Novela del espía
No hay imaginación que pueda inventar a un personaje como Juan Pujol, héroe secreto de la II Guerra Mundial
En el proceso de invención y escritura de una novela llega un punto de fiebre. La historia cobra direcciones y quiebros inesperados, y episodios o personajes que parecían ajenos entre sí se conectan de pronto y provocan como cadenas de reacciones químicas en las que no parece que intervenga la voluntad consciente del autor. El autor mira con asombro las bolas que chocan en sorprendentes carambolas en virtud de un primer impulso que él desató, pero del que ya no es responsable. Un verano de hace 30 años yo estaba encerrado o escondido escribiendo una novela e inventándola y viéndola desplegarse ante mí al mismo tiempo que la escribía. Era la novela más larga y más complicada que había intentado hasta entonces; era también la primera en la que usaba sobre todo materiales directamente extraídos de mi propia vida y de mi memoria personal, no amoldados a los códigos de lo literario.
Escribía hasta muy tarde y como después me costaba dormirme, necesitaba lecturas que me sacaran de mi propio mundo y que a ser posible no tuvieran nada de ficción. Leía el diario de las expediciones árticas del capitán John Franklin, que habían inspirado las de uno de los héroes literarios de mi primera adolescencia, el capitán Hatteras de Julio Verne. Pero leía sobre todo un libro que había caído en mis manos a causa de mi afición nunca atenuada por las historias de espionaje. Ese verano de efervescencias inventivas mis noches terminaban con la lectura de Garbo, la historia contada por Nigel West del espía español Juan Pujol García, un héroe secreto de la II Guerra Mundial del que nadie había sabido nada hasta entonces, y que poco después de que se publicara el libro en España volvió al anonimato en el que había pasado la mayor parte de su vida. Durante muchas horas al día yo me esforzaba en levantar un laberinto de ficción. Cuando me iba a la cama y abría el libro de Nigel West encontraba una realidad tan desatinada que rompía todas esas reglas de prudente verosimilitud que rigen las novelas. No hay “desbordante imaginación” que pueda inventar a un personaje como Juan Pujol. Y ni el mismo John le Carré en sus periodos de mayor retorcimiento narrativo habría elaborado una trama como la que urdió Pujol, él solo, en una pensión de Estoril, a lo largo del verano de 1940, cuando Francia acababa de rendirse ignominiosamente a Hitler y era razonable suponer que en cuestión de semanas el Reino Unido también sería doblegado.
Juan Pujol era un hombre decente y pacífico que había visto con espanto la crecida de la barbarie en la guerra de España. Se presentó un día en la embajada británica en Madrid y se ofreció para ayudar como espía en la guerra contra Hitler. Como los británicos, comprensiblemente, no le hicieron caso, repitió la visita y el ofrecimiento en la embajada de Alemania. Pensaba que, si los alemanes lo aceptaban, podría trabajar como agente doble al servicio de los ingleses. Por caminos estrambóticos acabó convenciendo a los alemanes de que se había infiltrado en Inglaterra, y de que había creado una red de hasta 27 espías repartidos por todo el país, en Londres y en las otras ciudades industriales y portuarias. En realidad Juan Pujol estaba en Estoril, y toda la información que mandaba a sus superiores en el espionaje alemán la sacaba de enciclopedias, revistas y guías turísticas y de ferrocarriles que consultaba en la biblioteca pública, no sin dificultad, y con grandes errores, ya que no había estado nunca en Inglaterra ni hablaba inglés y carecía de cualquier conocimiento sobre la vida inglesa.
Durante muchas horas cada día yo trabajaba inventando biografías de personajes y buscándoles nombres. De noche me familiarizaba con la nómina extraordinaria de espías al servicio de Alemania que Juan Pujol iba inventando a la medida de sus necesidades. De un personaje de novela se dice, de manera algo pedestre, que ha de ser creíble para el lector, que si está un poco adiestrado desconfiará enseguida si se le presenta un estereotipo encubierto, incluso si el nombre no es el adecuado. El público y los críticos a los que tenía que seducir Juan Pujol eran un grupo muy restringido, pero también muy exigente: los jefes del espionaje alemán. Para ellos inventaba nombres, biografías, trabajos, caracteres, incluso enfermedades y muertes, según le convenía. En su cerebro habría un barullo de personajes como en el de un novelista caudaloso del siglo XIX, y el peligro de la confusión sería mayor porque también a sí mismo se estaba inventado: en sus mensajes cifrados, Pujol era un nazi ferviente que celebraba los bombardeos sobre Londres. Ahora trabajaba por fin para el espionaje británico y estaba de verdad en Inglaterra, pero su vida no era menos fantástica, y sus embustes se ramificaban como los hilos de una novela en la que el autor ha empezado a perderse.
Treinta años después, en un mundo futuro que la imaginación no habría podido concebir, en una de estas noches de sonambulismo atenuado del confinamiento, pongo al azar la televisión y me encuentro con la cara sumida y sonriente, la cara de pájaro de Juan Pujol, en un documental escrito y dirigido admirablemente por Mayte Pascual. Hace 30 años lo que me seducía era la cualidad literaria del personaje, lo improbable de la trama que había inventado y en la que se había visto envuelto. Ahora me fijo en su misterio personal insondable y en el valor de militancia política de sus actos y de sus decisiones. En las fotos, Pujol es la sombra de alguien que desapareció del mundo y nunca quiso revelar su secreto, ni siquiera a las personas más cercanas a él. Sonríe siempre con la expresión incierta de quien no va a decir nada. Fue un pacifista que se escondió durante la guerra española por repugnancia de las armas, pero estuvo un tiempo en el Ejército republicano y se pasó al de Franco. Quiso estar con los británicos cuando nadie más que ellos se mantenía en guerra contra el nazismo. Engañó decisivamente a los alemanes sobre la invasión de Normandía y recibió de ellos una Cruz de Hierro. Tuvo varias vidas sucesivas y todas ellas desconectadas entre sí. Ya anciano, poco antes de morir, paseó por primera vez por las playas de Normandía, y tal vez entonces comprendió de verdad el papel que le había correspondido en una historia que no cabe en ninguna novela.
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