Aviso a gobernantes
La obra de Hannah Arendt parece alertarnos de los peligros de un mal uso del poder no solo en sistemas totalitarios
Sorprende comprobar que el programa Aktion T4, precursor del plan para abordar el exterminio del pueblo judío, sea hoy desconocido a muchos jóvenes alemanes. Sorprende porque la sociedad alemana no se caracteriza por haber dado la espalda a ese funesto episodio de su historia, pero también porque si el motivo de confrontar el pasado es, como tantas veces se ha dicho, que un episodio así no vuelva a repetirse, entonces todo lo acontecido con anterioridad debería ser estudiado con tanta o mayor atención que el horror desplegado a posteriori.
El programa al que me refiero, cuyo enigmático nombre quizá responda a la dificultad de desvelar su objetivo, se trataba de una condena de muerte aplicada sin consentimiento sobre enfermos terminales. A esa dificultad quizá se deba que el nombre de dicha acción se resuma en la sigla y el número de la calle donde se redactó su plan, Tiergartenstraße, 4.
En 1961, Hannah Arendt, transcurridos 20 años desde su exilio a los Estados Unidos y orgullosa de su ciudadanía (no así de su nacionalidad) americana, recibe el encargo de la revista The New Yorker para cubrir el juicio que va a tener lugar en Jerusalén contra el entonces presunto criminal de guerra, el incontrovertible funcionario nazi Adolf Eichmann encontrado en Argentina un año antes. El reportaje sería publicado por entregas en cinco sucesivas ediciones de la revista, compilado en el libro Eichmann en Jerusalén, y posteriormente en su versión abreviada Eichmann y el Holocausto.
En su crónica, Arendt se refiere sin nombrarlo al programa de eutanasia involuntaria antes referido de esta manera: “Es un hecho por todos conocido que Hitler inició sus asesinatos en masa concediendo ‘una suerte de tiro de gracia’ a los ‘enfermos incurables’, y que pretendía rematar su programa de exterminio quitándose de en medio a los alemanes ‘dañados genéticamente’ (pacientes de corazón y pulmón).”
“Es un hecho por todos conocido que Hitler inició sus asesinatos en masa concediendo una ‘muerte agraciada’ a los ‘enfermos incurables’, y que pretendía rematar su programa de exterminio quitándose de en medio a los alemanes ‘dañados genéticamente’ (pacientes de corazón y pulmón)"
Releyendo este impecable ejercicio de periodismo de reportaje, al mes de iniciarse la situación sin fecha de caducidad en la que nos hallamos, reparé en el paréntesis que Arendt quizá se vio impulsada a añadir, “pacientes de corazón y pulmón”, para aclarar cuáles de sus compatriotas eran los señalados por la Aktion T4. Con ello parecía querer dejar claro que el operativo de Hitler iba más allá de razas o ideologías y por ello no tuvo contemplaciones para empezar por los débiles de salud y las personas de edad avanzada, lo que en estos días de pandemia hemos venido a llamar vulnerables.
Asociar vulnerabilidad con el hecho de estar explícitamente señalados para morir es algo que no puede dejarnos fríos. Cuando la vulnerabilidad no está solo marcada por una enfermedad congénita o sobrevenida, cuando como demuestran las estadísticas la condición étnica o social se convierte en fácil carta de acceso a dicha vulnerabilidad, cuando la oposición a un régimen político, caso de tantos refugiados, sitúa a personas en posición de ser empujados a ese estado de fragilidad y desprotección, no podemos por más que pensar que las palabras de Arendt no son sino un grito a despertar ante lo que puede estar a punto de suceder cuando la crisis económica y social provocada por la Covid-19 se manifieste en su plenitud.
Ya sean los disparos de la policía contra unos niños que desobedecen el confinamiento en una barriada informal de África Oriental, o los ancianos fallecidos en sus viviendas por miedo a acudir a los atestados centros de salud durante el pico de la pandemia en el sur de Europa; ya sean los muertos ante la desesperación provocada por la pérdida de ingresos que la libertad de movimiento cuanto menos garantizaba, o las muertes colaterales de las guerras civiles en curso cuyas exiguas condiciones ahoga aún más la reclusión actual; ya sean unos u otros, lo que no podemos olvidar es que el confinamiento, una medida cuya implementación ha aplacado el brote de la pandemia, puede ser también un instrumento de dudosa protección de los ciudadanos en manos no solo del autoritarismo totalitario, sino de la injusticia social de la que no parecen haberse desprendido ni los países más democráticos.
Apenas hay países donde acusaciones bien fundadas no estén siendo presentadas por el uso y abuso de poder que el confinamiento permite. En este clima sorprende ver manifestaciones alimentando conspiraciones en Alemania o denuncias de mala gestión en España e Italia, cuando en India, Brasil, Rusia, Turquía, Birmania, Filipinas, por no hablar de Estados Unidos y China, el impacto que el confinamiento está teniendo sobre sus minorías y los abusos de poder están al cabo de la calle. Los riesgos no parecen venir solo de líderes populistas y autoritarios sino también de los incontrovertidos funcionarios y la compleja maquinaria estatal de regímenes presumiblemente democráticos.
Si como dijo Habermas “la tarea de los que se dedican al oficio del pensamiento es la de arrojar luz sobre los crímenes que se cometieron en el pasado y mantener despierta la conciencia sobre ellos”, entonces es cierto que la obra de Arendt puede sufrir picos de atención ante la posible repetición de crímenes difíciles de prever o incluso de creer posibles, pero lo que debería con certeza mantenerse vivo de su obra es el modo en que hasta un breve pasaje de ella es capaz de zarandearnos para mantenernos alerta de que episodios así no sucedan de nuevo.
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