía de su obra: por un lado estarían sus “novelas duras” —las 14 publicadas entre El mercurio (1968) y Mentiras aceptadas (2013)— y, por otro, las nueve novelas policiales protagonizas por la estupenda juez Mariana de Marco y publicadas (Alfaguara) entre 2001 y 2019 (dentro de unos meses aparecerá la que, según dice, clausurará la serie).

Pero a Guelbenzu, gran lector de novelas, le ha tentado siempre explorar las posibilidades de los géneros y sorprender a sus lectores. Y eso es lo que viene ocurriendo desde que, en 2016, publicó Los poderosos lo quieren todo (Siruela) —un libro cuyo carácter paródico, carnavalesco y profundamente antinaturalista desconcertó—, y lo que sucede ahora con En la cama con el hombre inapropiado (Siruela; en adelante ECHI). Los lectores que sigan aferrados al Guelbenzu de El río de la luna (Alianza, 1981) o Un peso en el mundo (Alfaguara, 1999), harían bien en olvidarlos para una lectura disfrutona y cabal de ECHI.

Por supuesto, Guelbenzu, el explorador, se nutre de una tradición: la de la novela más o menos libertina que leyeron las élites literarias del siglo XVIII, en el que, como se sabe, no era luz todo lo que relucía. Una tradición que encarna, por su lado más picaresco, Fanny Hill, de John Cleland (1741), y por el más extremoso, Justine o los infortunios de la virtud (1791), del Marqués de Sade.

La protagonista, María del Alma, es una malcasada provinciana y de buen ver (recuerda a Mariana de Marco) que a sus 41 años da un portazo, planta al coñazo de su marido y se traslada a Madrid para ver el mundo con sus propios ojos. La romántica señora, que aún suspira por algo tan improbable como un hombre que le proporcione, a la vez, “dulzura y pasión”, emprende un esforzado aprendizaje (ECHI también podría calificarse de paródico Bildungsroman de edad madura) en el que, asesorada por su amiga-celestina Amalita Muscaria, se mete en la cama (y en los trabajos) con todo tipo de varones: chulos, banqueros (es en 1981, y el que le toca se llama Raimundo Repeinado: ¿les dice algo?), editores, intelectuales, coleccionistas de libros, horteras hispanoamericanos, moteros, mochileros, ensayistas en estado preagónico, macarras, etcétera.

De todos ellos aprende algo, entre otras cosas las artes del sexo, y de todos ellos —de unos, amante; de otros, entretenida; de otro, fetiche— sale escaldada porque, como reza el título de Flannery O’Connor que le abre los ojos, Un hombre bueno es difícil de encontrar. Guelbenzu entiende el género y le saca partido con esta novela —nada “dura” y con dos sorprendentes finales— que se lee con ligereza, agrado y entretenimiento, que es lo que el autor pretende, y que deja también, en los márgenes de las aventuras de la ingenua libertina y su caterva de amantes, una visión muy reconocible (aunque a menudo à clé) de aquel Madrid —España, por extensión— de 1981, cuando todo el monte parecía orgasmo (perdón: orégano) y esto parecía Jauja.

2. Estalinismos

En 1933, después de leer el feroz epigrama que le había dedicado Ósip Mandelstam (1891-1938), Stalin, ya rozando la cumbre de su poder absoluto, ordenó a la NKVD “conservar, pero aislar” al poeta. Mandelstam fue inmediatamente arrestado, lo que provocó que numerosos poetas e intelectuales (Bujarin, entre otros) escribieran al dictador (el “Bonaparte soviético”, como le llamó Trotski) cartas de protesta y súplica. Stalin, falso magnánimo, les hizo creer que quizás, algún día, podría “revisar el caso”, pero nunca llegó a hacerlo, y Mandelstam pasó sus últimos años en distintos campos (no en los más crueles, quizás porque a algunos funcionarios les gustaba su poesía), para acabar muriendo de frío y hambre cerca de Vladivostok en 1938, donde fue enterrado en una fosa común.

Exonerado parcialmente de los cargos de “actividades revolucionarias” por Jruschov en 1956, su total rehabilitación no llegó hasta 1987, con Gorbachov. Su esposa, Nadiezhda Mandelstam, una magnífica escritora (sus memorias Contra toda esperanza, publicadas en 1984 por Alianza, están ahora en Acantilado), tuvo que aprenderse de memoria muchos de los poemas que su marido compuso en el exilio, lo que ha permitido que lleguen hasta nosotros. Alianza ha publicado recientemente una Antología poética (edición de Jesús García Gabaldón), en la que se incluyen, además de los estremecedores Cuadernos de Voronezh, el célebre epigrama (un par de versos: “sus gordos dedos son sebosos gusanos / y sus seguras palabras, pesadas pesas”) y, para compensar, una Oda a Stalin escrita claramente para hacerse perdonar.

Nórdica también ha publicado Mandelstam, un librito de recuerdos y reminiscencias de Anna Ajmátova, que incluye poemas de ambos. A los interesados en el epigrama y la oda, les gustará el artículo ‘Ósip Mandelstam y la oda a Stalin’, del maestro J. M. Coetzee, incluido en su recopilación Contra la censura, subtitulado oportunamente Ensayos sobre la pasión por silenciar (DeBolsillo). Por último, Varlam Shalámov (1907-1982), otra víctima de los campos, ofrece una perspectiva estremecedora del poeta en ‘Sherry-Brandy’, incluido en el primer volumen de sus Relatos de Kolimá (edición completa en Minúscula).

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