Pandémica y terrestre
El aforador de muertes por causa de la covid-19 se acerca a los 400.000 fallecidos en todo el planeta. Y seguimos contando
1. Desconfinamientos
Desde hace una temporada, cada martes, cuando suelo empezar esta columna, paso un buen rato invocando a los espíritus tutelares del optimismo: al volteriano Cándido, a su maestro Leibniz y a toda la patulea del vaso medio lleno, aunque pueda estarlo de líquidos corruptos. Me aburre jeremiquear —“estoy cansado de mi voz, la voz de Esaú, mi reino por un trago”, decía Stephen Dedalus—, pero las multitudes desconfinadas y los políticos metepatas no ayudan a ver la vida de color de rosa. Y, para colmo, de vez en cuando cometo el error de escuchar, a través de la cadena “de estilo incisivo y dinámico”, a un individuo uniformado de negro que agita compulsivamente sus blancas manos mientras confunde el periodismo con su caricatura más rentable y amarillista, amargándome lo que queda del día. No está el tiempo para optimismos, por tanto.
Elijo para título de este sillón, deformándolo, el de uno de los poemas más revolucionariamente confesionales y formalmente impecables escritos en España (pero, ay, publicado en México: Moralidades, 1966) en la segunda mitad del siglo XX: ‘Pandémica y celeste’. Su autor es Jaime Gil de Biedma, que lo compuso hacia 1963, parece que como personal corolario a una discusión sobre el amor y sus formas que había mantenido (me pega que con copas de por medio) con sus amigos Jaime Salinas y Luis Marquesán, su amante de entonces.
El poema, que es un comentario al Banquete de Platón 24 siglos después, parte de la distinción que allí se establecía entre el amor que representa la Venus Pandemos (es decir, el amor sexualizado, “vulgar”) y el propio de la Venus Urania (el amor “puro”, espiritual, “celeste”, que puede darse entre hombres); y en él se aprecian ecos de la poesía amorosa de Shakespeare y John Donne y, claro está, de la sombra tutelar del Prufrock de T. S. Eliot. En todo caso, mi título solo pretende hacer referencia a la realidad en la que nos bañamos (la pandemia), mientras el aforador de muertes se acerca a los 400.000 fallecidos en todo el planeta. Y seguimos contando.
2. Faulkner
Estupenda la iniciativa de Cátedra (Letras Universales) de publicar una nueva traducción (de Bernardo Santano) de ¡Absalón, Absalón! (1936), una de las cuatro o cinco obras maestras de William Faulkner. La edición tiene más mérito si tenemos en cuenta que la colección ya había publicado hace 20 años el título en traducción de María Eugenia Díaz: no es frecuente que un mismo sello publique nuevas traducciones de autores con copyright vigente.
La nueva mejora en no pocos aspectos las de Beatriz Florencia Nelson (Emecé, Alianza y RBA, corregida por Encarna Castejón) y de Miguel Martínez-Lage (La Otra Orilla), aunque me irrita que, quizás por prurito de originalidad —y en contra de las traducciones españolas y francesas que conozco—, su autor haya decidido cambiar por su cuenta el potente aldabonazo final I don’t hate it (¡no lo odio!) por el más bien blandurrio y cursilón ¡no lo detesto! Por lo demás, en el prólogo a su edición, Santano, tras dedicar dos páginas a consignar los, en su opinión, errores de traducción del fallecido Martínez-Lage, consagra un párrafo a afirmar que dichas observaciones “no pretenden restar valía a un trabajo que, aunque mejorable, es francamente meritorio”. A veces es mejor que no te elogien, sobre todo si estás muerto.
3. Camus
La última vez que se publicó en castellano algo parecido a unas “obras completas” de Albert Camus fueron los cinco volúmenes de sus obras publicados por Alianza en 1996 en edición de mi admirado José María Guelbenzu y en traducciones de desigual valía. En cuanto a la completitud de aquella edición baste decir que su número de páginas (unas 3.200) está muy lejos de las casi 7.000 de la edición de La Pléiade. En todo caso, Alianza, que ha publicado a Camus desde hace varias décadas, perderá el derecho a editarlo a partir del 31 de diciembre de este año. Gallimard y, sobre todo, Wylie, así lo han decidido.
Quizás por esa circunstancia y por apurar su explotación y aprovechar el impulso que el confinamiento ha dado al e-book, Alianza acaba de publicar electrónicamente 15 “obras imprescindibles” del autor de La caída. La noticia me llegó casi al mismo tiempo que el anuncio de que Penguin Random House, de acuerdo con Gallimard y la agencia de Wylie, publicará a partir de 2021 “la totalidad de la obra del premio Nobel Albert Camus, que incluye textos inéditos”. Ya veremos qué entienden por “totalidad”, y si sus editores (en DeBolsillo) recurren o no a las viejas traducciones. Aquí, quien no corre, vuela. Por cierto, ¿para cuándo saldrá Sartre del puto purgatorio en el que lo han confinado el Zeitgeist neoliberal y sus secuelas?
4. Clásico
S. S. Van Dine (1887-1939) fue uno de los últimos grandes representantes de lo que se ha llamado “edad de oro” de la novela de detectives. Aunque en su juventud despotricaba del comercialismo, se dejó atraer por el éxito económico que en la posguerra estadounidense lograron las novelas policiacas británicas, y siguiendo los pasos que había marcado Sherlock Holmes, creó uno de los grandes sabuesos: Philo Vance, un detective cínico y sofisticado, cultísimo, elitista, gastrónomo. Van Dine encontró en Max Perkins, el editor de Scribner’s (recuérdenlo interpretado por Colin Firth en El editor de libros, de Michael Grandage), a un publisher perfecto y estimulante. En España, Reino de Cordelia ha recuperado algunas de las aventuras de Vance; la última es El caso de los asesinatos del obispo, que he leído con esfuerzo e interés variable en la última semana. Y es que Van Dine fue un hito en su tiempo, pero tengo que reconocer que ahora sus libros me resultan arqueología policiaca.
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