Juzgar un libro por su portada: las mejores cubiertas de la primavera
¿Qué información aporta el envoltorio de un libro acerca de su contenido? Proponemos un acercamiento desde el diseño gráfico a las últimas novedades editoriales
Si la portada es el rostro de un libro, la tradición española ha sido siempre más partidaria de los hijos clónicos, vestidos de uniforme y acaso con ligeras variaciones de peinado. Con el precedente de Austral, las editoriales se han esforzado durante décadas por crear fuertes imágenes de marca reconocibles en las librerías, y que ponen la identidad del editor y el sello por encima de la personalidad de cada libro. Autores y títulos se diluyen así en el amarillo de Anagrama, el negro de Tusquets, el blanco de Seix Barral o la media T diseñada por Enric Satué, que durante décadas ha identificado a Alfaguara. Esa estrategia de venta por identidad grupal deja, sin embargo, resquicios de creatividad a los diseñadores, que se pueden rastrear a poco que repasemos los últimos lanzamientos.
La Cucaracha (Anagrama), de Ian McEwan, sorprende precisamente por el contraste entre el invariable amarillo y la silueta inquietante y oscura del bicho. Una referencia literal y un retoque de imagen básico, pero eficiente, que nos remite a la vez al Brexit y a Kafka, los dos elementos centrales de esta feroz parodia. Y, puestos a buscar referencias, también nos remite al trabajo conceptual a base de objetos que pobló las miles de portadas diseñadas por Daniel Gil para Alianza. En el caso de La madre de Frankenstein (Tusquets), la última novela de Almudena Grandes, el lucimiento gráfico descansa enteramente en la selección y el corte de una foto que consigue transmitir angustia y horror a través de un gesto y una mano. El catálogo de fotografías de la primera mitad de siglo XX es una fuente inagotable de material para portadas. En este caso, el valor narrativo de la imagen aparece cuando contrastamos la ropa elegante, los colores pastel y el pendiente con perla frente a unas uñas rotas y una mirada devastada por la angustia.
También ese afán de “crear una identidad” se percibe en el catálogo para la campaña de 2019 y 2020 de la editorial Caballo de Troya, en la que cada cambio de editor, que oficia durante solo dos años, viene acompañada de un cambio de diseño. El rosa y el marco degradado son excesos que gritan “¡mírame!” y que funcionan precisamente porque caducan al terminar el mandato. En Litio, de Malén Denis, el trucaje por repetición y la presencia gatuna son códigos gráficos que remiten a la literatura generacional y a las redes sociales. Mientras tanto, Calypso, lo último de David Sedaris, es otro ejemplo de cómo se puede crear una imagen de marca editorial reconocible (los títulos de tipografía condensada, enormes y rotundos que salpican todo el catálogo de Blackie Books) y, a la vez, intentar que el diseño de cada portada respire cierta identidad propia. La cara que nos mira en esta portada transmite el humor de una pareidolia casual que ve rostros en las vetas de una madera y, a la vez, la sensación de que ese rostro nos observa con una melancolía imposible.
Otros sellos, como Destino, mantienen su disciplina tipográfica minimalista, pero la combinan con grandes ilustraciones que permiten individualizar un poco cada título. Es el caso de El mapa de los afectos, de Ana Merino. La magnífica ilustración de Irene Blasco nos habla en un lenguaje de color natural y vibrante, lleno de vida. Estos dibujos figurativos y realistas corren, sin embargo, un riesgo importante: que la imaginación de la ilustradora condicione la de los lectores en el retrato de los personajes. Otros estilos menos literales, como el de La inquietud de la noche (Temas de Hoy), de Marieke Lucas Rijneveld, sumergen al posible lector en el universo literario de la novela de una forma menos definida.
A la hora de crear una portada, el diseñador tiene tres herramientas básicas: la imagen, el color y la letra, y resulta difícil encontrar ejemplos que combinen ese trío para conseguir un conjunto armónico. En este caso, la ilustración tiene una potencia evocadora enorme, aunque la portada falla desde el momento en el que el texto y la imagen apenas se relacionan entre sí. Vecinos, pero no amigos.
Sí hay caminos radicalmente diferentes a la hora de interpretar esos elementos, y estos dos libros son un ejemplo de términos opuestos a nivel gráfico, conceptual y biológico: las memorias de Woody Allen, A propósito de nada (Alianza), que se publican hoy jueves, y Depredadores (Roca), de Ronan Farrow, su hijo y uno de sus principales detractores. La portada de A propósito de nada juega dos cartas: por un lado, el texto blanco sobre negro transmite cierta sinceridad, incluso desvalimiento. Solo hay tres detalles de color para puntuar, literalmente, cada línea de texto. Por otro, recurrir a una tipografía desnuda es un evidente guiño a los títulos de crédito de sus películas. La referencia no es literal (la tipografía alleniana por excelencia se llama Windsor, y es parecida pero no lo mismo), pero los fans del autor se encuentran, por así decirlo, en terreno conocido.
Por su parte, el libro de Ronan Farrow también recurre a una referencia cinematográfica, pero totalmente opuesta. Las letras rotas y la ilustración a base de manchas de color remite a los carteles diseñados por Saul Bass para algunas de las películas más conocidas de Alfred Hitchcock. La acumulación de textos y de llamadas de atención respira intriga, escándalo, drama. Incluso las cursivas inclinadas en uno y otro sentido, un despliegue de dinamismo periodístico para un libro que busca, ante todo, impactar.
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